Albert Speer (14 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Calculamos que el estadio de Nuremberg costaría de 200 a 250 millones de marcos, es decir, según los precios actuales de la construcción, cerca de mil millones de marcos. Hitler no puso ninguna objeción:

—Es menos de lo que cuestan dos acorazados del tipo Bismarck. Y un acorazado puede ser destruido en un instante; en cualquier caso, en menos de diez años ya es chatarra. Sin embargo, esta obra perdurará durante siglos. Cuando el ministro de Hacienda le pregunte cuánto costará todo esto, eluda usted la respuesta. Dígale que aún no se tiene experiencia en proyectos de tal magnitud.

Se encargó granito por valor de unos cuantos millones de marcos, rojo claro para las fachadas y blanco para la tribuna de los espectadores. En el lugar donde debía levantarse la obra se excavó para los cimientos un hoyo descomunal que durante la guerra se convirtió en un lago pintoresco que permitía intuir las dimensiones de la construcción.

Al norte del estadio, la avenida para los desfiles pasaba por encima de un estanque en el que debían reflejarse las edificaciones, y terminaba abriéndose en una plaza, limitada a la derecha por la Sala de Congresos, que sigue existiendo, y a la izquierda por un «auditorio cultural» en el que Hitler pronunciaría sus discursos.

La Sala de Congresos había sido diseñada en 1933 por el arquitecto Ludwig Ruff; aparte de ella, Hitler me nombró arquitecto de todas las obras del Campo de Congresos del Partido. Me dejó las manos libres en cuanto a los planos y a la realización, y desde entonces acudía cada año a colocar alguna primera piedra. Es verdad que aquellas «primeras piedras» se llevaban acto seguido al almacén municipal, donde habrían de esperar hasta que el conjunto hubiera progresado lo suficiente para ser colocadas en el sitio que les correspondía. Durante la colocación de la primera piedra del estadio, el 9 de septiembre de 1937, Hitler me estrechó solemnemente la mano delante de todos los jerarcas del Partido allí reunidos:

—¡Este es el día más grande de su vida! Quizá entonces yo ya me sintiera algo escéptico, pues le contesté diciendo:

—No, hoy no,
mein Führer
, sino cuando la obra esté terminada.

• • •

A comienzos de 1939, Hitler trató de justificar ante unos albañiles las dimensiones de su estilo arquitectónico con estas palabras:

—¿Por qué siempre lo más grande? Lo hago para devolver a cada ciudadano alemán la confianza en sí mismo. Para poder decir a cada individuo, en cientos de campos distintos: nosotros no somos inferiores, al contrario, estamos a la altura de cualquier otro pueblo.
{21}

No se debe atribuir única y exclusivamente a la forma de gobierno esta tendencia al gigantismo. La riqueza adquirida con rapidez desempeña un papel tan importante como la necesidad de demostrar las propias fuerzas, no importa por qué motivo. Por eso encontramos las mayores construcciones de la Antigüedad griega en las islas sicilianas y en Asia Menor. Puede que eso haya tenido algo que ver con el hecho de que la constitución de las ciudades fuera determinada por un solo soberano; pero incluso en la Atenas de Pericles, la estatua de la diosa Atenea esculpida por Fidias tenía doce metros de altura. Además, varias de las siete maravillas del mundo han adquirido popularidad mundial precisamente a causa de su extraordinaria magnitud: el templo de Artemisa en Éfeso, el Mausoleo de Halicarnaso, el Coloso de Rodas o el
Zeus
olímpico de Fidias.

Sin embargo, el gusto de Hitler por lo descomunal iba más allá de lo que estaba dispuesto a confesar a aquellos obreros: lo más grande debía glorificar su obra y aumentar su confianza en sí mismo. La erección de aquellos monumentos debía servir para anunciar su deseo de dominar el mundo mucho antes de que se atreviese a comunicárselo a su entorno más íntimo.

También yo me sentí embriagado por la idea de crear testimonios históricos de piedra con ayuda de planos, dinero y empresas constructoras, para poder anticipar con ellos una aspiración milenaria. Me sentí tan excitado como Hitler al poderle demostrar que, al menos en lo referente al tamaño, habíamos superado las principales construcciones históricas. Pero en tales ocasiones Hitler nunca manifestaba en voz alta su entusiasmo. Escatimaba las grandes palabras. Quizá en aquellos momentos se sintiera sobrecogido por cierto temeroso respeto; no obstante, le gustaba la imagen de su propia grandeza, generada a una orden suya y proyectada hacia la eternidad.

• • •

En el mismo Congreso del Partido de 1937 en que Hitler colocó la primera piedra del estadio, concluyó su discurso con esta frase: «Finalmente, la nación alemana ha conseguido su Imperio germánico». Brückner, el asistente de Hitler, contó durante el almuerzo que se celebró a continuación que en aquel momento el mariscal Von Blomberg había llorado de emoción. A Hitler le pareció que aprobaba plenamente el significado fundamental de sus palabras.

En aquella época se habló mucho de que aquella frase misteriosa abría una nueva etapa política. Yo sabía poco más o menos cuál era la intención de Hitler al pronunciarla, pues por la misma época me retuvo un día inesperadamente en la escalera de su casa, dejando que pasaran los demás acompañantes.

—Vamos a crear un gran Imperio. Reuniremos a todos los pueblos germánicos, desde Noruega hasta el norte de Italia. Soy yo quien debe conseguirlo. ¡Ojalá conserve la salud! —me dijo.

Esta formulación todavía era relativamente contenida. En primavera de 1937, Hitler me visitó en mis locales de exposición de Berlín. Nos hallábamos solos ante la maqueta del estadio destinado a 400.000 espectadores, de más de dos metros de altura. La habíamos montado exactamente a la altura de los ojos y presentaba todos los detalles que habría de tener en el futuro. La iluminaban unos potentes proyectores, por lo que, con un poco de fantasía, nos podíamos imaginar a la perfección el efecto que causaría. Los planos estaban colgados en unos tableros que había al lado de la maqueta. Hitler centró en ellos su atención. Hablamos de los Juegos Olímpicos. Le advertí una vez más de que mi campo de deportes no tenía las dimensiones olímpicas reglamentarias. A lo que Hitler respondió, sin cambiar de tono, como si se tratara de algo natural e indiscutible:

—Eso no importa. En 1940 los Juegos Olímpicos todavía se celebrarán en Tokio. Pero después van a celebrarse en Alemania para siempre, en este estadio. Y entonces seremos nosotros quienes determinemos cuánto ha de medir el campo de deportes.

De acuerdo con nuestro meticuloso plan de trabajo, el estadio debía estar concluido para el Congreso del Partido de 1945…

CAPÍTULO VI

EL MAYOR ENCARGO

Hitler se paseaba intranquilo arriba y abajo por el jardín del Obersalzberg.

—Realmente, no sé qué hacer. Se trata de una decisión difícil. De buena gana me aliaría con los ingleses, pero a lo largo de la historia han demostrado muchas veces que no son de fiar. Si me pongo de su parte, nuestras relaciones con Italia habrán terminado para siempre. Después los ingleses me darán de lado y nos encontraremos nadando entre dos aguas.

Así solía expresarse en otoño de 1935 en su círculo íntimo, que, como siempre, lo había acompañado al Obersalzberg. Por aquellos días, mediante bombardeos masivos, Mussolini había comenzado sus avances en Abisinia; el negus había huido y se había proclamado un nuevo Imperio romano.

Desde que su visita oficial a Italia en junio de 1934 resultara tan poco exitosa, Hitler sentía desconfianza, si no hacia Mussolini, sí, en cambio, hacia los italianos y su política. Ahora, sumido en la duda, recordó el testamento político de Hindenburg, según el cual Alemania jamás debía marchar de nuevo al lado de Italia. Bajo la dirección de Inglaterra, la Sociedad de Naciones iba a imponer sanciones económicas a Italia. Era el momento, opinaba Hitler, de inclinarse de una vez por todas por los ingleses o por los italianos. Se trataba de una decisión muy seria. Al igual que repetiría más tarde con frecuencia, decía estar dispuesto a garantizar su imperio a los ingleses a cambio de un acuerdo global. Sin embargo, las circunstancias no le dejaban elección. Lo forzaban a optar por Mussolini. No le resultó fácil elegir, a pesar de la afinidad ideológica y de la relación personal que habían iniciado. Días después, Hitler seguía manifestando su pesar por haberse visto obligado a dar aquel paso, y se mostró muy aliviado cuando, unas semanas después, resultó que las sanciones impuestas a Italia respetaban a este país en puntos decisivos. Hitler pensó que ni Francia ni Inglaterra querían correr ningún riesgo. Lo que más adelante parecería una demostración de soberbia no fue sino el resultado de tales experiencias. Según concluyó Hitler entonces, los gobiernos occidentales se habían mostrado débiles e indecisos.

Esta opinión se vio reforzada cuando, el 7 de marzo de 1936, las tropas alemanas penetraron en la Renania desmilitarizada. Esto suponía una flagrante violación de los acuerdos de Locarno y habría justificado la contraofensiva militar de las potencias implicadas. Hitler esperó, nervioso, las primeras reacciones. Todos los compartimentos del vagón especial en que viajamos a Munich en el atardecer de aquel día rebosaban una atmósfera de tremenda tensión que surgía de la cabina que ocupaba el
Führer
. En una de las estaciones se hizo llegar una noticia al vagón y Hitler respiró aliviado:

—¡Por fin! El rey de Inglaterra no interviene. Mantiene su palabra. Entonces, todo irá bien.

La reacción de Hitler delataba su desconocimiento del escaso margen que la Constitución inglesa dejaba a la Corona frente al Parlamento y al Gobierno. Con todo, es verdad que una intervención militar habría requerido posiblemente la anuencia del rey; quizá Hitler se refería a esto. De todos modos, estuvo muy preocupado y tiempo después, cuando ya se hallaba en guerra con casi todo el mundo, siguió calificando su entrada en Renania como la más osada de todas sus empresas.

—No teníamos un ejército digno de tal nombre: ni si quiera habríamos podido imponernos a Polonia. Si los franceses se hubieran puesto serios, nos habrían vencido fácilmente. Nuestra resistencia habría estado en las últimas en un par de días. Y nuestras fuerzas aéreas eran poco menos que ridículas: sólo teníamos algunos Ju 52 de la Lufthansa, y ni siquiera disponíamos de bastantes bombas para esos aparatos.

Después de la abdicación del rey Eduardo VIII, más tarde duque de Windsor, volvió a hablar con frecuencia de la supuesta comprensión que sentía aquel hombre por la Alemania nacionalsocialista:

—Estoy seguro de que con él habríamos podido establecer unas relaciones cordiales y duraderas con Inglaterra. Todo habría sido distinto. Su abdicación fue una dura pérdida para nosotros.

Estas observaciones iban acompañadas de otras sobre oscuros poderes, enemigos de Alemania, que decidían el curso de la política británica. Su aflicción por no haber llegado a un entendimiento con Inglaterra fue una constante durante todos los años en que ejerció el poder. Este sentimiento aumentó todavía más cuando el duque de Windsor y su esposa visitaron a Hitler en el Obersalzberg el 22 de octubre de 1937; al parecer, se expresaron favorablemente sobre los logros del Tercer Reich.

Algunos meses después de la impune entrada del ejército alemán en Renania, Hitler se alegró de la atmósfera de armonía que reinó durante los Juegos Olímpicos. Era evidente que el descontento internacional se había disipado ya. Hitler dio instrucciones de transmitir a las numerosas celebridades extranjeras la impresión de una Alemania llena de sentimientos pacíficos, siguió con gran excitación las competiciones deportivas y, mientras que cualquier éxito alemán inesperado —y fueron muchos— lo hacía feliz, reaccionó con gran enojo ante la serie de victorias obtenidas por el fabuloso corredor norteamericano de color Jesse Owens. Los hombres cuyos antepasados procedían de la selva eran seres primitivos, de constitución más atlética que la civilizada raza blanca, opinaba encogiéndose de hombros. Por lo tanto, no constituían unos rivales justos y en el futuro habría que excluirlos de las competiciones deportivas. Lo que más impresionó a Hitler fue el júbilo frenético de los berlineses durante la entrada solemne en el estadio olímpico del equipo francés, que desfiló frente a la tribuna de honor de Hitler con la mano en alto, desatando el entusiasmo espontáneo de muchos espectadores. En aquel prolongado aplauso del público, Hitler olfateó una voz popular impulsada por el anhelo de paz y de entendimiento con el país vecino. Si interpreto acertadamente lo que observé en aquella ocasión, creo que Hitler se sintió más intranquilo que satisfecho por aquella explosión de júbilo.

• • •

En primavera de 1936 Hitler inspeccionó conmigo un sector de la autopista. Mientras hablábamos dejó caer la siguiente observación:

—Tengo que encargarle otra obra. Será la mayor de todas.

La cosa quedó en esta insinuación. No me dijo nada más.

Es cierto que a veces esbozaba algunas ideas respecto a la remodelación de Berlín, pero hasta junio no me mostró un plano del centro de la ciudad:

—He explicado largamente y con todo detalle al alcalde por qué esta nueva calle ha de tener 120 metros de anchura, y ahora resulta que me dibuja una de sólo noventa metros.

Algunas semanas más tarde el alcalde, el doctor Lippert, antiguo camarada del Partido y redactor jefe del periódico berlinés
Angriff
, fue citado de nuevo. Pero nada había cambiado y la calle seguía teniendo sus noventa metros. Lippert sentía poco entusiasmo por los proyectos de Hitler. Al principio este se mostró sólo un poco molesto; opinaba que Lippert era un hombre de miras estrechas, incapaz de regir una ciudad cosmopolita y aún más de comprender la trascendencia histórica del papel que el destino le había reservado. Sin embargo, con el tiempo sus observaciones fueron subiendo de tono:

—Lippert es un incapaz; un idiota, un fracasado, un cero a la izquierda.

Lo sorprendente era que Hitler jamás expresara su descontento en presencia del alcalde, y que tampoco intentara convencerlo nunca. A veces tengo la impresión de que ya entonces rehuía el fatigoso cometido de dar explicaciones. Cuatro años después, tras un paseo desde la residencia de montaña a la casa de té durante el cual había vuelto a expresar su irritación sobre Lippert, llamó a Goebbels y le ordenó de manera categórica que destituyera al alcalde.

Hasta el verano de 1936, la intención de Hitler fue que la administración municipal se hiciera cargo de los proyectos de Berlín. Pero entonces me ordenó presentarme y, sin rodeos y sin la menor solemnidad, me hizo el encargo:

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