Albert Speer (17 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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En un apartado valle de montaña de los Alpes bávaros, el Ostertal, había encontrado una pequeña casa de cazadores lo bastante espaciosa para instalar algunos tableros de dibujo y alojar, aunque con alguna estrechez, a mi familia y a algunos colaboradores. En la primavera de 1935 trabajamos allí en mis proyectos para Berlín. Fue una época feliz, dedicada al trabajo y a la familia; sin embargo, un día cometí un gran error: hablé a Hitler de aquella situación idílica.

—Pero si conmigo podría estar muchísimo mejor. Pongo a disposición de su familia la casa Bechstein.
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En la galería acristalada tendrá sitio de sobra para su despacho.

A fines de mayo de 1937 tuvimos que abandonar también aquella casa y trasladarnos a un edificio que Bormann había hecho construir por orden de Hitler sobre unos planos míos. Eso hizo que, junto a Hitler, Göring y Bormann, yo fuera el cuarto morador del Obersalzberg.

Naturalmente, me alegraba que se me hubiera destacado de una manera tan manifiesta y haber sido acogido en el círculo íntimo de Hitler. Sin embargo, no tardé en comprobar que no se trataba de un cambio precisamente ventajoso. Desde el solitario valle de montaña fuimos a parar a unos terrenos rodeados por una gran alambrada; para acceder a ellos había que atravesar dos puertas de control. Me recordaba los cercados para animales salvajes; siempre había curiosos que trataban de ver a alguna de las personalidades que residían en la montaña.

Bormann era el verdadero señor del Obersalzberg. Compró las centenarias haciendas rurales de la zona coaccionando a los propietarios y ordenó demolerlas, e hizo derribar también las numerosas cruces consagradas de los caminos, lo que levantó las protestas de la parroquia. También se adueñó de las zonas forestales del Estado, de modo que el terreno llegó a abarcar una superficie de siete kilómetros cuadrados que se extendía desde una montaña situada casi a 1.900 metros de altura hasta el valle, 600 metros más abajo. La cerca que rodeaba el recinto interior mediría unos tres kilómetros, mientras que la exterior debía de tener unos catorce.

Bormann, sin la menor sensibilidad por la naturaleza virgen, atravesó aquel maravilloso paisaje con una red de carreteras; los senderos del bosque, hasta entonces cubiertos de agujas de abeto, se convirtieron en paseos asfaltados. Con la misma rapidez que en una zona termal que de pronto se pone de moda, fueron surgiendo un cuartel, un garaje, un hotel para los invitados de Hitler, una nueva finca y una colonia para el número cada vez mayor de empleados. Se adosaban barracones a las pendientes de la montaña para alojar a los cientos de obreros de la construcción, los camiones que transportaban los materiales recorrían las carreteras, por las noches se iluminaban las obras artificialmente, pues se trabajaba en dos turnos, y de vez en cuando las detonaciones resonaban por el valle.

En la cumbre de la montaña privada de Hitler, Bormann construyó una casa lujosamente amueblada en estilo transatlántico dotado de cierto aire rural. Se llegaba a ella por una carretera de tendido audaz que desembocaba en un ascensor abierto en la roca. Sólo en aquel acceso a la casa, que Hitler utilizó en contadas ocasiones, Bormann gastó entre veinte y treinta millones de marcos. En el entorno de Hitler había espíritus burlones que comentaban:

—Aquí todo se hace como en una ciudad de buscadores de oro. Sólo que, en vez de encontrar oro, Bormann lo tira por la ventana.

Aunque Hitler lamentaba aquel ajetreo, decía:

—Es cosa de Bormann y yo no me quiero entrometer.

Y en otra ocasión dijo:

—Cuando todo esté terminado, me buscaré un valle tranquilo y volveré a construir una casita de madera como la primera.

Pero aquello no se acababa nunca. Bormann siempre tenía nuevas ideas, y cuando al final estalló la guerra comenzó a construir alojamientos subterráneos para Hitler y su séquito.

La obra gigantesca que se realizó en la montaña, y a pesar de sus críticas ocasionales por todo aquel dispendio, era característica de la transformación que se había operado en el estilo de vida de Hitler, y también de su tendencia a aislarse más y más del resto del mundo. No se puede explicar sólo por su temor a sufrir atentados, pues casi todos los días permitía que miles de personas penetraran en el recinto para expresarle su adhesión. Su escolta consideraba que esto era aún más peligroso que los paseos improvisados por los senderos públicos de montaña.

En verano de 1935, Hitler decidió ampliar su modesta casa de montaña para convertirla en el monumental Berghof, un palacio de montaña. El mismo costeó las obras, lo cual no era más que un simple gesto, pues Bormann gastó en las edificaciones adjuntas unas sumas que no tenían ni punto de comparación con las invertidas por Hitler.

Hitler no se limitó a esbozar los planos del Berghof, sino que me pidió prestados mesas y reglas de dibujo y otros útiles para trazar la planta, los alzados y las secciones de su obra; no quiso que nadie le ayudara a hacerlo. Sólo se ocupó con el mismo esmero de otros dos diseños: la nueva bandera de guerra del Reich y su propio estandarte de jefe de Estado.

Mientras que los arquitectos suelen llevar al papel las ideas más diversas y tratan de desarrollar la mejor solución a partir ellas, Hitler, intuitivamente y sin grandes vacilaciones, consideraba acertado lo primero que se le ocurría, y después sólo trataba de eliminar con pequeños retoques los defectos más evidentes.

La casa anterior se conservó junto a la nueva. Las dos viviendas se comunicaban por una gran abertura, lo que daba lugar a una planta que resultaba muy poco práctica para recibir a los visitantes oficiales. Su escolta tenía que contentarse con un vestíbulo poco acogedor que daba acceso a los lavabos, la escalera y el gran comedor.

Cuando Hitler tenía una reunión, sus invitados eran desterrados al piso superior; sin embargo, como la escalera daba a la sala de estar, si uno quería salir de la casa para dar un paseo tenía que preguntar a un vigilante si podía atravesar aquella habitación, en la que había una gran ventana abatible, con vistas al Untersberg, a Berchtesgaden y a Salzburgo, que constituía el orgullo de Hitler. Su inspiración había dispuesto que el garaje quedara bajo esa ventana y, cuando el viento era desfavorable, un intenso olor a gasolina llenaba la sala. El plano de aquella casa habría sido rechazado en cualquier curso de la Escuela Técnica Superior. Por otra parte, eran precisamente esos defectos los que daban una fuerte nota personal al Berghof: conservaba el sistema rudimentario de la antigua casa de veraneo, sólo que llevado a dimensiones gigantescas.

Se sobrepasaron ampliamente todos los presupuestos y Hitler tuvo algunos apuros económicos:

—He gastado todo lo que ingresé por mi libro. Aunque le pedí a Amann un anticipo de unos cientos de miles de marcos, Bormann me ha dicho hoy que el dinero no alcanza. La editorial me ha ofrecido pagarme más si dejo que publiquen mi segundo libro, el de 1928.
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Sin embargo, estoy contentísimo de no haberlo sacado a la calle. ¡Cuántas dificultades políticas me causaría ahora! Eso sí, de un solo golpe me vería libre de esta situación. Sólo en concepto de anticipo, Amann me ha prometido un millón, Y ahí estaba él, prisionero voluntario, con la mirada puesta en el Untersberg, donde algún día, según dice la leyenda, el emperador Carlomagno, ahora dormido, despertará para crear un Imperio como el de los antiguos tiempos de esplendor. Naturalmente, Hitler relacionaba la leyenda consigo mismo:

—Vea usted el Untersberg, ahí delante. No es ninguna casualidad que mi residencia esté justo enfrente.

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Su actividad como constructor en el Obersalzberg no era lo único que unía a Bormann con Hitler; al contrario, supo hacerse también imprescindible como administrador de sus ingresos. Incluso los asistentes personales de Hitler dependían de Bormann, al igual que Eva Braun, según me confesó ella abiertamente, pues Hitler le había encargado que atendiera a sus necesidades, que eran bastante modestas.

Hitler elogiaba la habilidad financiera de Bormann. En una ocasión contó que este, durante el duro año 1932, había conseguido un gran beneficio para el Partido al establecer un seguro obligatorio de accidentes de trabajo. Los ingresos de esta caja auxiliar fueron bastante mayores que los gastos, y el excedente se dedicó a otros fines. También tuvieron su mérito los recursos que ideó, a partir de 1933, para acabar de una vez por todas con las preocupaciones económicas de Hitler. Encontró dos fuentes abundantes: junto con Hofmann, el fotógrafo de Hitler, y su amigo Ohnesorge, ministro de Comunicaciones, se le ocurrió que el hecho de figurar en los sellos de correos generaba unos derechos de imagen que tenían un valor monetario. Aunque este representaba un porcentaje mínimo sobre las ventas, como la efigie de Hitler aparecía en toda clase de valores, terminaron fluyendo a su bolsillo millones de marcos que Bormann se encargaba de administrar.

Por otra parte, Bormann creó la «Contribución Adolf Hitler de la Industria alemana». Los empresarios, que se habían visto muy favorecidos por la prosperidad económica, fueron invitados sin rodeos a demostrar su reconocimiento al
Führer
por medio de donativos voluntarios. Sin embargo, como otros altos funcionarios habían tenido ya la misma idea, Bormann se hizo con un decreto que le aseguraba el monopolio de aquella clase de donativos, aunque fue lo bastante inteligente para entregar una parte, por «encargo del
Führer
», a los distintos dignatarios del Partido, y casi todos recibieron gratificaciones procedentes de aquel fondo. A pesar de que estas eran insignificantes respecto al nivel de vida de los jefes nacionales y regionales, Bormann consiguió más poder que algunos cargos de la jerarquía gracias a ellas.

A partir de 1934, con su tenacidad característica, Bormann siguió otro sencillo principio: estar siempre lo más cerca posible de la fuente del favor y de la gracia. Acompañaba a Hitler al Berghof, iba con él de viaje y permanecía a su lado hasta altas horas de la madrugada cuando estaba en la Cancillería. Bormann se convirtió así en un secretario diligente que acabó siendo imprescindible. Parecía mostrarse obsequioso con todos y casi todo el mundo recurría a él, tanto por las prerrogativas que había ido adquiriendo como por la impresión que daba de actuar como intermediario de forma totalmente desinteresada, sólo en beneficio de Hitler. A Rudolf Hess, su inmediato superior, también le resultaba cómodo saber a este colaborador suyo cerca de Hitler.

Ya en aquella época, los que gozaban de algún poder se enfrentaban envidiosos unos a otros, como diadocos que se prepararan para suceder al emperador; muy pronto se produjeron frecuentes luchas entre Goebbels, Göring, Rosenberg, Ley, Himmler, Ribbentrop y Hess por mejorar su posición; únicamente Röhm se había quedado en el camino, y Hess iba a perder pronto su influencia. Sin embargo, ninguno de ellos se dio cuenta del peligro que representaba para todos el infatigable Bormann. Había conseguido que lo consideraran insignificante y había construido su bastión sin que nadie lo notara. Incluso entre tantos dignatarios sin conciencia, Bormann destacaba por su brutalidad y su falta de sentimientos; carente de ninguna clase de formación que le impusiera límites, siempre hacía cumplir lo que Hitler había ordenado o lo que él mismo quería deducir de sus insinuaciones. Subalterno por naturaleza, trataba a sus inferiores como si fueran vacas y bueyes; era un campesino.

Yo evitaba a Bormann; no nos gustamos nunca, aunque nos tratábamos correctamente, tal como lo exigía la atmósfera del Obersalzberg. A excepción de mi propio despacho, nunca proyecté ninguna obra para él.

Hitler recalcaba con frecuencia que la casa de la montaña le daba la tranquilidad interior y la seguridad que necesitaba para tomar sus sorprendentes decisiones. Redactó allí sus principales discursos, y era digno de atención ver cómo los preparaba. Así, antes de los congresos del Partido en Nuremberg, Hitler se retiraba unas semanas en el Obersalzberg para preparar sus largos parlamentos. La fecha se iba acercando cada vez más; sus asistentes lo apremiaban para que comenzase a dictar y lo mantenían apartado de todo, incluso de los planos y los visitantes, con el fin de que nada lo distrajera. Pero Hitler dejaba siempre aquella tarea para la semana siguiente, luego para otro día, y la cumplía de mala gana cuando finalmente el tiempo se acababa. Por lo general, entonces ya era demasiado tarde para preparar todos los discursos, y tenía que dedicarse a hacerlos por la noche, una vez iniciado el Congreso, para recuperar el tiempo que había dilapidado en el Obersalzberg.

A mí me parecía que Hitler necesitaba aquella presión para crear; que, a su manera de artista bohemio, despreciaba toda disciplina laboral y no quería o no podía obligarse a trabajar de manera regular. Dejaba madurar el contenido de sus discursos o sus pensamientos durante aquellas semanas de inactividad aparente, hasta que sus reflexiones se volcaban como un alud sobre sus partidarios o interlocutores.

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El traslado desde nuestro valle de montaña al Obersalzberg resultó perjudicial para mi trabajo. Que el día transcurriera siempre igual resultaba fastidioso, que el círculo de Hitler fuera siempre el mismo— y que fuera el mismo que acostumbraba encontrarse en Munich y reunirse en Berlín— era aburrido. La única diferencia respecto a Berlín y Munich consistía en que en el Obersalzberg estaban también las esposas, además de dos o tres secretarias y Eva Braun.

Hitler solía aparecer bastante tarde en la planta baja, alrededor de las once, se ponía a leer las noticias de la prensa, recibía algunos informes de Bormann y adoptaba las primeras decisiones. Su jornada propiamente dicha comenzaba con un prolongado almuerzo. Los invitados se reunían en la antesala. Hitler elegía entonces a la mujer a la que acompañaría aquel día a la mesa, mientras que desde 1938 Bormann tuvo el privilegio de llevar del brazo a Eva Braun, quien acostumbraba sentarse a la izquierda de Hitler, lo que era demostración inequívoca de su posición predominante en la corte. El comedor era la mezcla de rusticidad artística y elegancia urbana que suele encontrarse en las casas de campo de las personas acomodadas procedentes de la ciudad. Las paredes y el techo estaban revestidos de madera clara de alerce y las butacas, tapizadas de tafilete rojo. Los platos eran simplemente blancos. La cubertería de plata con el monograma de Hitler era idéntica a la de Berlín. Las discretas decoraciones florales siempre merecían la aprobación de Hitler. Se comía sopa, un plato de carne y postre, todo ello preparado en el mejor estilo casero, y se bebía Fachinger o vino embotellado; los criados, que llevaban chaleco blanco y pantalones negros, pertenecían al Cuerpo de Escolta de las SS. Se sentaban a la mesa, cuya longitud impedía mantener una conversación general, unas veinte personas. Hitler se situaba en el centro, frente a la ventana. Charlaba con quien tuviera enfrente, posición para la que elegía cada día a una persona distinta, o con sus compañeras de mesa.

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