Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX (34 page)

BOOK: Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX
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Yo estaba fascinado al oír esa respuesta. Averigüé el nombre del que había hablado y le pedí que me fuera a buscar por la noche. Vino y tuvimos una larga conversación en la que me contó que había un grupo de campesinos que apoyaban lo que decía, pero que los demás tenían miedo. Le pedí que trajera al grupo de los creyentes. Mientras tanto comencé a preparar té. El agua estaba empezando a hervir cuando volvió Chang Ma-an con sus amigos. Eran todos jóvenes campesinos, ninguno de menos de treinta años, pero a juzgar por sus modales y su conversación, todos ellos muy despiertos. Comencé a hablar del movimiento campesino, lo que me parecía la cosa más urgente.

«—Salgo todos los días a hacer propaganda y los campesinos no me hacen caso y no quieren hablar conmigo. ¿Qué debo hacer? —les pregunté.

»—Una razón es que los campesinos no tienen tiempo que perder —dijo Leng-pei—. La otra es que tus discursos son muy complicados. Yo, hay veces que no los entiendo. Además, es que no tienes amigos entre los campesinos. Lo mejor es que fuéramos juntos a la villa una tarde hacia las siete o las ocho. A esa hora se ha terminado el trabajo. Y que trataras de hablar simplemente.

»—Y recuerda, cuando hables en la villa deja de lado el asunto de los dioses y los santos».

No puse objeciones. Cuando mis visitantes se fueron escribí en mi diario: «El éxito no está muy lejos».

III

Comencé a entrar en las casas de los campesinos introducido por mis nuevos compañeros y pronto pudimos celebrar un mitin en el distrito de Chishan. Trabajé con el sistema de preguntas y respuestas y hablé de la esclavitud del campo, de la crueldad de los latifundistas y de los caminos para la liberación. Fue un éxito; me pidieron que en el siguiente mitin llevara un gramófono y pusiera música.

Siguieron otros pueblos y todo funcionaba muy bien; pero encontrábamos una traba, en el momento en que les proponíamos que se unieran a la asociación, los campesinos contestaban:

«—Todo está muy bien, si los otros se unen yo lo haré. »—Si van a esperar que otros lo hagan pasarán mil años antes de que alguien se decida a dar el primer paso. Supongan que muchos campesinos están esperando para cruzar el río por un vado, pero todos tienen miedo y nadie se decide a dar el primer paso. Ninguno podrá cruzar el río. Tenemos que cogernos de las manos y empezar a cruzar. Si uno duda, si uno es arrastrado por la corriente, los otros podrán sostenerlo».

El ejemplo funcionó. Les pedía sus nombres y varios aceptaron darlos; comencé a anotar en un pequeño cuaderno. Pero esto provocó recelo. Resolví no anotar nada. El reclutamiento fue de todas maneras muy lento; aunque la propaganda era eficaz, en un mes no habíamos incorporado a la unión a más de treinta miembros.

Un hecho extraño rompió la inercia del proceso. Actuamos en un conflicto entre dos familias que estaban a punto de acuchillarse porque se acusaban de la muerte de una niña. La intervención de nuestro grupo impidió que la cosa fuera a mayores y al mismo tiempo nos enfrentamos al delegado de los latifundistas que quería intervenir sacándole dinero a ambas familias y casi lo apaleamos. Eso hizo que nuestro prestigio creciera enormemente y comenzaron a adherirse nuevos miembros.

Hicimos nuestras primeras reglas. Ninguno de los miembros de nuestra unión podría tomar en renta la tierra que antes tenía otro campesino, aunque así nos lo propusieran los latifundistas; aquel que cometiera este error sería gravemente multado. Los miembros de la unión frenaban el aumento de rentas y conseguían nuevas tierras a aquellos que eran desplazados. Nuestras acciones impidieron en varios distritos el aumento de las rentas, al evitar la competencia entre los propios campesinos.

No había día o noche en que no realizáramos un mitin en alguna aldea y comenzaron a incorporarse campesinos a la asociación a razón de dos decenas por día; abrimos un dispensario médico en Haifeng y conseguimos que un doctor que simpatizaba con nuestra causa lo atendiera. Creamos una escuela campesina. En principio enseñábamos a los niños rudimentos de aritmética, para que los latifundistas no los engañaran, y los caracteres básicos que daban nombre a cereales e instrumentos de labranza. La escuela tenía su propio sembradío, que los padres de los alumnos aportaban y que era trabajado por los alumnos, sacando de ello para la subsistencia del maestro. Comenzamos con una y pronto había diez escuelas en nuestro territorio.

Además, la unión decidió poner en marcha un programa de reforestación; hubo resistencia entre los campesinos, diciendo que lo único que hacíamos era beneficiar a los propietarios, pero pronto se convencieron de que era en beneficio de los que realmente trabajaban la tierra.

El primero de enero de 1923 fundamos la Asociación de Campesinos de Haifeng con casi cien mil miembros. Asistieron sesenta delegados que representaban a veinte mil familias. Fui elegido presidente en medio de banquetes de pobres (mucho arroz y poco más), sonaban los tambores y címbalos y ondeaba la bandera de la asociación de cuadros rojos y negros.

El centro del congreso estaba en los problemas de organización y dedicamos mucho tiempo a discutir cómo arbitrar los conflictos, cómo hacer que la asociación interviniera justamente amparando a los campesinos en los enfrentamientos con los latifundistas y cómo debía participar en las disputas entre los propios campesinos regulando de la manera más justa las diferencias. Le dimos una gran fuerza al departamento de propaganda y a las escuelas campesinas, gracias al apoyo de los estudiantes.

Sentimos que a pesar del enorme crecimiento no teníamos aún la fuerza para impulsar la demanda que más nos importaba y que hubiera llevado a una guerra abierta con los latifundistas: la reducción de rentas; de manera que se acordó aplazar la demanda por cinco años. Algo había aprendido en este último año, a moverme con cautela. Pero la presión era muy grande y siempre aplicada por latifundistas absentistas que ejercían su poder a través de jueces corruptos, extorsiones, matones alquilados. Levantamos por tanto la demanda de «alto a la corrupción» y decidimos no pagar coimas a policías y funcionarios.

Organizamos un gran festival del año nuevo y prometimos que se haría una Danza del Dragón nunca vista. Cerca de diez mil campesinos se concentraron en una gran explanada frente al templo de Ling Tsu. Tras la música, la danza y el discurso, gritamos: ¡Vivan los campesinos! Un grito simple, pero que no había cruzado los aires de esa región en toda la eternidad, y miles de voces respondieron a mi voz. Habíamos construido un poder.

En febrero de 1923 los latifundistas pasaron a la acción. De alguna manera la actitud prudente del magistrado de Haifeng, que había mantenido una posición neutral, permitió el crecimiento de la organización. Pero más tarde o más temprano habría de suceder, porque nuestra organización crecía sumándose centenares de campesinos todos los días, y nuestra influencia llegaba hasta la región vecina de Lufeng.

Chu Mo era un latifundista que vivía en una casa suntuosa en la ciudad y sin que hubiera razones exigió aumento de rentas. Uno de sus campesinos se negó a pagarlas, influido por las acciones de nuestra asociación. Chu mandó cobradores que amenazaron y golpearon al campesino. Éste apeló a la asociación. No podíamos permitirlo, teníamos que actuar. Me reuní con cinco familias que pagaban rentas a Chu y las convencimos de que abandonaran las tierras. Chu las llevó a juicio. Pero el juez era un viejo compañero de colegio mío que además le debía favores a las asociaciones y excepcionalmente no hizo caso de las demandas del latifundista.

Chu convocó a los terratenientes; quinientos se reunieron en un mitin. Más tarde me enteré de esta reunión y de los argumentos que usaron: «Hemos comprado nuestra tierra con buen dinero y pagamos nuestros impuestos al gobierno y ahora estos criminales de las asociaciones campesinas quieren nuestra tierra y nuestras mujeres y han comenzado a comprar a los jueces para que maltraten a los terratenientes. Si a ese vándalo local de Peng Pai no se le pone en su lugar, sufriremos grandes pérdidas y también el gobierno».

Se formó una sociedad de propietarios llamada Sociedad Protectora de la Industria de Granos. Reunieron cien mil dólares y apelaron en el caso de Mo. El juez se asustó ante las presiones y encerró a los seis compañeros de la asociación. Esperábamos ese movimiento y convocamos de inmediato a las masas. Los activistas de la asociación recorrieron los pueblos y al día siguiente legiones de harapientos campesinos comenzaron a entrar en la ciudad concentrándose en el interior. Tomé la palabra en el mitin subido a un carro de hierba. Dije cosas muy simples: que los seis detenidos eran inocentes y que si no los liberábamos nos estábamos condenando a sufrir su mismo destino. Ofrecí mi vida y mi persona por la de los detenidos, y dije que lo haría gustoso. Era mi responsabilidad y debía asumirla. Otros oradores denunciaron que el dinero de los latifundistas venía de los granos que ellos cosechaban y llamaron a una huelga de rentas. Incluso hubo compañeros que levantaron la voz hablando del reparto de las tierras.

Fui a ver al juez como presidente de la asociación. Estaba muy asustado, atrapado entre dos fuegos, no sabía dónde esconderse. Llovía cuando salí de la casa del juez. Lo había amenazado con quemar las cosechas si no se hacía justicia. Cedió. Poco podía hacer para enfrentarnos contando sólo con una docena de policías mal armados, sobre todo ante aquellas masas que estaban enardecidas. Soltó a los presos. Cuando los detenidos salieron se armó una gran fiesta, comenzaron a volar cohetes por el cielo y la ciudad retumbaba. Los chinos con el ruido asustamos a los demonios del miedo que llevamos dentro. Por eso nuestro pueblo inventó la pólvora.

Le pedí a la multitud que dijera quién era el responsable de la victoria. Unos gritaron mi nombre, otros dijeron que la asociación, otros que los trabajadores. Les dije que sin los seis mil campesinos que estaban allí poco podía hacer un Peng Pai.

IV

Tras la victoria, la asociación se extendió a las regiones de Chao-chou, Puning y Huilai en dos meses. Al inicio del verano de 1923 la asociación llegaba a seis condados y contaba con ciento treinta mil miembros. La oficina central tenía diez cuartos, hacíamos nuestras propias publicaciones, se realizaron estadísticas e investigaciones. Habíamos logrado incluso milagros: a través de las asociaciones neutralizamos a los bandidos locales, que dejaron de robar a los campesinos pobres.

Y entonces un tifón arrasó las costas y las tierras del sur del mar de China. Cuando la inundación cedió, los cuarteles generales de la asociación estaban repletos de un mar humano de dolientes cuerpos. Millares llegaban al día mendigando o narrando horrores.

Hubo una reunión de los cuadros de la asociación. Se tenía miedo de que si se pedía la reducción de rentas, los terratenientes contraatacaran y no tuviéramos fuerza para derrotarlos. Un sector opinaba que se podía pedir la reducción de rentas sólo en los casos extremos en los que las familias hubieran perdido todo, pero se trataba de una proposición absurda; la enorme mayoría de los campesinos habían sido gravemente afectados por las inundaciones. Acordamos levantar la demanda del 30 por ciento de reducción de las rentas, y tuve que poner mi prestigio sobre la mesa para que la demanda no fuera más alta, porque sentía que ir más allá nos llevaría a una confrontación a muerte con los latifundistas. Escribí a Chen, el señor de la guerra de la región, explicándole la terrible situación que se vivía en las aldeas, donde se moría de hambre y enfermedad, y pidiéndole que no creyera en los rumores. Mientras tanto los latifundistas atizaban el fuego.

Hicimos una enorme propaganda e impedimos la recaudación de las rentas en algunas zonas. Los cuadros más débiles se retiraban de la asociación, entre ellos varios estudiantes hijos de latifundistas, como nuestro secretario de educación.

La reacción no se hizo esperar; el 15 de agosto, bajo presión de los poderes latifundistas, el magistrado Wang declaró: «El jefe de los bandidos, Peng Pai, está planeando una revuelta», y ordenó a la policía detener a los campesinos en las calles.

La reacción de nuestra gente fue unánime: los campesinos con palos y piedras dispersaron a la policía y rompieron en las calles la declaración de Wang. El juez pidió refuerzos, se encerró con la policía en el cuartel y comenzó a fortificarlo. Nuestra victoria fue efímera, hasta la noche controlamos la ciudad, veinte mil campesinos se reunieron en un mitin que provocó un gran entusiasmo, pero las tropas de Chen entraron esa noche en la ciudad.

Al día siguiente pasaron a la ofensiva. Las tropas, las bandas de los latifundistas y la policía de Wang atacaron los cuarteles generales de la organización y arrestaron a veinticinco de sus cuadros, incluido el presidente Yang Chi-shan. Tuve que huir saltando por los techos. Esa misma noche propuse que armáramos a los campesinos, pero otros miembros de la asociación me convencieron de que sería un suicidio, que debería hablar con el señor de la guerra y ganar tiempo.

Viaje a Laolung y me entrevisté con Chen Chiu-ming. Le hice tres peticiones: que se liberaran los presos, que se permitiera la reorganización de las ligas y que se redujeran las rentas mientras existiera esa situación de desastre causada por el tifón. El señor de la guerra aceptó devolver la legalidad a la asociación y la reducción de rentas, pero dijo que los presos deberían ser juzgados.

Regresé clandestinamente a Haifeng y me entrevisté con los dirigentes de la asociación. La situación de nuestros presos era terrible; les confiscaban en la cárcel los paquetes de comida, habían destruido nuestro dispensario y no se podía ayudar a los heridos. El ambiente para una insurrección se respiraba, pero no podíamos avanzar solos. Se decidió que viajara a las ciudades para conseguir fondos de apoyo a los presos.

Hice alguna labor en Hong Kong vinculado al partido comunista, pero la mayor parte de mi tiempo la dedique a la causa de los presos. En una de las tantas visitas al Cuartel de Chen para reiterar nuestras peticiones, vi en la antesala de su despacho a los campesinos ricos, los terratenientes, los capitalistas, los funcionarios, los compradores: me di cuenta de que nada tenía que hacer allí. Un montón de tipos con caras redondas, monstruos gordos aullando alrededor de Chen como moscas. Herví de ira. Quise tener una ametralladora en las manos para acabar con ellos. Me fui de Huichow.

Comencé a trabajar en los condados del este de Cantón organizando asociaciones campesinas; me hacía pasar como funcionario de Chen e instalé unas oficinas en Swatow. Allí me enamoré de una joven estudiante, Hsu Yu-ching, de la que poco más tarde tuve una hija. Más tarde, la vida es extraña, viviríamos juntos con mi primera esposa y nuestros hijos.

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