Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX (17 page)

BOOK: Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX
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Entre los detenidos se encontraba San Vicente, al que la policía no identificó, oculto bajo el seudónimo de Pedro Sánchez y con mono de tranviario.

Por mediación del ministro de Hacienda Adolfo de la Huerta, los detenidos fueron liberados un día más tarde.

Cuando la policía se enteró por una delación de que había tenido a San Vicente en sus manos, comenzó una búsqueda que tuvo su momento más chusco el 4 de abril, cuando cuarenta policías entraron en el local de la CGT para detenerlo y, mientras los obreros se enfrentaban con ellos y los desarmaban, San Vicente huía por la ventana de un baño.

Había constancia de sus dos fugas milagrosas, pero sin embargo sólo una línea perdida en los diarios daba noticia de que finalmente San Vicente había sido capturado a principios de julio, y llevado en secreto a Veracruz. El día 15 un grupo de trabajadores de la CGT en el puerto descubrió a San Vicente encarcelado y comenzó a prepararse una movilización para intentar liberarlo, pero las autoridades se adelantaron.

El 16 de julio de 1923, Sebastián San Vicente fue expulsado de México y subido encadenado a un vapor que partía con destino a La Coruña, España.

La prensa Obrera mexicana rindió tributo a su compañero deportado. En
Guillotina
, órgano de los inquilinos del puerto, y en
Nuestra Palabra
, de la federación tranviaria del D. F., se publicaron protestas.

En julio de 1924, el anarquista poblano Antonio Bruschetta pedía datos sobre San Vicente a todos los miembros de las realidades ácratas de la prensa. Informaba de que hacía un año que no tenía noticias suyas, que lo último que supo es que había llegado bien a La Coruña, desde donde le había mandado una foto a la que siguió una postal enviada desde Burdeos.

Ésta fue la última información que se recibió en México del anarquista vasco. Muchos años después, en 1938, corrió el rumor entre los viejos conocidos de que había muerto en España, combatiendo en los alrededores de Bilbao como miliciano en un batallón de la CNT.

Esto es todo lo que el que esto escribe puede contar. Supongo que es suficiente para explicar por qué Sebastián San Vicente no tiene una calle que ostente su nombre, y no aparece en los libros de texto.

II

La novela como historia: ¿por qué te resulta particularmente interesante este personaje del que casi nada se sabe?

Nuevamente son las mismas historias. Son estos tipos que parecen haberse comido a un ángel y que alimentan sus durezas de esta fibra mágica de la terquedad y la verticalidad. Personajes que no oscilan en medio de las tormentas, que no se reclinan. Personajes de gestos, que operan en el terreno donde se mandan mensajes reales, el terreno de los símbolos.

Puede ser que cuando se trata de un fenómeno de masas «la revolución es una aventura del corazón», como dice Ryszard Kapuscinski, pero, cuando la historia se transfiere a lo personal y el ambiente no anda como para grandes victorias sociales, la revolución, sin duda, se transforma en una aventura de la obsesión.

Conforme los tiempos pasan te vas fabricando un entramado de asideros ideológicos que te permiten despertar pensando que estás del lado de la reja que separa al poder del abuso y la gran maldad del territorio de los parias de la tierra, y te permiten acostarte con la buena conciencia de que has resistido al sistema un día más. Una de las lianas de esa trama está formada por la terquedad; esa irracional virtud que poseen los adolescentes y que impide que la lógica de los adultos, que la lógica del poder, los engañe; que el enemigo, en nombre de «lo racional y lo posible, lo sensato y lo adecuado», les ocupe su espacio vital hasta expulsarlos.

Es por eso que terminarás escribiendo la historia del «Ángel Negro», aunque es una historia de más sombras que luces y en la que encuentras demasiadas cosas que no acaban de gustarte.

Pero, ¡ah, maldición! (como dirían en una de esas novelas de Salgari que San Vicente debe de haber leído a escondidas), esa terquedad, esa maravillosa terquedad, esa tenacidad, ese antídoto para nuestras noches de debilidad situados ante un televisor que puede que quizá ya no nos engañe, pero que sin duda menta nuestros miedos; esa terquedad, pues, se construye. No nace, se hace.

Evidentemente, nadie sabe de dónde salió; como todo buen personaje de novela, aparece de repente, con un sonido de pssshhh que brota del aire y viene dotado de alias y seudónimos, de falsos pasaportes y de falsas historias, de leyendas y de mitomanías paranoicas policíacas.

O sea, que de entrada, él no era él.

En algún lugar lees que lo llamaban «el Ángel Negro Exterminador», en otro que leía a Leopardi. Comienzas a trabajar sobre esos dos escasos materiales. ¿Quién era Leopardi? ¿De dónde sale el bíblico y resonante nombre del Ángel Negro Exterminador?

Leopardi, muy mal conocido en México, el Conde Giacomo, 1798- 1837, poeta de la angustia, el titubeo, la desesperación, la desesperanza, fue el hombre que en medio de una generación de poetas románticos y patrioteros se dedicó al cultivo del pesimismo como fuente de inspiración y tema central de su poesía, una defensa tan buena como cualquier otra. Probablemente haya tenido que ver en la sordidez de sus poemas el que desde muy niño era tullido, contrahecho y, por si esto fuera poco, fue un noble miserable, un aristócrata empobrecido.

Para muestra, un par de botones: «En esta inmensidad / anego el pensamiento / y el naufragar me es dulce», o «Aburrimiento y amargura / tan sólo es nuestra vida / y fango el mundo».

Curiosa inspiración para un anarquista. Comienzas a leer a Leopardi gracias a una antología bilingüe de la Universidad de Guadalajara rescatada de la estantería de los volúmenes que nunca pensabas leer.

Si los poemas de Leopardi y una breve nota biográfica aparecieron en esa antología del pesimismo poético, editada cincuenta años después del paso por México de San Vicente, la duda sobre el Ángel Negro Exterminador te la disipa una Biblia protestante que te colocó
a güevo
hace unos años un vendedor de puerta a puerta que te pescó dormido. En el
Apocalipsis, 9
aparece un personaje que se llama Apolión, también conocido como Abbadón (nuevamente esto de los alias y los seudónimos), quien resulta un ángel negro, vencido, venido del abismo, ángel derrotado, luciferoso. Su misión, tal como la describe el
Apocalipsis
, es conducir un ejército de langostas que torturarían durante cinco días al género humano. Esta relación nada franciscana con los insectos te fascina.

Tienes los mitos del FBI sumados a las tristezas de Leopardi y a los delirios viejos y testamentistas de la Biblia protestante. El personaje aún no existe, es una sombra.

Buscas la ciudad que lo conoció y cuyo desastroso eco es hoy tu ciudad, Ciudad de México. En los primeros meses de 1921, no solo iba lentamente reemplazando al caballo por el Packard y al alumbrado de gas por la luz eléctrica; no solo se fumaba mejor tabaco y se bebía aguardiente más puro, también se vivían las tensiones de la reorganización industrial post-revolucionaria, los ajustes de cuentas entre los generales triunfantes del Plan de Agua Prieta que habían derrocado a Carranza, y un importante ascenso en las luchas obreras; un movimiento que, tras haber naufragado en sus intervenciones durante la etapa armada de la Revolución Mexicana, sentía que había llegado su hora.

Vas al contexto político y al sindicalismo. Al lado de los rojos de la CGT estaban los sindicalistas corruptos. Morones, su jefe, era un personaje de caricatura francamente apasionante, merecedor, si la dispersión no fuera un vicio, de aparecer al lado de Abbadón y de Giacomo Leopardi en esta crónica insensata. Habría de llegar a ser ministro de Industria y recibiría los apodos, por su gordura, de
la Marrana
y
la Matildona
, visitaría prostíbulos como si éstos fueran su segundo local sindical y usaría tres anillos de diamantes en la mano izquierda. Mexicanidad prepriísta, en suma.

Rastreas las posibles lecturas de San Vicente gracias a un documento ajado que reseña los libros de la biblioteca del sindicato de panaderos donde el personaje solía dormir sobre una banca. Entiendes así su anarquismo principesco (de rígidos principios, no necesariamente de los del príncipe Kropotkin), en nada colaboracionista, muy dado a hacer llamadas al todo o nada, y bastante elemental. Nutrido de la información que podía proporcionar Reclús (Eliseo) en la edición de seis tomos de
El hombre y la tierra
, sobre geografía, humanidad, historia; alimentado con la frase incendiaria de Bakunin y el sentido común e incluso romántico del anarquismo de Malatesta; obrerista, porque Sebastián habría de ver el mundo desde el lado de los que lo trabajan con sus manos.

Podía haber leído, seguro que leía,
Las doce pruebas de la inexistencia de dios
de Sebastián Faure, editadas en un folleto que costaba diez centavos por el Grupo Cultura Racional de Aguascalientes; leía los artículos sobre la esclavitud de la mujer, la higiene sexual y la relación depredadora del hombre con la naturaleza de Federico Urales en la
Revista blanca
de Barcelona, porque la tomaba prestada del local del sindicato de tranviarios donde tenían una suscripción; leía las novelas de Víctor Hugo, en particular
Los miserables
, que la prensa ácrata había puesto de moda; leía horribles poemas del colombiano Moncaleano y
La conquista del pan
del patriarca Kropotkin, quien había muerto el año anterior en Rusia; leía artículos sueltos de Gori y Mella publicados en Cataluña en viejas ediciones de la
Soli
,
Fructidor
o
El Productor
, y se fascinaba con la historia de Espartaco o la geografía de los Balcanes. Leía opúsculos de Ferrer Guardia sobre la escuela moderna y las virtudes de la escuela racional. Sabía de Flores Magón, pero aún no había comenzado la fiebre editorial magonista que colaboró a la educación política de la CGT durante los siguientes años. Cuando terminas de leer todo lo que San Vicente podía haber leído, si se excluye la mala poesía, tu educación sentimental ha mejorado.

Él leía también
El Demócrata
y
El Heraldo de México
, incluso
El Universal
, para enterarse de que la prensa burguesa daba por difunta a la CGT, después de la primera gran cadena de escisiones, deportaciones y represalias. Pero el enemigo se equivocaba y Bakunin desde su tumba en Berna acertaba cuando decía que la fuerza de los anarquistas estaba en «organizar la pasión». Porque la pasión volvía a darle cuerpo a la organización desarticulada por falta de coordinación.

Y Sebastián San Vicente existía porque el personaje dejaba huellas y ecos en otros. Ecos con los que difícilmente se hace historia, pero que permitían ir adivinando, o inventando (que es una manera de adivinar) sus pasos.

Encuentras narraciones de los soviets de Puebla, cuando San Vicente era el principal organizador de la zona, trabajadores que organizan huelgas, patrones que cierran fábricas, obreros armados que en venganza van hacia las haciendas de sus empleadores y las toman al grito de «¡Viva Lenin! ¡Viva la Virgen de Guadalupe!». Lees crónicas maravillosas que cuentan que sacaron al patio de una hacienda un piano y alguien tocaba a Chopin para aquellos obreros descalzos armados con machetes.

San Vicente se perfila. Encuentras una breve referencia sobre su cariño por las putas y su batalla por dignificarlas sin cambiarlas de oficio. El personaje se precisa.

Descubres que uno no es uno, sino sus ecos. Que la única manera de capturarlo es precisar las decenas de ecos que deja tras de sí.

Amalgamas historias, de él y de otros. Construyes personajes secundarios que con su fuerza permiten potenciar el eco del personaje central.

Estás escribiendo una novela bajo la certeza de que la literatura logra lo que la historia no habrá de lograr, que es reconstruir la historia, el sentido de la historia; escribes feliz sintiendo que el personaje que la historia niega en la neblina, la literatura lo rescata usando las virtudes de la propia neblina como material de fondo.

Revisas la lista de teléfonos de Ciudad de México a la búsqueda de los San Vicentes posibles. Una experiencia divertida el tener que explicar a los hijos de un empresario de pompas fúnebres que andas rastreando las huellas de medio siglo de un anarquista español. No has de encontrar nada, pero la experiencia se integra en la novela.

Vuelves a los archivos de la policía política norteamericana y de la policía mexicana, pero ya no a la búsqueda de información, sino a la captura del estilo narrador de los chicos de la ley y el orden. Descubrimientos apasionantes en el lenguaje burocrático; es una delicia la explicación que dan los gendarmes de cómo «fue que fueron» a detener a San Vicente y los obreros los detuvieron a ellos y los desarmaron.

Ángulos, planos, canciones, palmeras en Tampico, marcas de medicinas contra la gonorrea, tranvías de mulas en Ciudad de México.

Ejercicios de imaginación: ¿cómo era la postal que San Vicente envía desde La Coruña? ¿Cómo el sombrero que usaba en Atlixco, Puebla, los días de sol? ¿Cómo eran los días de lluvia tropical vistos por un vasco que adoraba el chipi chipi de la lluvia calabobos del Cantábrico? ¿Qué medicina usaban sus amigas putas contra la sífilis? ¿Quién era el médico que las atendía?

Ejercicios de invención. Narrar es reinventar, recrear, poner en pie las cosas que ya no existen. ¿A quién carajo le importa la realidad? Lo que interesa es la sensación de realidad.

La novela se llamó
De paso
y se publicó en 1987. Terminaba o debería haber terminado, o creo que en algún momento la debiste terminar colocando al final la frase del ensayo que te parecía el epitafio justo del personaje:

«Sebastián San Vicente no tiene una calle que ostente su nombre, y no aparece en los libros de texto».

III

La vida como novela de la historia: en el 96 llegué a San Sebastián para dar una conferencia convocado por Pedro, que es el único lector que conozco que no sólo se ha leído todos mis libros, sino que además me corrige las inexactitudes.

Llovía en San Sebastián y yo tenía frío, pero el público puso el calor en la conferencia y yo volví a ser una persona y no un conferenciante.

Al final de la charla, Pedro me presentó a una muchacha, Socorro, Soko, en medio vasco, que dirigía el Museo de la Marina. Estábamos en un parque, rumbo a uno de los muchos pequeños bares donde se bebe vino y se tapea, en esa ronda interminable y bastante infernal tan a gusto de los vascos. La muchacha me tendió una foto.

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