Albert Speer (13 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Mi familia vivía feliz en aquella casa. Ojalá pudiera escribir que también yo participé de la dicha familiar, tal como antaño habíamos soñado. Cuando llegaba fatigado a casa, muy avanzada la noche, los niños ya hacía rato que estaban en la cama y yo me quedaba con mi esposa, mudo de agotamiento. Cada vez me sentía más envarado; hoy pienso que en el fondo me sucedía lo mismo que a los grandes del Partido, que echaban a perder su vida familiar a causa de su ostentoso estilo de vida. Ellos se quedaban envarados de tanto mantener la pose de oficialidad; yo, en cambio, a causa de un trabajo excesivo.

• • •

En otoño de 1934 me llamó Otto Meissner, que después de Ebert y Hindenburg había encontrado en Hitler a su tercer jefe: tenía que ir con él a Weimar al día siguiente, para dirigirnos desde allí a Nuremberg en compañía de Hitler.

Estuve trabajando hasta la madrugada en ciertas ideas que me tenían ocupado desde hacía algún tiempo. Había que construir nuevas obras monumentales para los congresos del Partido: un campo para las exhibiciones militares, un gran estadio, un auditorio para los discursos culturales de Hitler y los conciertos. ¿Por qué no incorporar todo aquello a lo ya existente y formar un gran centro? Hasta entonces no me había atrevido a tomar la iniciativa en tales cuestiones, pues Hitler se reservaba ese tipo de decisiones. Por tanto, vacilé bastante antes de decidirme a hacer los bocetos.

Una vez en Weimar, Hitler me mostró el proyecto de un «foro del Partido», obra del profesor Paul Schultze-Naumburg.

—Parece un enorme mercado de una ciudad de provincias —opinó—. No tiene nada especial, nada que lo distinga de épocas anteriores. Puestos a construir un foro para el Partido, en el futuro tendrá que poder verse que ha sido levantado en nuestro tiempo y en nuestro estilo, como la Königsplatz de Munich, por ejemplo.

A Schultze-Naumburg, una autoridad de la Liga para la Defensa de la Cultura Alemana, no se le dio ninguna oportunidad de justificarse: ni siquiera se le comunicó personalmente aquella crítica. Sin tener en cuenta su prestigio, Hitler convocó un nuevo concurso entre diversos arquitectos elegidos por él.

Luego fuimos a casa de Nietzsche, donde su hermana, la señora Förster-Nietzsche, estaba esperando a Hitler. Era evidente que aquella mujer, extravagante y excéntrica, no lograría entenderse con él, por lo que se produjo una conversación extrañamente superficial y fallida. Con todo, el asunto principal quedó resuelto a satisfacción de todos: Hitler asumió la financiación de un anexo en la vieja casa de Nietzsche, y la señora Förster-Nietzsche se mostró de acuerdo con que el arquitecto Schultze-Naumburg hiciera los planos correspondientes:

—Sabrá adaptarse mucho mejor a una casa vieja —comentó Hitler, visiblemente contento de poder ofrecer una pequeña compensación al arquitecto.

A la mañana siguiente continuamos en automóvil hacia Nuremberg, aunque en aquel entonces, y por motivos que iba a comprender ese mismo día, Hitler prefería el tren. Él iba, como siempre, sentado al lado del chófer en un Mercedes descapotable azul oscuro. Yo me sentaba detrás de él, en uno de los asientos plegables, mientras que en el otro iba el criado, que iba sacando mapas de carreteras, bocadillos, pastillas o unas gafas de la cartera de mano según se los pedían. En los asientos posteriores iban el asistente Brückner y el jefe de prensa, el doctor Dietrich; en un coche de escolta del mismo color que el nuestro viajaban cinco guardaespaldas y el médico de cabecera, el doctor Brandt.

Las dificultades comenzaron cuando, más allá del bosque de Turingia, llegamos a una región densamente poblada. Nos reconocieron al atravesar una localidad, pero pasamos de largo antes de que nadie pudiera reaccionar.

—Fíjese ahora —dijo Hitler—, en el próximo pueblo ya no nos resultará tan fácil. El grupo local del Partido ya debe de haberlos avisado por teléfono.

En efecto, hallamos las calles de la siguiente población llenas de jubilosos ciudadanos. La policía del pueblo hacía todo lo posible por ayudarnos, pero el automóvil avanzaba muy despacio. Cuando logramos rebasar a aquella multitud, algunos entusiastas bajaron la barrera de un paso a nivel para poder saludar a Hitler.

Así pues, íbamos muy lentos. A la hora del almuerzo entramos en una pequeña posada de Hildburgshausen, el pueblo de cuya gendarmería Hitler, años atrás, se había hecho nombrar comisario para conseguir la nacionalidad alemana, aunque nadie mencionó el tema. El posadero no lograba reponerse de tanta excitación. Al asistente le costó un gran esfuerzo que nos ofreciera algo de comer: espagueti con huevos. Tras esperar mucho rato, el asistente tuvo que ir a echar un vistazo a la cocina:

—Las mujeres están tan nerviosas que no pueden ver si los espagueti están hechos o no.

Mientras tanto, en el exterior se habían ido reuniendo miles de personas que llamaban a Hitler a gritos.

—Ojalá ya los hubiéramos dejado atrás… —dijo.

Lentamente, y bajo una lluvia de flores, alcanzamos el portal medieval de la ciudad. Unos jóvenes lo cerraron ante nuestros ojos, mientras los niños se subían al pescante. Hitler tuvo que repartir autógrafos, y sólo después le abrieron la puerta. Todos se reían y Hitler reía con ellos.

En el campo, en todas partes, los campesinos dejaban lo que estaban haciendo y las mujeres saludaban con la mano. Era una marcha triunfal. Mientras el automóvil seguía avanzando, Hitler se dio la vuelta para mirarme y me dijo:

—Hasta ahora sólo un alemán ha sido celebrado de esta forma: ¡Lutero! Cuando recorría el país, las gentes acudían en masa a verlo y agasajarlo. ¡Igual que hoy a mí!

Aquella gran popularidad era más que comprensible: la opinión pública le atribuía en exclusiva los éxitos obtenidos en economía y en política exterior, y veían cada vez más en él al hombre capaz de hacer realidad el arraigado anhelo de una Alemania poderosa, segura de sí misma y unida. Los desconfiados eran una pequeña minoría. Y quien se veía asaltado ocasionalmente por alguna duda, se tranquilizaba pensando en aquellos éxitos y en el respeto de que también gozaba el régimen en el extranjero, en general mucho más objetivo.

Durante aquel delirio de ovaciones de la población rural, que también a mí me fascinó, hubo uno en nuestro coche que se mostró crítico: Schreck, el chófer, que llevaba muchos años al servicio de Hitler. Yo oía fragmentos de la conversación: «… están descontentos por…, la gente del Partido se ha envanecido…, engreídos, olvidan de dónde vienen…». Tras su temprana muerte, en el despacho privado que Hitler tenía en el Obersalzberg colgaban juntos un retrato al óleo de Schreck y otro de la madre de Hitler;
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sin embargo, no había ninguna imagen del padre.

Poco antes de llegar a Bayreuth, Hitler cambió de coche y subió solo a un pequeño Mercedes cerrado que conducía su fotógrafo particular, Hofmann. Así llegó sin ser reconocido a la villa Wahnfried, donde le estaba esperando la señora Winifred Wagner. Nosotros nos dirigimos al cercano balneario de Berneck, donde Hitler acostumbraba pasar la noche cuando viajaba de Munich a Berlín en automóvil. En ocho horas sólo habíamos logrado recorrer 21 o kilómetros.

Cuando supe que no irían a buscar a Hitler a la villa Wahnfried hasta muy entrada la noche, se me planteó un dilema, pues a la mañana siguiente el viaje debía proseguir hacia Nuremberg, y era muy posible que al llegar allí Hitler estableciera el programa de las obras de acuerdo con los deseos de la administración municipal. Si esta lograba imponerse, prácticamente no habría ninguna posibilidad de que mi proyecto fuera tenido en cuenta, pues a Hitler le desagradaba revocar sus decisiones. Schreck era el único que lo vería aquella misma noche. Le expliqué mi planificación de los terrenos del Congreso del Partido; me prometió mencionársela a Hitler durante el viaje y, en caso de que reaccionara de forma positiva, entregarle mis bocetos.

A la mañana siguiente, poco antes de partir, Hitler me llamó.

—Estoy de acuerdo con su proyecto. Hablaremos hoy mismo de él con el alcalde Liebel.

Dos años después, al hablar con un alcalde, Hitler habría ido directamente al grano y le habría dicho algo como: «¡Aquí está el plano de los terrenos del Congreso y así queremos que se haga!». Pero en aquella época, en el año 1935, todavía no se sentía con tanta autoridad y necesitó una hora de explicaciones preparatorias antes de mostrar mi boceto. Desde luego, al alcalde le pareció extraordinario, pues como antiguo miembro del Partido había sido preparado para adoptar una actitud de aprobación.

Después de elogiar mi idea, Hitler empezó a tantear de nuevo el terreno: el proyecto implicaba el traslado del parque de Nuremberg.

—¿Podemos hacerles esto a los nuremburgueses? Sé que le tienen mucho cariño. Naturalmente, les pagaremos uno nuevo, aún más bonito.

El alcalde, que al mismo tiempo era un buen defensor de los intereses de su ciudad, le contestó:

—Habrá que convocar a los accionistas; intentar, quizá, comprarles las acciones…

Hitler se mostró conforme con todo. Una vez fuera, Liebel, frotándose las manos, dijo a uno de sus colaboradores:

—¿Por qué se ha pasado el
Führer
tanto rato tratando de convencerme? Claro que le damos el parque; tendremos uno nuevo y, de todos modos, el viejo ya no sirve. Tendrá que ser el más hermoso del mundo. Al fin y al cabo, nos lo van a pagar.

Así pues, los habitantes de Nuremberg consiguieron, al menos, un parque nuevo; fue lo único que pudo realizarse de todo aquel proyecto.

Aquel mismo día nos dirigimos en tren a Munich. El asistente Brückner me llamó por la noche:

—¡Que el diablo se los lleve a usted y a sus proyectos! ¿No podía haber esperado? El
Führer
no ha pegado ojo en toda la noche. ¡La próxima vez haga usted el favor de consultarme antes!

• • •

Para la realización de aquel proyecto se creó una Mancomunidad para las Instalaciones de los Congresos del Partido del Reich en Nuremberg, de cuya financiación se hizo cargo, muy en contra de su voluntad, el ministro de Hacienda del Reich. Dejándose llevar por una extravagante inspiración, Hitler nombró presidente del organismo a Kerrl, ministro de Cultos del Reich; Bormann, que de este modo obtenía por primera vez un cargo oficial de importancia fuera de la secretaría del Partido, sería su portavoz.

La instalación completa suponía unas obras cuyo coste total se elevaba a unos setecientos u ochocientos millones de marcos, que equivaldrían a unos tres mil millones de marcos actuales: ocho años más tarde, yo gastaría en cuatro días esa cantidad en armamento. El complejo, que incluía instalaciones para alojar a los que asistirían a los congresos, tenía una extensión aproximada de 16,5 km
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. Por cierto que ya en la época de Guillermo II se había previsto levantar en aquel lugar un «centro de celebración de fiestas nacionales alemanas» de 2.000 por 600 metros.
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Dos años después de ser aprobado por Hitler, la maqueta de aquel proyecto se mostró en la Exposición Universal de París de 1937, donde fue distinguida con el Grand Prix. En el extremo sur se encontraba el Campo de Marzo, cuyo nombre, además de hacer referencia al dios de la guerra, tenía también por objeto recordar el mes en que Hitler había implantado el servicio militar obligatorio. La Wehrmacht efectuaría ejercicios de combate, es decir, pequeñas maniobras militares, en aquellos extensísimos terrenos, que ocupaban una superficie de 1.050 por 700 metros. El grandioso recinto del palacio de los reyes Darío I y Jerjes, en Persépolis, del siglo V a.C, tenía sólo una extensión de 450 por 275 metros. Las tribunas tendrían catorce metros de altura, para abarcar con la vista todo el perímetro, y darían cabida a 160.000 espectadores. Veinticuatro torres de más de cuarenta metros de altura iban a subdividir rítmicamente las tribunas, y en el centro destacaría una tribuna de honor, coronada por una escultura femenina. En el año 64, Nerón hizo levantar en el Capitolio una figura colosal de 36 metros de altura; la de la Estatua de la Libertad de Nueva York mide 46 metros: nuestra figura sería catorce metros más alta.

Por el norte, en dirección al antiguo palacio nuremburgués de los Hohenzollern, que se podía ver a lo lejos, el Campo de Marzo se abría en una avenida de dos kilómetros de longitud y ochenta metros de anchura. Se había previsto que la Wehrmacht desfilara por ella ante Hitler en secciones de unos cincuenta metros de ancho. La avenida se terminó antes de la guerra y se revistió de gruesas losas de granito que debían resistir también el peso de los tanques. La superficie había sido raspada para que las botas de los soldados no resbalaran durante los desfiles. A mano derecha se alzaba una escalinata desde la que Hitler, rodeado de su generalato, presidiría las demostraciones. Frente a ella había una columnata en la que debían izarse las banderas de los regimientos.

Esta columnata, de sólo dieciocho metros de altura, debía dar relevancia al «gran estadio» que sobresaldría tras ella, para el que Hitler había establecido una capacidad de 400.000 espectadores. La mayor instalación comparable de la historia era el Circo Máximo de Roma, que podía acoger a entre 150.000 y 200.000 personas, mientras que los estadios modernos tenían por entonces su límite en los 100.000 espectadores.

La pirámide de Keops, levantada hacia el año 2500 a.C, tiene, con sus 230 metros de longitud y 146 metros de altura, un volumen de 2.570.000 m
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. Por tanto, el estadio de Nuremberg, de 550 metros de longitud por 460 metros de anchura y un volumen edificado de 8.500.000 m
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, prácticamente lo habría triplicado.
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El estadio había de ser, con mucho, la obra más grande en su terreno y una de las más imponentes de la historia. Para que pudiera acoger al número previsto de espectadores, se hicieron unos cálculos que dieron como resultado que el borde del estadio tendría que elevarse casi cien metros. Darle forma de óvalo habría sido una solución inadecuada, pues habría generado una caldera que no sólo habría aumentado el calor, sino que seguramente también habría provocado una sensación psíquica de opresión. Por eso elegí la forma de herradura del estadio de Atenas. En una pendiente de inclinación parecida, cuyas desigualdades compensamos mediante una construcción de madera, estudiamos si desde las gradas superiores sería posible ver las manifestaciones deportivas; el resultado fue mejor de lo que yo había supuesto.

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