Albert Speer (10 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Mientras que algunos meses antes todavía me entusiasmaba la perspectiva de proyectar y construir, ahora estaba completamente cautivado por Hitler, atrapado por él incondicionalmente, sin poderme liberar; habría estado dispuesto a seguirlo a todas partes. Sin embargo, estaba claro que lo único que él pretendía era procurarme una gloriosa carrera de arquitecto. Décadas después leí, en la prisión de Spandau, las palabras de Cassirer sobre los hombres que por propia iniciativa desdeñan el mayor privilegio del ser humano, el de ser dueños de sí mismos.
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Ahora yo era uno de ellos.

• • •

Dos fallecimientos ocurridos en el año 1934 marcaron la esfera privada y estatal: Troost, el arquitecto de Hitler, murió el 21 de enero tras unas semanas de grave enfermedad, y el 2 de agosto falleció Von Hindenburg, el presidente del Reich: esa muerte abría a Hitler el camino hacia el poder absoluto.

El 15 de octubre de 1933, Hitler puso solemnemente la primera piedra de la Haus der Deutschen Kunst en Munich. Dio los golpes necesarios con un delicado martillo de plata que Troost había diseñado para la ocasión. El martillo saltó en pedazos. Cuatro meses después, Hitler nos dijo:

—Cuando se rompió el martillo, pensé: «¡Esto es un mal presagio! ¡Algo va a ocurrir!». Y ahora ya sabemos por qué se rompió el martillo: el arquitecto tenía que morir.

Con aquellas palabras daba prueba de su superstición, de la que fui testigo muchas otras veces.

La muerte de Troost también supuso una grave pérdida para mí. Precisamente se estaba iniciando entre nosotros una estrecha relación de la que yo esperaba mucho, tanto en el aspecto humano como en el artístico. Funk, subsecretario de Goebbels en aquel tiempo, era de otra opinión: el día de la muerte de Troost me lo encontré en la antesala del ministro fumando un enorme puro con cara de satisfacción:

—¡Lo felicito! ¡Ahora el primero es usted!

Yo tenía veintiocho años.

CAPÍTULO V

MEGALOMANÍA EDIFICATORIA

Durante un tiempo pareció como si el propio Hitler fuera a hacerse cargo del despacho de Troost. Lo inquietaba que los proyectos pudieran desarrollarse sin la necesaria sintonía con las ideas del difunto:

—Lo mejor será que me ocupe personalmente de todo —opinaba.

A fin de cuentas, aquel propósito no era más peregrino que el de asumir el Alto Mando del Ejército, como haría posteriormente.

No hay duda de que durante unas semanas se sintió tentado por la idea de dirigir un taller de arquitectura bien organizado. Durante el viaje a Munich, para prepararse, hablaba de algún anteproyecto o hacía bocetos, y unas horas después se sentaba a la mesa de dibujo del jefe del despacho y se dedicaba a corregir planos. Pero este hombre, Gall, un muniqués sencillo y honrado, defendió con inesperada tenacidad la obra de Troost, no se avino a aceptar los dibujos de Hitler, al principio muy detallados, y los hizo mejor que él.

Hitler no tardó en depositar su confianza en Gall y renunció tácitamente a sus propósitos. Había reconocido la valía de aquel hombre. Al cabo de algún tiempo también le confió la dirección del taller y le hizo encargos suplementarios.

Hitler continuó manteniendo una estrecha relación con la esposa de su difunto arquitecto, a la que lo unía desde tiempo atrás una gran amistad. Era una mujer de buen gusto y de carácter, que defendía sus propias opiniones, a menudo caprichosas, con mucha más tenacidad que la mayoría de hombres que ostentaban cargos oficiales Defendía la obra de su fallecido esposo con amarga y a veces excesiva vehemencia, por lo que muchos la temían. Combatió a Bonatz, que fue lo bastante imprudente como para pronunciarse abiertamente contra la reforma de Troost de la Königsplatz de Munich; también se revolvió con dureza contra los arquitectos modernos Vorhölzer y Abel, coincidiendo con Hitler en todos los casos. Por otra parte, ponía a Hitler en contacto con arquitectos muniqueses que ella elegía, rechazaba o alababa a artistas y acontecimientos artísticos, y pronto, dado que Hitler le hacía caso, llegó a convertirse en una especie de juez artístico de Munich. Por desgracia, no lo fue en pintura. Aquí Hitler había dejado a cargo de su fotógrafo, Hofmann, la primera inspección de los cuadros que debían incluirse en la «Gran Exposición Artística», que se celebraba una vez al año. La señora de Troost criticaba con frecuencia la parcialidad de la elección, pero como Hitler no daba su brazo a torcer en este terreno, pronto renunció a tomar parte en las inspecciones. Cuando yo deseaba regalar pinturas a mis colaboradores, encargaba a mis compradores que se dieran una vuelta por el sótano de la Haus der Deutschen Kunst, donde se almacenaban las obras rechazadas. En la actualidad, cuando veo esos cuadros en casa de algún conocido, me doy cuenta de que no están muy lejos de las que se exhibían en aquella época. Las diferencias, tan encarnizadamente debatidas en su día, han desaparecido.

• • •

El
putsch
de Röhm me sorprendió en Berlín. La tensión se había adueñado de la ciudad; soldados equipados para el combate esperaban en el Tiergarten; la policía, armada con fusiles, recorría en camiones las calles de la ciudad; el aire estaba verdaderamente enrarecido, como el del 20 de julio de 1944, que también me tocaría pasar allí.

Al día siguiente Göring se convirtió en el que había salvado la situación en Berlín. Hitler regresó de Munich cerca del mediodía, tras acabar con las detenciones, y yo recibí una llamada de su asistente:

—¿Tiene usted planos nuevos? ¡Tráigalos inmediatamente!

Eso quería decir que había que atraer la atención de Hitler hacia la arquitectura para apartarla de su entorno.

Hitler estaba muy excitado y, según sigo creyendo hoy, íntimamente convencido de haber superado un grave peligro. Durante los días que siguieron nos contó una y otra vez cómo había entrado en el hotel Hanselmayer de Wiessee, y no olvidaba poner también de manifiesto su valor:

—¡Íbamos desarmados, imagínese, y no sabíamos si esos cerdos iban a hacernos frente con guardias armados!

La atmósfera homosexual lo había asqueado.

—Sorprendimos a dos jóvenes desnudos en una habitación.— Dejaba claro que su actuación se había producido justo a tiempo de evitar una catástrofe.— ¡Sólo yo podía solucionarlo! ¡Yo y nadie más!

Los que lo rodeaban procuraban incrementar la repulsión que le inspiraban los jefes de las SA fusilados, por lo que se afanaban en contar todos los detalles imaginables de la vida íntima de Röhm y sus partidarios. Brückner mostró a Hitler los menús de los banquetes que organizaba aquella tropa disoluta, supuestamente hallados en el cuartel general berlinés de las SA. En ellos aparecía un gran número de platos con exquisiteces traídas del extranjero, ancas de rana, lenguas de pájaro, aletas de tiburón, huevos de gaviota; todo ello regado con añejos vinos franceses y con el mejor champaña. Hitler comentó con ironía:

—¡Vaya, así que estos eran los revolucionarios! ¡Los que decían que nuestra revolución era demasiado indolente!

Regresó muy satisfecho de una visita que hizo al presidente del Reich. Según contó, Hindenburg había aprobado su proceder más o menos con estas palabras:

—Cuando llega el momento, no se debe retroceder ante las más graves consecuencias. También tiene que poder fluir la sangre.

Al mismo tiempo, en los periódicos se leía que el presidente del Reich, Von Hindenburg, había felicitado oficialmente al canciller del Reich y al presidente del Consejo de Ministros de Prusia, Hermann Göring, por su hazaña.
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La jefatura del Partido, con un dinamismo febril, hizo todo lo que estuvo a su alcance para justificar la acción. Aquella prolongada actividad terminó con un discurso que Hitler pronunció ante el Reichstag, al que había convocado para este fin; sus protestas de inocencia permitían percibir un sentimiento de culpabilidad. Un Hitler que se defendía: eso era algo que no volveríamos a ver en el futuro, ni siquiera en 1939, cuando Alemania entró en guerra. También se le pidieron explicaciones al ministro de Justicia, Gürtner. Como no pertenecía al Partido y, por lo tanto, aparentemente no dependía de Hitler, su presencia fue decisiva para los que todavía dudaban. El hecho de que la Wehrmacht aceptara en silencio la muerte del general Schleicher llamó mucho la atención. Con todo, lo que más nos impresionó a mí y aquellos de mis conocidos que no eran políticos fue la postura de Hindenburg. Para la generación burguesa de entonces, el mariscal de campo de la Primera Guerra Mundial constituía una autoridad respetable. En mis años de escolar era un héroe firme e inflexible de la Historia Contemporánea; el aura que lo rodeaba nos parecía legendaria: durante el último año de la guerra, secundados por los adultos, clavábamos en las enormes estatuas de Hindenburg clavos de hierro, de los que costaban un marco. Desde mis tiempos de escolar, Hindenburg representaba la máxima expresión de la autoridad. Saber a Hitler protegido por aquella máxima instancia infundía una sensación de tranquilidad y alivio general.

No fue casual que, tras el
putsch
de Röhm, la derecha, representada por el presidente del Reich, el ministro de Justicia y el generalato, se pusiera de parte de Hitler, a pesar de que no compartía su antisemitismo radical y despreciaba sus estallidos de odio plebeyo. Su conservadurismo no tenía nada en común con el delirio racista. Las simpatías con que acogió la intervención de Hitler tenía unas causas muy distintas: en la acción homicida del 30 de junio de 1934 quedó eliminada la poderosa ala izquierda del Partido, representada sobre todo por las SA. Esta tendencia sentía que le habían sido arrebatados los frutos de la revolución. Y no sin razón, pues la mayoría de sus componentes habían sido preparados para la revolución antes de 1933 y se tomaban en serio el programa supuestamente socialista de Hitler. Durante el tiempo que permanecí en Wannsee pude observar de cerca, en los estratos más bajos, cómo el hombre sencillo de las SA soportaba toda clase de privaciones, riesgos y pérdidas de tiempo con la idea de recibir algún día unas contraprestaciones palpables. Cuando estas no llegaron, comenzaron a acumularse la insatisfacción y el enojo, que habrían podido llegar a adquirir fuerza explosiva. Es posible que la intervención de Hitler impidiera el estallido de la «segunda revolución» que Röhm había estado pregonando.

Apaciguamos nuestras conciencias con esos argumentos. Yo y muchos otros recurrimos ansiosamente a las disculpas y elevamos a la norma de nuestro nuevo entorno algo que sólo dos años antes nos habría irritado. Reprimimos las dudas que habrían podido molestarnos. Ahora, a varias décadas de distancia, me siento consternado por la irreflexión de aquellos años.
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Las consecuencias de aquel suceso supusieron para mí un encargo al día siguiente:

—Tiene usted que reformar con la mayor rapidez posible el palacio de Borsig. Quiero trasladar de Munich aquí el mando supremo de las SA, para tenerlo cerca en el futuro. Vaya a verlo y póngase a trabajar enseguida.

Ante mi objeción de que allí se encontraba el departamento oficial del vicecanciller, Hitler se limitó a añadir:

—¡Pues que lo desalojen enseguida! No deje que eso lo preocupe.

Con este encargo en mi poder, me dirigí inmediatamente a la sede oficial de Von Papen; por supuesto, el jefe de la oficina no sabía nada de aquel plan. Me propusieron que esperara unos meses, hasta que encontraran y adecuaran otro local. Cuando volví junto a Hitler, se puso furioso y no sólo renovó la orden de desalojo, sino que también dispuso que comenzara las obras enseguida y sin contemplaciones.

Von Papen no apareció y los funcionarios me prometieron que al cabo de una o dos semanas habrían trasladado debidamente todos los expedientes a un local provisional. Entonces ordené a los operarios que penetraran en el edificio todavía ocupado y procuré que retiraran los ricos perfiles de estuco de paredes y techos haciendo mucho ruido y levantando la mayor cantidad de polvo posible. El polvo penetraba en los despachos por las juntas de las puertas y el ruido impedía a nadie trabajar. A Hitler le encantó el sistema. Su entusiasmo fue acompañado de agudezas a costa de los «polvorientos funcionarios».

Veinticuatro horas después se produjo el desalojo. En una de las habitaciones vi una gran mancha de sangre seca en el suelo. Herbert von Bose, uno de los colaboradores de Von Papen, había muerto a tiros allí el 30 de junio. Aparté la vista y desde entonces evité aquella habitación. No me afectó más allá de eso.

• • •

El 2 de agosto falleció Hindenburg. Ese mismo día, Hitler me encargó que me ocupara de los preparativos necesarios para celebrar las exequias fúnebres en el monumento de Tannenberg, en la Prusia Oriental.

Hice levantar una tribuna con bancos de madera en el patio interior y me limité a colgar crespón negro, en lugar de banderas, de las altas torres que lo enmarcaban. Himmler estuvo por allí un par de horas con un grupo de mandos de las SS e hizo que su delegado le explicara las medidas de seguridad que se habían adoptado. Mientras le exponía mi proyecto, mantuvo la misma actitud inaccesible. Tuve la impresión de que era un ser distante e impersonal. No parecía relacionarse con las personas, sino manejarlas.

Los bancos de madera clara alteraban el marco sombrío que quería conseguir. Hacía buen tiempo, así que ordené que los pintaran de negro, pero por desgracia comenzó a llover a últimas horas de la tarde y no amainó en varios días, por lo que la pintura no se secó. Hicimos traer de Berlín, en un avión especial, fardos de tela negra para recubrir los bancos. Con todo, la pintura negra traspasaba la tela, por lo que a más de un asistente se le echaría a perder la ropa.

En la noche anterior a la celebración de los funerales, el féretro se trasladó en un armón de artillería desde la finca de Neudeck, la propiedad de Hindenburg en la Prusia Oriental, hasta una de las torres del monumento. Lo acompañaban las banderas tradicionales de los regimientos alemanes de la Primera Guerra Mundial y portadores de antorchas. No se pronunció una sola palabra ni se escuchó ninguna voz de mando. El respetuoso silencio resultó más impresionante que el resto de los actos que se habían organizado.

A la mañana siguiente, el féretro de Hindenburg fue expuesto en el centro del patio de honor. El estrado para los oradores se había montado al lado mismo, sin guardar la debida distancia. Hitler se acercó y Schaub sacó un manuscrito de su cartera y lo puso en el atril. Hitler se dispuso a iniciar su parlamento, titubeó, sacudió la cabeza de forma brusca y nada solemne… El asistente se había equivocado de discurso. Una vez subsanado el error, Hitler pronunció una oración fúnebre sorprendentemente fría y formal.

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