Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX (18 page)

BOOK: Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX
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«—Es la
San Vicente
—dijo».

Contemplé la foto de una lancha pesquera de unos diez metros, con una rudimentaria caldera en el centro; llevaba como toda identificación el número de matrícula SSF 898, y para la foto dos marineros tristes contemplan a la cámara sentados sobre la lancha, que sin duda está en puerto. Un pie de foto registra que estamos en 1940.

«—¿Y esto?

»—La hemos rescatado para el museo, y como no tenía nombre, los compañeros, que habíamos leído tu novela, decidimos bautizarla como la
San Vicente
. No tendrá nombre de calle ni de plaza, pero tiene nombre de barca en un museo vasco».

Y la muchacha sonrió abiertamente.

Debe de ser que ella también cree en estas formas literarias de hacer justicia.

Más vale hacerlo demasiado pronto

Imágenes para un programa de televisión que nunca fue realizado sobre el suicidio de Adolf Abrámovich Joffe.

1.
Todo es de un blanco intenso y violento. Hay nieve cubriendo la calle. Está sucia. Los hombres golpean las botas contra el suelo para calentarse. Entramos al edificio del Comisariado de Asuntos Extranjeros. Nos abrimos paso a través de una pequeña multitud que bloquea las escaleras, los pasillos. Algunos rostros resultarán vagamente conocidos para el que haya visto fotos de personajes clave de la Revolución soviética; pero esos rostros sólo serán registrados al paso: tensos, ensimismados; tal vez algunos conversan entre sí; otros fuman solitarios: allí estarán Trotski, Rádek, Rakovski, Víctor Serge, Smírnov, Sapronov.

Nuestra mirada y las suyas se cruzan a veces. Desaire, abstracción, pequeños bichitos les roen las entrañas. Algunos rumores llegan hasta nosotros. Al final de un largo pasillo, también saturado de individuos, se encuentra un ataúd negro colocado sobre una gran mesa.

Es un incómodo personaje más en la historia, centro de ella, incluso. Por eso las miradas van y vuelven a este féretro solitario.

Alguien, en medio de los rumores, dice con claridad: «El Comité Central fijó para las dos de la tarde la salida del cortejo». Alguien responde con voz airada: «No marcharemos mientras no lleguen los trabajadores, la salida de las fábricas es mucho más tarde».

Una luz mortecina entra por la ventana iluminando apenas el ataúd.

Alguien debería decir que estamos en noviembre de 1927; como no encuentro manera de introducir indirectamente esta información me veré obligado a superponer un letrero sobre la imagen del féretro solitario donde se lea:
18 de noviembre de 1927
.

Un hombre arroja una colilla al suelo y la pisa. Un nuevo grupo se acerca a los que discuten en las proximidades del ataúd; tienen noticias.

2.
Suena un disparo. Sobre la almohada cae lentamente, muy lentamente, la cabeza de Adolf Abrámovich Joffe. Desfigurado por la muerte, los lentes ladeándose, la sangre brotando de la herida en la sien. Sangre que va manchando lentamente la almohada. Sobre la imagen nuevamente el recurso del letrero que dice:
16 de noviembre de 1927
y que nos permite relacionar esta muerte sucedida dos días antes con el féretro.

3.
El hombre nos mira, parece no tener prisa, parece esperar una señal que no llega. Lo hemos visto morir hace unos segundos, bizquea, tiene una potente barba rizada. Finalmente nos cuenta, en un tono de voz un tanto monótono, casi sin distracciones, a una cámara fijada en el trípode que no vacila ni busca el contexto, tan sólo el rostro y las palabras, que al ser dichas en ruso, obligan a unos subtítulos que las traduzcan; nada de música ni tonterías, nada que distraiga ni enfatice la historia sin adornos:

«Me llamo Adolf. Nací el 10 de octubre de 1883 en Simferópol (Crimea), hijo de mercaderes ricos. Estaba aún en el instituto cuando en los últimos años del siglo se desarrolló en Rusia el movimiento obrero, manifestándose particularmente en la organización de huelgas, con lo que comenzaron las famosas persecuciones de estudiantes. Entré entonces en el movimiento revolucionario y me adherí al Partido Obrero Socialdemócrata ruso. Por eso, al salir del instituto en 1903, estaba considerado como
políticamente sospechoso
y ya no pude entrar en ninguna universidad rusa. Partí para Berlín…».

4.
Exterior del Comisariado de Asuntos Extranjeros. Sobre la nieve, invadiendo la calle, comienza a formarse un grupo. Muchos hombres y mujeres van saliendo del edificio. Muchos más se acercan y confluyen en el centro de la calle. Un hombre saca una bandera roja del interior del abrigo. Otro ata las cintas de bandera a un largo palo. Trotski, que va adquiriendo el centro que las miradas de otros le otorgan, se sube el cuello del delgado abrigo negro. Lleva además un gorro de piel. El ataúd sale del ministerio en hombros de cuatro personas. Al menos un par de millares de hombres y mujeres se han concentrado en la calle. En medio de una luz grisácea y la blancura de la nieve, el ataúd se abre paso entre ellos, como si flotara.

En las primeras filas de la columna que se organiza esta Kristián Rakovski, calvo, de rasgos muy marcados, transmitiendo tensiones; a su lado contrasta Iván Nikitich Smírnov, flaco, rubio, desgarbado. Un grupo de militantes georgianos, de abrigos azules, los flanquea. El ataúd pasa ante ellos. Rostros graves, una cierta tensión, incomodidad, frío, rabia contenida. Rakovski nos mira directamente. Tiene cincuenta y cuatro años. Una mano anónima le pasa un micrófono. Nos habla:

«Soy Kristián Rakovski. Hace dos días los camaradas Trotski y Zinóviev fueron expulsados del partido. Yo mismo, Kámenev, Smilgá y varios más lo fuimos del Comité Central. Centenares de militantes más lo fueron de sus organizaciones de base. El suicidio de Joffe es una forma de protesta contra la manera como se pisotea la democracia bolchevique… Algunas funciones desempeñadas antes por el partido en su conjunto, por la clase en su conjunto, se han convertido ahora en atribuciones del poder, es decir, de tan sólo un cierto número de personas de ese partido y de esa clase... Nos encontramos ante los
peligros profesionales del poder
... No exagero al decir que el militante de 1917 difícilmente se reconocería en el militante de 1927. Se ha producido un cambio profundo en la anatomía y la fisiología de la clase obrera».

5.
La cámara gira velozmente. Se pierde en un abeto nevado, retoma ante el rostro compungido de Víctor Serge que dice: «Tenía un rostro de asirio barbado, de labios poderosos, de mirada desarmante a causa de un duro estrabismo».

6.
Joffe se encuentra sentado ante un escritorio. Está en pijama, lleva una bufanda, se mueve con dificultad, escribe. Su despacho está integrado por una gran mesa sobre la que hay un cuadro de Lenin, estanterías, una cama en una esquina y cerca de la ventana.

Una mano anónima le tiende un micrófono. Nos mira sorprendido, nos lee la carta que ha estado escribiendo. Hay una cierta melancolía en su tono:

«Siempre he creído que el político debe saber retirarse a su debido tiempo, como el actor que abandona la escena, y que más vale hacerlo demasiado pronto que demasiado tarde».

Se detiene, enciende un cigarrillo; la mano le tiembla.

«Hace más de treinta años me adherí a la teoría de que la vida humana solamente tiene sentido en la medida en que se vive y en tanto se viva al servicio de algo infinito. Para nosotros la humanidad es infinita... En esto, y sólo en esto, he visto el sentido de la vida... Creo poder afirmar que ni un solo día de mi vida ha carecido de sentido... Pero ahora parece ser que llega el momento en que mi vida pierde todo su valor, y por consiguiente, me considero obligado a abandonarla, a ponerle fin… El año pasado, como usted sabe, el Politburó me eliminó por completo, como oposicionista, de toda labor política. Mi salud ha seguido empeorando…»

Joffe se levanta. Titubea al moverse como si no controlara sus movimientos. Se lleva las manos a la sien como si le doliera. Va hacia la ventana, un farol hiere suavemente las sombras. Al acompañarlo en sus pasos no hemos podido dejar de ver la pistola sobre la mesa en la que ha estado escribiendo. Es un pequeño revólver Browning de seis tiros.

7.
Son las cuatro de la tarde. Sobre la nieve avanza el cortejo. Deben de ser unas tres mil personas, hay algunas banderas rojas desplegadas. La comitiva desciende por el Gran Teatro y toma la Calle Kropotkin. Se van uniendo trabajadores. Con gravedad, los hombres de la cabeza de la columna comienzan a entonar
La Internacional
.

Serge nos lo describe mientras camina reiterando en cierta manera lo visto:

«Es un cortejo gris y pobre, sin aparato, pero cuya alma está tensa y cuyos cantos tienen una resonancia de desafío».

La multitud se desvanece por un efecto fotográfico, nos quedamos con los ecos de
La Internacional
.

8.
Joffe cuenta su biografía, un plano americano, apenas si gesticula, sólo fuma:

«En 1904, por mandato del Comité Central del Partido Obrero Socialdemócrata ruso, partí para Bakú, llevando las publicaciones ilegales del partido a fin de hacer un trabajo de propagandista.

»En Bakú milité en la organización bolchevique, pero en el curso de ese mismo año, para evitar la detención, tuve que dejar el Cáucaso por Moscú a fin de efectuar las mismas tareas. En esta ciudad me vi muy pronto amenazado de detención y hube de partir a esconderme en el extranjero, donde permanecí hasta los acontecimientos de 1905. Regresé inmediatamente a Rusia y participé en la revolución en diferentes ciudades, primero en el norte del país y luego en el sur. En el momento de la rebelión del acorazado
Potemkín
me encontraba en Crimea y organicé en seguida la evasión de K. Feldman, uno de los dirigentes en el motín, de la prisión militar de Sebastopol. Después de eso tuve que refugiarme de nuevo en el extranjero. En Berlín, tras el Congreso de unificación del POSDR [Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia] de Estocolmo, se me nombró como uno de los cuatro miembros del primer buró en el extranjero del Comité Central.

»En mayo de 1906, por decreto del canciller del imperio alemán, Von Bülow, fui expulsado de Alemania como
extranjero indeseable
y partí de nuevo para Moscú, donde fui perseguido por la policía y me vi de nuevo obligado a refugiarme en el extranjero. Partí para Zúrich...»

9.
La comitiva se acerca al cementerio del monasterio de Novodevichy. En estos momentos rebasa los seis mil hombres y mujeres. Ante el cementerio, una valla de policías y grupos de la GPU bloquean la entrada. Trataran de impedir con empujones que filmemos.

Sapronov, cuarenta años, pelo largo y blanco al viento, recorre las filas: «Calma, camaradas, no nos dejemos provocar. Romperemos la barrera».

Un grupo de policías se adelanta a conferenciar con los hombres que encabezan la comitiva.

La gente se revuelve inquieta en sus lugares.

Un policía dice: «Tenemos instrucciones de que sólo pasen al cementerio veinte personas».

Trotski responde airado: «Entonces tampoco pasará el féretro y los discursos se pronunciarán en la calzada».

Un funcionario del Comité Central se acerca. Ignorándolo, Trotski, Smírnov y Rakovski se reintegran a la cabeza de la manifestación que inmediatamente avanza hacia la reja. Cuando parece inevitable el choque, la policía, tras un titubeo, abre sus filas. La manifestación penetra en el cementerio, el ataúd flotando sobre la multitud, rodeado por las banderas. No hay sonrisas ni gestos de victoria tras este triste triunfo.

Una mano detiene a Trotski que pasa ante nosotros, otra mano anónima le tiende el micrófono. Habla mientras contempla el paso de los manifestantes que desfilan.

«Nos habéis expulsado del Comité Central y del partido, y hemos de reconocer que este paso está de completo acuerdo con la política actual en la presente fase de su desarrollo, o mejor dicho de su degeneración. Este grupo gobernante que está expulsando del partido a centenares y miles de sus mejores miembros, a los más fieles bolcheviques; esta camarilla de burócratas que se atreve a expulsar a bolcheviques como Mrashkovski, Serebriakov, Preobrazhenski, Sharov y Sarkis; camaradas que se bastarían por sí solos para crear un secretariado del partido infinitamente más capacitado y solvente, más leninista que nuestro secretariado actual; esta camarilla Stalin-Bujarin que ha encerrado en las prisiones más herméticas de la GPU a hombres abnegados y admirables como Netchaev, Shtilkold, Vasilev, Schmidt, Fishelev y otros muchos, este grupo de funcionarios que retienen su puesto en la cima del partido por la violencia y la estrangulación de las ideas…».

Ha iniciado su intervención frío, apacible, incluso con una media sonrisa que de vez en cuando interrumpe un gesto amargo; pero se ha ido transfigurando, de sus ojos salen chispas, la voz raspa y hiere, el pelo se levanta por el viento que sopla. A su espalda pasan silenciosos los manifestantes hacia el interior del cementerio, pero sus pasos, marcados con fuerza, hacen temblar levemente la cámara.

«[…] Estos métodos fascistas no son otra cosa que la ejecución inconsciente y ciega de los designios de otras clases. El fin que se persigue es suprimir a la oposición y destruirla físicamente. Ya hay voces preparadas para gritar:
Expulsemos a mil y fusilemos a un centenar para que reine la paz en el partido
. Estas voces proceden de hombres aterrados y dignos de lástima, aunque también diabólicamente ciegos. Es la voz de Thermidor. Los peores elementos, corrompidos por el poder, cegados por el odio burocrático, están preparando el Thermidor con todas sus energías...».

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