Read Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX Online
Authors: Paco Ignacio Taibo II
El padre del padre del padre de mi madre era italiano. Sólo sé de él que era marino. A mediados del siglo pasado naufragó en las costas del mar Cantábrico en el norte de España, enamoró a una mujer, la dejó embarazada y desapareció. Su hijo, años más tarde, embarazó a otra mujer y huyó también. Esta segunda mujer murió en el parto y su hijo Adolfo, mi abuelo, creció en un hospicio, del que salió en la juventud para ser marinero.
Mi madre se cambió el apellido paterno durante la adolescencia intercalando una h, convirtiendo el Maojo en Mahojo.
No era la primera vez que el apellido cambiaba; antes de ser Maojo, había sido Malochio. Mi bisabuelo había sido el hijo sin padre de un tal Malochio, «mal de ojo», el apodo del italiano original.
Mi madre fue contrabandista de ropa infantil en los años sesenta, oficio del que siempre me sentí muy orgulloso y que años más tarde descubrí que había heredado de su padre, quien a su vez lo había heredado de su abuelo, el italiano. Adolfo, mi abuelo, siendo capitán de marina mercante en la década de los treinta se dedicaba al contrabando de encajes de Brujas y Malinas, azúcar de caña refinada y licores. Una vez escuché a un viejo marinero, en el barrio gijonés de Cimadevilla, contar admirado una de sus hazañas: aquella en la que el capitán contrabandista Adolfo Maojo, cuando a punto de ser capturado por los carabineros con una carga de azúcar en las cercanías de la costa (en aquella época el gobierno español protegía impositivamente el azúcar local hecho de remolacha, de más baja calidad y más caro que el de caña de azúcar), comenzó a alimentar las calderas de su barco con el polvo blanco, y los fogoneros palada va palada viene a las calderas, dejando el vapor tras de sí un potente penacho de humo negro con olor a melaza y caramelo, con el que entró orgullosamente en el puerto de Gijón burlando a los guardianes del Estado y haciendo las delicias de los niños.
En 1934 mi abuelo Adolfo se dedicó al contrabando de pistolas belgas para los grupos de la juventud anarcosindicalista que preparaban la revolución. Fue descubierto y detenido cuando, en un registro domiciliario, la policía encontró decenas de pistolas en la caja donde se enrollaba una gran persiana de madera. En el cuartel de la Guardia Civil fue torturado para que confesara a quién iban destinadas las armas. Durante una semana lo ataron a una mesa, lo descalzaron y le apalearon las plantas de los pies. Se declaró contrabandista de armas, pero según las actas, jamás dijo a quién iban destinadas. Tuvo que ser llevado en brazos a su casa días más tarde. Era un contrabandista con principios y por él jamás habría de saberse el nombre de sus clientes.
Durante la guerra civil se incorporó a la marina de guerra roja y tripuló un pequeño
bou
, un pesquero de veinticinco metros artillado, el
José María Martínez
, que hacía incursiones en la costa gallega para romper el bloqueo del ejército franquista, dedicándose fundamentalmente a infiltrar guerrilleros y robar vacas para mejorar la alimentación del ejército miliciano. En una de esas incursiones, una noche de enero, su buque fue atacado por un destructor y hundido.
Mi madre conserva de su padre una sola foto, en la que mi abuelo sonríe, y también recuerda que una vez le trajo de regalo de Reyes unas botas de plástico cuando el plástico no existía, y una muñeca rusa.
Yo reconstruyo la historia familiar repleto de amores por los míos, y como siempre ya no sé cuánto es verdad y cuánto leyenda familiar, material del que se construyen las tribus como la nuestra. Y retorno al marino Malochio, el contrabandista original, mientras en el recuerdo se me mezcla con la historia de otro italiano: Malalengua o Malaboca, lo llamaban.
Hubo una guerra en España.
Siempre me la contaron, siempre la he leído como nuestra guerra. Sus canciones cruzaron generaciones y sesenta años después del cerco de Madrid mi hija las canta con su abuelo y las cantamos cuando la tribu se reúne, y con el quinto quinto quinto, con el quinto regimiento, aúlla Sepúlveda y el Arpaía; y Laura Grimaldi y Tropea se saben la letra de la fonda donde se reparte metralla, y los cuatro generales que se han alzado que se han alzado muy serio canta el Gordo Chavarría. Y Paloma recuerda que con las bombas se hacen, mamita mía, tirabuzones, las madrileñas.
Fue la guerra de los libres contra todo lo demás: latifundistas, clero oscurantista, generales, tropas profesionales, aviones de Hitler, blindados de Mussolini, falangistas y requetés.
Y los nuestros eran los ejércitos populares, y el frente, el último frente antifascista. Luego habríamos de conocer la complejidad de las historias, los matices; pero aun así seguiría siendo nuestra guerra.
En julio de 1936 se alzaron los generales y tras una semana de retorcidos engaños y maniobras, combates callejeros, indecisiones y definiciones, se podía establecer un mapa político del país: las grandes capitales, Madrid, Barcelona, Valencia, estaban en poder de la República, que conservaba Aragón, el País Vasco, la costa de Levante y Asturias con la excepción de Oviedo. Galicia, Navarra, parte de Andalucía, Extremadura, parte de Castilla y el territorio de Marruecos donde se aposentaba el viejo ejército colonial, estaban en manos de los militares.
A fines del 36, Madrid, su defensa o su conquista, se había vuelto el centro de la guerra. Una intervención alemana mínimamente enmascarada y una potente intervención italiana daban a los militares sublevados la ventaja; el fascismo se la jugaba en el gran tablero de ajedrez europeo. La República contaba con un limitado apoyo de franceses y soviéticos y con las Brigadas Internacionales constituidas por voluntarios antifascistas del mundo entero. En diciembre se dio la primera batalla por la defensa de Madrid, luego la batalla del Jarama y más tarde la toma de Málaga por los fascistas, en la que intervino un potente cuerpo expedicionario italiano.
En junio de 1965 mi madre se fue al Sanatorio Español de Ciudad de México para tener a su tercer hijo. Los trabajos del parto se adelantaron durante más de un mes porque se le había roto la bolsa del agua y se vio obligada a permanecer en reposo en el pabellón de maternidad, a la espera del nacimiento del que sería mi hermano Carlos.
El Sanatorio Español es una extraña isla en medio de una ciudad alucinada, incluso en aquellos años más apacibles; en las estribaciones de la colonia Polanco, un barrio de clases altas y dineros surgidos del comercio y la usura, por un lado, y haciendo frontera con una zona industrial de armadoras de automóviles y empresas cerveceras. Está rodeado de una enorme barda de ladrillos y tiene en su interior, desperdigados en medio de un enorme jardín, muchos pabellones aislados entre sí. La vida tiende a volverlos islas, y a ignorar que a treinta metros del alborozo de la maternidad, está el pabellón de los enfermos terminales.
Yo tenía quince años y muchos libros aún por devorar, y aprovechaba las largas tardes a la espera de que mi hermano naciera para pasear por los parques, leer y fumar en pipa, un vicio medio pendejo, pero interesante en materia de estética, e incluso del olor del tabaco que dejabas a tu espalda. Yo pensaba que fumar en pipa me daba el tan importante aire de futuro escritor que en aquella época, a falta de escribir, necesitaba.
Vagando encontré a Eusebio Carranza, que se escapaba de unas monjas, y que a pesar de que tenía una tuberculosis muy avanzada quería morir fumando. Carranza debería de tener entonces cerca de los sesenta y cinco años. Yo le suministraba cigarrillos a escondidas y él me daba algo mucho más importante, me contaba historias. Pequeño, con una bata gris con cuyo cinturón suelto siempre tropezaba y un pijama azul claro mal abotonado, tenía una mirada terrible, que cuando se fijaba en ti asustaba, hasta volverse lentamente una mirada cariñosa, conforme se le iba debilitando el foco y pasabas de ser el enemigo a ser aliado borroso. Era uno de esos narradores esenciales, que son capaces de poner el adjetivo clave en medio de los recuerdos, la metáfora que se queda en la cabeza muchos años más tarde y retorna a explicar muchas cosas; fumábamos, jugábamos al ajedrez y me contaba historias. Yo debería ser el único interlocutor interesante que tenía por ahí, porque sus hijos no lo visitaban (había una extraña historia de terribles, verdaderamente terribles, rupturas familiares que lo habían dejado aislado y de la que nunca me explicó gran cosa). Eusebio, tras cerciorarse de que yo era de izquierda, después de un agotador interrogatorio en el que tuve que confesar que creía en las virtudes del socialismo y que certificaba la existencia de la lucha de clases, me contó la batalla de Guadalajara.
A sesenta y cinco kilómetros de Madrid, sobre la carretera del noreste que iba de Zaragoza a Francia, el sector del frente de Guadalajara había sido muy pasivo en los últimos meses; apenas si se habían producido algunas escaramuzas en diciembre del 36, cuando la primera gran ofensiva contra Madrid. Era tan tranquilo que entre las líneas enemigas se canjeaban periódicos y cigarrillos.
La batalla del Jarama había dejado extenuadas a las fuerza republicanas y algunas brigadas, que con un 50 por ciento de bajas se reponían en pueblos entre Alcalá de Henares y Madrid, no esperaban ser las protagonistas de la futura historia; entre ellas estaba la XII Brigada Internacional dirigida por un húngaro que había combatido en la Revolución de Octubre, el mítico general Lukács, y cuyo comisario político, el alemán Gustav Regler, había de mostrarse como un soberbio escritor. Estaba integrada fundamentalmente por el Batallón Garibaldi, que reunía a los italianos antifascistas de las brigadas y un grupo internacional de caballería eslavo; para la futura batalla deberían anexarse dos batallones españoles al Garibaldi. Los italianos de la XII venían de todos los rincones del planeta, un exilio nutrido por la persecución que había producido la dictadura de Mussolini. El exilio antifascista había aportado a sus hombres desde París y Bruselas, pero también de Los Ángeles y Nueva York, de Argentina, África y Australia.
El día 8 de marzo la aviación republicana detectó un sorprendente avance en un amplio frente por la carretera de Sigüenza a Guadalajara, un altiplano con un espeso bosque a mitad de camino. Tres columnas motorizadas con tanques y camiones progresaban en abanico. Los rumores habían estado hablando de una potente concentración del cuerpo expedicionario italiano, el CTV, que había intervenido con éxito apoyando a Franco y a los generales en la reciente batalla de Málaga. Efectivamente, Mussolini quiere ganar la guerra de España. Si Franco y sus tropas de élite se estrellan contra Madrid, estrategia a la distancia, con el ejército fascista italiano que se ha probado en las guerras coloniales, podrá romper el empate.
A mediados de febrero el CTV italiano dejó las posiciones de Málaga a reservas españolas y se movilizó para lo que habría de ser su operación gloriosa, la ruptura del frente al noreste de Madrid y la toma de la capital. Los expedicionarios italianos contaban con cuatro divisiones blindadas y dos mixtas bajo el mando del general Roatta; 250 tanquetas Fiat Ansaldo, 1.300 camiones.
El trabajo de reorganización ha sido muy serio, pero abunda el exceso de confianza. La línea de frente que atacarán y que forma parte de la defensa global de Madrid está cubierta por posiciones fijas bastante pobres, con algunos nidos de ametralladoras. El avance italiano anticipa una ruptura del frente en Mirabueno y un despliegue por carreteras y caminos secundarios para abrirse paso hacia Guadalajara. Dos divisiones y los cuerpos de artillería intervendrán en la acción y se mantienen otras dos en reserva para un segundo empujón; noventa aviones con la misión de obstaculizar la llegada de refuerzos republicanos van a participar en la operación. La orden del día de Roatta es en extremo eufórica: «Domani a Guadalajara, dopo domani a Alcalá de Henares e tra due giorni a Madrid».
Durante cuarenta minutos un ataque de artillería señala el inicio de la ofensiva que se produce en un terreno enfangado y bajo un frío extremo.
Sorprendentemente, el día 8 fracasa la ruptura del frente; las fuerzas republicanas se quedan sin municiones y en algunos sectores contraatacan a la bayoneta. Se producen repliegues, pero ordenados. Pero la presión de la fuerza fascista es tremenda, el segundo día el frente se rompe. La situación para la República es terrible, los refuerzos que se pueden enviar ponen la situación en diez mil contra cincuenta mil.
El mando republicano, que sabe que en esta operación se juega el destino inmediato de la guerra, envía a sus mejores tropas, a las XI y XII Brigadas Internacionales y las divisiones de Líster, Mera, Galán y Nanetti. Son fuerzas que se estaban reponiendo de combates, en proceso de reorganización y que avanzan por carreteras, bajo la lluvia, la nieve y los bombardeos.
Pese a lo que dice el mito, mi mito, nuestro mito, los internacionales no eran inmunes al desaliento; en los primeros días del 37, tres docenas de ellos se fueron a Francia. No tenían en España ni familia, ni cartas, ni nombre, ni retaguardia, ni hijos, ni pasado. Sólo seudónimos y los recuerdos de una guerra terrible que ya no parecía tan romántica como en las primeras semanas.
El día 9 los refuerzos republicanos buscan el contacto en medio de un frío terrible, una nieve enfangada. Lukács, al mando de los internacionales, ha tenido una extraña conversación con Aldo Barontini, que dirige provisionalmente el Batallón Garibaldi ante la ausencia de su jefe: ¿Combatirán contra italianos? Desde luego, estamos ansiosos de combatir contra los fascistas. ¿Respetarán a los prisioneros? Claro, es más, los recuperaremos y los uniremos al Garibaldi.
El encuentro se produce en la tarde del 9 en que la XI Brigada Internacional desarrolla pequeños ataques para frenar la velocidad del ataque italiano. Gustav Regler escribe: «Todas nuestras batallas habían comenzado de la misma manera, en el caos». La división fascista Fiamme Nere llega hasta el palacio Ibarra, una serie de edificaciones en medio del bosque, restos de una posesión aristocrática y señorial. Bajo su presión los alemanes internacionales del batallón Thaelman se repliegan. En la mañana del 10, en las afueras de Brihuega, los garibaldinos chocan contra la vanguardia de los italianos y hacen sus primeros prisioneros.
Está nevando nuevamente en la mañana del 11 de marzo. Por primera vez en la guerra, la República tiene control en el aire, los campos de aviación de los fascistas están inutilizados por el barro, los republicanos que salen de las afueras de Madrid y de Alcalá de Henares pueden despegar sus aviones y hostigar el avance de las columnas blindadas italianas. El ataque central entre Trijueque y Torija es detenido. El 12 lo intentan de nuevo y nuevamente son frenados por las tropas republicanas. Hans Beimler señalaba que «entre la derrota y el clima, los estamos desmoralizando».