Albert Speer (24 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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En sus monólogos, Hitler afirmaba con frecuencia que su imaginario político, artístico y militar constituía una unidad que ya se había forjado con todo detalle entre los veinte y los treinta años. En su opinión, aquella época de su vida había sido la más fértil en el aspecto espiritual: lo que ahora planeaba y creaba no era sino la realización de sus ideas de entonces.

Por ejemplo, tenían gran importancia los sucesos de la Primera Guerra Mundial. La mayoría de los invitados había tenido ocasión de vivirla personalmente. En alguna ocasión Hitler había estado atrincherado frente a los ingleses, cuya valentía y tenacidad respetaba, si bien también se burlaba de muchas de sus peculiaridades. Así, afirmaba con ironía que los ingleses tenían la costumbre de hacer un alto el fuego exactamente a la hora del té, por lo que él, como enlace, hacía sus recorridos a esa hora sin correr ningún riesgo.

Durante las tertulias de 1938 no expresó pensamientos revanchistas al hablar de los franceses; afirmaba que no quería plantear de nuevo la guerra de 1914. Opinaba que no merecía la pena emprender una nueva guerra por un territorio tan insignificante como Alsacia-Lorena. Además, los alsacianos habían perdido de tal forma su carácter a consecuencia del continuo cambio de nacionalidad, que no representaban ganancia alguna ni para unos ni para otros; era mejor dejarlos como estaban. Hitler partía, naturalmente, de la premisa de que Alemania podía expandirse hacia el Este. La valentía que los soldados franceses mostraron durante la Primera Guerra Mundial lo había impresionado; sólo el cuerpo de oficiales era afeminado:

—Con oficiales alemanes, las tropas francesas serían magníficas.

Aunque no rechazaba el pacto con Japón, más bien cuestionable desde el punto de vista racial, Hitler adoptaba una actitud reservada a ese respecto a largo plazo. Siempre que tocaba el tema, expresaba aflicción por haberse aliado con la raza «amarilla». Sin embargo, opinaba que nadie podía reprochárselo, ya que también Inglaterra había conseguido movilizar a Japón contra las potencias centrales durante la Primera Guerra Mundial. Hitler consideraba a Japón un aliado con categoría de potencia mundial, de lo que no estaba muy convencido en el caso de Italia.

Según Hitler, los americanos no habían destacado mucho durante la guerra de 1914-1918 ni habían hecho grandes sacrificios de sangre. Ciertamente, no resistirían una prueba que exigiera un arduo esfuerzo, pues su valor combativo era escaso. De hecho, no existía un pueblo americano entendido como una unidad; no era sino un conglomerado de emigrantes de muchos pueblos y razas.

Fritz Wiedemann, en su día asistente de regimiento y superior jerárquico de Hitler, al que después el propio Hitler, con evidente falta de tacto, había convertido en su asistente, intentó convencerlo para que se celebraran conversaciones con América. Enojado por aquella oposición, que transgredía la ley no escrita de las sobremesas, Hitler lo destinó a San Francisco en calidad de cónsul general:

—Que se cure allí de sus ideas.

En las conversaciones de sobremesa no participaba ningún hombre de mundo. El círculo que se reunía en aquellas ocasiones nunca había traspasado las fronteras de Alemania. En la mesa de Hitler, el hecho de que alguno de los comensales hubiera hecho un viaje de placer a Italia se consideraba un acontecimiento y bastaba para que se reconociera al viajero experiencia internacional. Tampoco Hitler había visto nada del mundo ni había adquirido los conocimientos necesarios para comprenderlo. Además, los políticos del Partido que lo rodeaban no tenían, por lo general, instrucción superior. De los cincuenta jefes nacionales y regionales, la élite de la jefatura del Reich, sólo diez tenían título universitario. Algunos se habían quedado atascados en los estudios superiores, mientras que la mayoría no había pasado del instituto. Casi ninguno de ellos había destacado significativamente en ningún campo; casi todos evidenciaban una sorprendente falta de curiosidad intelectual. Su nivel de formación no respondía en modo alguno a las expectativas que uno podría tener respecto a la selección de los líderes de un pueblo con un nivel intelectual tradicionalmente elevado. En el fondo, Hitler prefería que los colaboradores que formaban su entorno inmediato tuvieran el mismo origen que él; es probable que se sintiera más a gusto entre ellos que en cualquier otro ambiente. En general le gustaba que sus colaboradores tuvieran alguna tara. Hanke opinó un día:

—Siempre es una ventaja que los colaboradores tengan defectos y que sepan que su superior los conoce. Por eso el
Führer
cambia tan raramente de colaboradores, pues con ellos le resulta sencillísimo trabajar. Casi todos tienen su punto flaco, y eso le ayuda a mantenerlos a raya.

Las taras consistían en conductas inmorales, antepasados lejanos de origen judío o poco tiempo de pertenencia al Partido.

No era raro que Hitler se extendiera en consideraciones sobre el error que suponía, en su opinión, exportar ideas como la del nacionalsocialismo. Esto sólo podía fortalecer a los otros pueblos y, por consiguiente, debilitaría nuestra posición. Por eso incluso lo tranquilizaba que los partidos nacionalsocialistas de otros países no contaran con un caudillo que estuviera a su altura. A Mussert y Mosley los consideraba unos imitadores que nunca habían tenido una idea original o nueva. No hacían sino copiar servilmente nuestros métodos, decía, y eso no los llevaba a ningún sitio. Cada país ha de partir de sus propias premisas y determinar sus métodos de acuerdo con ellas. Aunque tenía a Degrelle en mayor estima, tampoco esperaba gran cosa de él.

La política era para Hitler una cuestión de conveniencia. Decía, por ejemplo, que su libro de confesiones
Mi lucha
había sido más bien inoportuno, que no debería haber establecido su postura con tanta antelación, lo que me hizo abandonar mis infructuosos intentos de leerlo.

Cuando, después de conquistar el poder, la ideología pasó a un segundo término, fueron sobre todo Goebbels y Bormann los que lucharon contra el aburguesamiento y la superficialidad del programa del Partido. Siempre intentaban radicalizar ideológicamente a Hitler. A juzgar por sus discursos, no hay duda de que también Ley pertenecía al círculo de los ideólogos «duros», pero no tenía bastante personalidad para que su influencia fuera efectiva. Himmler, por su parte, continuó con sus extravagancias, compuestas de fe en la raza germánica primigenia, elitismo y unas ideas más bien propias de las tiendas de productos dietéticos, que en conjunto comenzaron a adquirir unas singulares formas seudorreligiosas. Junto con Hitler, Goebbels era quien más ridiculizaba sus aspiraciones, aunque, ciertamente, el mismo Himmler contribuyó a ello con su obcecación. Por ejemplo, cuando los japoneses le regalaron una espada de samuray, descubrió afinidades entre los cultos japoneses y germánicos y, con la ayuda de especialistas, trató de ver cómo podían reducirse estas afinidades a un denominador común de tipo racial.

A Hitler le interesaba mucho de poder asegurar a su Reich, a la larga, una descendencia adecuada. Ley, a quien Hitler confió la organización del sistema docente, había creado las «escuelas Adolf Hitler» para niños y las «Escuelas de Mandos» para la formación superior; aunque estaban dirigidas a constituir una élite bien preparada profesional e ideológicamente, lo más probable es que, de haberse mantenido el sistema, los individuos educados en aquellas instituciones sólo habrían sido aptos para desempeñar cargos en la administración burocrática del Partido, habrían vivido de espaldas a la vida real debido a los años de juventud pasados en clausura y habrían alcanzado unos niveles insuperables de arrogancia y engreimiento respecto a sus propias capacidades, como ya empezaba a verse. Es revelador que los altos funcionarios no llevaran a sus hijos allí. Ni siquiera un fanático del Partido como el jefe regional Sauckel permitió que ninguno de sus numerosos hijos siguiera ese camino. Y también es significativo que el propio Bormann enviara a uno de los suyos a estas escuelas como castigo.

Bormann opinaba que la lucha contra la Iglesia era imprescindible para activar la relajada ideología del Partido, y él se dedicaba a impulsarla, como no dejaba de repetir durante las tertulias. Las vacilaciones de Hitler al respecto no llegaban a ocultar que prefería dejar también este problema para un momento más propicio, pues aquí, en este entorno masculino, se expresaba de manera más brutal y franca que en el círculo del Obersalzberg.

—Cuando haya solucionado las otras cuestiones —decía a veces—, saldaré mis cuentas con la Iglesia. Y se va a quedar de piedra.

Pero Bormann no quería demorar el asunto. El ponderado pragmatismo de Hitler no casaba con su manera de ser, brutalmente directa. Aprovechaba cualquier ocasión para conseguir sus propósitos; incluso durante las comidas, quebrantaba el tácito acuerdo de no sacar a relucir temas que pudieran echar a perder el humor de Hitler. Había desarrollado una técnica propia para tales embestidas: primero dejaba que uno de los comensales abriera el fuego, haciéndole relatar en voz alta los sermones revolucionarios pronunciados por tal o cual sacerdote u obispo, hasta que Hitler se mostraba interesado y comenzaba a pedir detalles. Bormann replicaba que había ocurrido algo desagradable y que no quería molestar con ello a Hitler durante la comida. Hitler continuaba indagando y Bormann simulaba exponer su informe a regañadientes. El acaloramiento progresivo de la cara de Hitler hacía tan poca mella en él como las coléricas miradas de los demás. En algún momento sacaba un acta del bolsillo y comenzaba a leer pasajes de un sermón subversivo o de un mensaje de la Iglesia. Al escucharlo, Hitler solía excitarse de tal manera que comenzaba a chasquear los dedos (señal inequívoca de su enojo), interrumpía la comida y anunciaba que más tarde se tomaría el desquite. Prefería soportar el descrédito y la cólera del extranjero que la resistencia interior. Y el hecho de no poder sofocarlas en el acto lo sacaba de quicio, a pesar de que por lo general sabía dominarse muy bien.

• • •

Hitler no tenía sentido del humor. Dejaba que fueran otros los que dijeran las agudezas, mientras él se reía a más no poder; llegaba a retorcerse literalmente de risa; a veces tenía que enjugarse las lágrimas que le brotaban a causa de tales estallidos de hilaridad. Le gustaba reír, pero en el fondo siempre a costa de los demás.

Goebbels tenía una refinada habilidad para entretener con sus chistes a Hitler y menoscabar al mismo tiempo a los que rivalizaban con él por el poder. Una vez relató lo siguiente:

—Las Juventudes Hitlerianas nos han pedido que publiquemos una noticia en la Prensa con motivo del vigésimoquinto cumpleaños de su jefe de Estado Mayor, Lauterbacher. Les he enviado un borrador diciendo que Lauterbacher lo celebró «en plena posesión de sus facultades físicas y mentales». Desde entonces, no hemos vuelto a saber de él.

Hitler se rió a mandíbula batiente. Y Goebbels, con esta breve ocurrencia, logró desacreditar a la presuntuosa jefatura de las Juventudes mucho mejor que con largas explicaciones. Por otra parte, Hitler hablaba constantemente de su juventud a los que asistían a la sobremesa, y siempre valoraba positivamente la severidad de su educación.

—Mi padre solía darme grandes palizas. Pero creo que eran necesarias, y también que me han ayudado.

Wilhelm Frick, ministro del Interior, intervino entonces con voz enojada:

—Y por lo que se ve,
mein Führer
, es verdad que le sentaron muy bien.

A su alrededor se hizo un silencio mortal. Frick trató de salvar la situación:

—Quiero decir,
mein Führer
, que por eso ha llegado usted tan lejos.

Goebbels, que tenía a Frick por un completo mentecato, comentó sarcásticamente:

—Algo me dice, mi querido Frick, que a usted de pequeñito no lo pegaron nunca.

Walter Funk, ministro de Economía y presidente del Banco del Reich, contaba las locuras que Brinkmann, su vicepresidente, consiguió realizar impunemente durante meses, hasta que fue declarado enfermo mental. Funk no sólo pretendía divertir a Hitler, sino darle a conocer ciertos acontecimientos que sabía que tarde o temprano llegarían a su oídos: Brinkmann había invitado a las mujeres de la limpieza y a los botones del Banco de Reich a un gran ágape en la sala de banquetes de uno de los mejores hoteles de Berlín, el Bristol, y al acabar había estado tocando el violín. Lo de confraternizar con el pueblo encajaba con las aspiraciones del régimen; sin embargo, lo que Funk dijo a continuación, en medio de las carcajadas de los invitados, sonaba más grave:

—No hace mucho se plantó frente al Ministerio de Economía, en Unter den Linden, sacó un gran fajo de billetes recién impresos de la cartera (como ustedes saben, los billetes llevan mi firma) y empezó a distribuirlos entre los transeúntes a la vez que decía: «¿Quién quiere uno de los nuevos Funk?».

Poco después, siguió relatando Funk, la locura de Brinkmann se hizo patente. Convocó a todos los empleados del Banco del Reich y les ordenó:

—Los que tengan más de cincuenta años, que se pongan a la izquierda; los más jóvenes, a la derecha. —Entonces, dirigiéndose a uno de los que estaban a la derecha, le preguntó: —¿Cuántos años tiene usted?

—Cuarenta y nueve, señor vicepresidente.

—Pues entonces, a la izquierda. Todos los que están a la izquierda serán jubilados inmediatamente, y con pensión doble.

Hitler Lloraba de risa. Cuando logró contenerse, monologó sobre lo difícil que resultaba en ocasiones reconocer a un enfermo mental. Por medio de este rodeo, Funk había logrado prevenir de forma inocua una posibilidad: Hitler aún no podía saber que el vicepresidente del Banco del Reich, con derecho a firma, había extendido en su delirio un cheque de varios millones a nombre de Göring, cheque que el «dictador de la economía» no tuvo ningún reparo en cobrar. Por ello, Göring se vio forzado a combatir con todos sus medios la teoría de que Brinkmann no fuera responsable de sus actos. Era de esperar que también hablara en este sentido a Hitler. Sin embargo, la experiencia había demostrado que el primero que lograba despertar en Hitler una idea determinada tenía ganada media partida, pues si manifestaba una opinión, le desagradaba mucho volverse atrás. Aun así, Funk tuvo dificultades para que Göring le devolviera aquellos millones.

Rosenberg era el blanco preferido de las bromas de Goebbels; le gustaba calificarlo de «filósofo del Reich» y contar anécdotas que lo rebajaran a los ojos de los demás. En este caso, Goebbels podía estar seguro de obtener la aprobación de Hitler, por lo que trataba el tema con tanta frecuencia que sus relatos parecían formar parte de una obra de teatro en la que diversos actores esperaran el momento de salir a escena. Casi se podía estar seguro de que al final intervendría Hitler con estas palabras:

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