Albert Speer (11 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Hacía tiempo, demasiado para la impaciencia de Hitler, que Hindenburg le ocasionaba dificultades con su rigidez difícilmente influenciable. Había tenido que recurrir a menudo a la astucia o a las intrigas para que aceptara escuchar sus argumentos. Una de las jugadas estratégicas de Hitler consistía en hacer que el prusiano oriental Funk, que por entonces todavía era subsecretario de Goebbels, se reuniera con Hindenburg todas las mañanas para hacerle un informe de prensa. Gracias a la confianza que le inspiraba como paisano, Funk sabía quitar veneno a las noticias que a Hindenburg le habrían resultado políticamente desagradables, o presentárselas de manera que no le inspiraran rechazo.

Hitler nunca se planteó seriamente la reinstauración de la monarquía, tal como quizá esperaran del nuevo régimen Hindenburg y muchos de sus amigos políticos. No era raro oírle decir lo siguiente:

—He dado orden de que se continúen pagando las pensiones a los ministros socialdemócratas, como a Severing. Independientemente de lo que se piense de ellos, no se les puede negar un mérito: haber acabado con la monarquía. Eso significó un gran paso hacia adelante. Fueron ellos quienes nos prepararon el camino. ¿Y ahora vamos a reinstaurar nosotros esa monarquía? ¿Compartir yo el poder? ¡Fíjese en lo que pasa en Italia! ¿Cree usted que soy tan tonto? Los monarcas siempre han sido desagradecidos con sus primeros colaboradores. Basta pensar en Bismarck. No, no voy a caer en esa trampa, por más amables que se muestren los Hohenzollern.

• • •

A comienzos de 1934, Hitler me sorprendió con el primero de mis grandes encargos. La tribuna provisional de madera que se había levantado en el Zeppelinfeld de Nuremberg tenía que ser sustituida por una construcción de piedra. Estuve torturándome a conciencia con los primeros diseños, hasta que por fin se me ocurrió la idea más convincente: una gran escalinata, realzada y rematada por una larga columnata que se alzaría en la parte superior, y flanqueada por sendos cuerpos de piedra que la cerrarían por ambos lados. No hay duda de que el diseño se hallaba influido por el altar de Pérgamo. Para que la indispensable tribuna de honor no desentonara en el conjunto, traté de colocarla de la manera más discreta posible en el centro de la escalinata.

No muy seguro, pedí a Hitler que viera la maqueta. Sentía cierta aprensión, pues el proyecto era mucho más ambicioso que el encargo. La gran obra de piedra tenía una longitud de 390 metros y una altura de 24. Era casi el doble de larga que las termas de Caracalla, en Roma, que medían 180 metros menos.

Hitler contempló tranquilamente la maqueta de escayola desde todos los ángulos, puso los ojos a la altura adecuada con ademán de entendido, estudió los dibujos en silencio y no dio a entender si le gustaban o no. Yo ya pensaba que rechazaría mi trabajo. Pero entonces, exactamente igual que durante nuestro primer encuentro, dejó oír un escueto «de acuerdo» y se despidió. Aún hoy sigo sin comprender por qué él, por lo común tan aficionado a dar largas explicaciones, era tan parco en palabras cuando tomaba decisiones de este tipo.

Cuando trataba con otros arquitectos, Hitler solía rechazar el primer anteproyecto; le gustaba ordenar que rehicieran un encargo varias veces e incluso exigía modificaciones de detalle durante el transcurso de la obra. A mí, después de aquella primera prueba, dejó de importunarme. A partir de entonces respetó mis ideas y, como arquitecto, me trataba como a alguien que en cierto modo estaba a su nivel.

A Hitler le gustaba explicar que edificaba para legar a la posteridad el espíritu de su tiempo. Opinaba que, finalmente, lo único que nos hace recordar las grandes épocas históricas son sus monumentos. ¿Qué quedaba de los emperadores romanos? ¿Qué testimonio habrían dejado si no fuera por sus obras? Hitler afirmaba que en la historia de un pueblo se dan siempre períodos de declive, y entonces los monumentos reflejan el poder que tuvo en otro tiempo. Naturalmente, esto no despierta por sí solo una nueva conciencia nacional. Pero cuando tras un largo período de decadencia se enciende de nuevo el sentido de la grandeza nacional, los monumentos erigidos por los antepasados constituyen su recordatorio más efectivo. Así, las obras del Imperio Romano permitían a Mussolini remitirse al espíritu heroico de Roma cuando trataba de divulgar entre su pueblo la idea de un Imperio moderno. Nuestras obras también tendrían que hablar a la conciencia de la Alemania de los siglos venideros. Con este argumento Hitler subrayaba también la importancia de que las construcciones fueran perdurables.

Las obras del Zeppelinfeld comenzaron inmediatamente, a fin de tener terminada por lo menos la tribuna antes de la celebración del siguiente Congreso del Partido. El hangar de los tranvías de Nuremberg tuvo que dar paso a la nueva tribuna. Pasé ante el amasijo que formaban los restos de hormigón armado del hangar tras su voladura; las barras de hierro asomaban por doquier y habían comenzado a oxidarse. Era fácil imaginar su ulterior descomposición. Aquella desoladora imagen me llevó a una reflexión que posteriormente expuse a Hitler bajo el título algo pretencioso de «teoría del valor como ruina» de una construcción. Su punto de partida era que las construcciones modernas no eran muy apropiadas para constituir el «puente de tradición» hacia futuras generaciones que Hitler deseaba: resultaba inimaginable que unos escombros oxidados transmitieran el espíritu heroico que Hitler admiraba en los monumentos del pasado. Mi «teoría» tenía por objeto resolver este dilema: el empleo de materiales especiales, así como la consideración de ciertas condiciones estructurales específicas, debía permitir la construcción de edificios que cuando llegaran a la decadencia, al cabo de cientos o miles de años (así calculábamos nosotros), pudieran asemejarse un poco a sus modelos romanos.
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Para ilustrar mis ideas, hice dibujar una imagen romántica del aspecto que tendría la tribuna del Zeppelinfeld después de varias generaciones de descuido: cubierta de hiedra, con los pilares derruidos y los muros rotos aquí y allá, pero todavía claramente reconocible. El dibujo fue considerado una «blasfemia» en el entorno de Hitler. La sola idea Be que hubiera pensado en un período de decadencia del imperio de mil años que acababa de fundarse parecía inaudita. Sin embargo, a Hitler aquella reflexión le pareció evidente y lógica. Ordenó que, en lo sucesivo, las principales edificaciones de su Reich se construyeran de acuerdo con la «ley de las ruinas».

• • •

Durante una inspección del terreno en que se iba a celebrar el Congreso del Partido, Hitler exigió alegremente, volviéndose a Bormann, que en el futuro yo me presentara vestido con el uniforme del Partido. Los miembros de su entorno, entre ellos el médico de cabecera, el fotógrafo e incluso el director de la casa Daimler-Benz ya lo habían recibido. Es verdad que ver a un hombre vestido de paisano entre tantos uniformes llamaba la atención. Con aquel pequeño gesto, Hitler daba a entender también que me incluía en su círculo más próximo; aunque nunca habría expresado desagrado si uno de sus conocidos hubiera aparecido en la Cancillería del Reich o en el Berghof en traje de civil, pues él mismo prefería vestir así siempre que le era posible, sus viajes e inspecciones eran de carácter oficial y el uniforme debía de parecerle el único atuendo adecuado en tales circunstancias. Así, a comienzos de 1934 me convertí en jefe de sección, integrado en la plana mayor de su lugarteniente Rudolf Hess. Unos meses después, Goebbels me asignó la misma categoría debido a mis preparativos de las manifestaciones masivas del Congreso del Partido, la Fiesta de la Cosecha y el Primero de Mayo.

El 30 de enero de 1934, a propuesta de Robert Ley, jefe del Frente Alemán del Trabajo, se creó una organización para el tiempo libre que recibió el nombre de «Fuerza por la Alegría». Dentro de este organismo, yo debía hacerme cargo de la sección «Belleza del Trabajo», cuya denominación provocaba no menos comentarios sarcásticos. Poco tiempo antes, Ley, en uno de sus viajes por la provincia holandesa de Limburgo, había visto unas instalaciones mineras que se distinguían por su escrupulosa limpieza y por la pulcritud del entorno ajardinado. Su tendencia a la generalización lo llevó a desarrollar, a partir de aquel ejemplo, una idea que debería aplicarse a todas las industrias alemanas. Su ocurrencia me procuró una actividad adicional que realicé voluntariamente y me dio gran satisfacción. Lo primero que hicimos fue influir en los propietarios de las fábricas para que rehabilitaran sus locales y pusieran flores en los talleres. Pero nuestra ambición no se limitó a esto: había que ampliar los ventanales e instalar cantinas; de más de un rincón antes destinado a los desperdicios surgió un lugar de descanso, y el césped sustituyó al asfalto. Nos ocupamos de estandarizar una vajilla sencilla, diseñamos un modelo normalizado para el mobiliario, que se produjo en grandes cantidades, y cuidamos de que se asesorara a las empresas, por medio de especialistas y de películas explicativas, respecto a la iluminación artificial y a la ventilación de los lugares de trabajo. Convencí a antiguos funcionarios de los sindicatos y a algunos miembros de la disuelta Deutscher Werkbund para que colaboraran en estos proyectos. Todos ellos se entregaron de lleno a la tarea, decididos a contribuir un poco a mejorar las condiciones de vida de los trabajadores y a poner en práctica la consigna de una comunidad nacional sin distinciones de clases. Me sorprendió que Hitler apenas mostrara interés por aquellas ideas. Aunque era capaz de perderse en los detalles de un proyecto arquitectónico, se mostraba indiferente cuando le hablaba del ámbito social de mi trabajo. En cualquier caso, el embajador británico en Berlín lo apreció más que él.
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Debido a mis cargos oficiales, en primavera de 1934 fui invitado a una recepción oficial nocturna que dio Hitler como jefe del Partido; la invitación incluía a las esposas. Se nos distribuyó, en grupos de seis a ocho personas, en varias mesas redondas que se habían dispuesto en el gran comedor de la residencia del canciller. Hitler iba de mesa en mesa, decía unas cuantas frases amables y se hacía presentar a las señoras. Cuando se acercó a nosotros, le presenté a mi mujer, cuya existencia le había ocultado hasta entonces.

—¿Por qué nos ha privado usted tanto tiempo de su esposa? —me preguntó unos días más tarde, evidentemente impresionado.

Es verdad que yo había evitado aquel encuentro, entre otros motivos porque me repugnaba cómo trataba a su amante. Además, me parecía que invitar a mi esposa o hacer saber a Hitler de su existencia era cosa de sus asistentes. Claro que no se podía esperar de ellos ningún sentido de la etiqueta. También en la conducta de los asistentes terminaba reflejándose el origen pequeñoburgués de Hitler.

Al dirigirse a mi esposa durante aquella primera noche le dijo, con cierta solemnidad:

—Su marido construirá para mí obras como no se han erigido desde hace cuatro milenios.

En el Zeppelinfeld se celebraba todos los años un acto dedicado al grueso de los funcionarios del Partido. Mientras que las SA, el Servicio del Trabajo y, naturalmente, la Wehrmacht producían gran impresión en Hitler y en el resto de espectadores por la perfecta disciplina que mostraban en sus exhibiciones, resultó realmente difícil presentar de manera favorable a aquellos burócratas. La mayor parte habían transformado sus pequeñas prebendas en inmensas barrigas; no se podía esperar de ellos que marcharan en filas exactamente alineadas. La sección organizadora del Congreso del Partido deliberó sobre este problema, que ya había motivado irónicas observaciones de Hitler. Entonces se me ocurrió la solución:

—Pues dejemos que marchen en la oscuridad.

Desarrollé mi plan ante los jefes de organización del Congreso del Partido. Durante los actos nocturnos, los miles de banderas de todos los grupos locales de Alemania debían colocarse tras los altos muros del Zeppelinfeld y, a una voz de mando, se «derramarían» en diez columnas a través de sendas calles abiertas entre los funcionarios del Partido; las banderas y las brillantes águilas que las coronaban serían iluminadas por diez potentes reflectores, con lo que se podría conseguir un efecto impresionante. No contento con esto, y como había tenido ocasión de ver nuestros nuevos reflectores antiaéreos, cuyo haz de luz ascendía varios kilómetros, pedí a Hitler 130. Al principio Göring puso algunas trabas a mi solicitud, pues esos reflectores constituían la parte más importante de la reserva estratégica. Hitler, sin embargo, logró convencerlo:

—Si los montamos aquí en tan gran cantidad, en el extranjero creerán que tenemos reflectores a manos llenas.

La impresión superó con mucho lo que había imaginado. Los ciento treinta haces de luz claramente delimitados, colocados alrededor del Zeppelinfeld sólo a doce metros uno de otro, resultaban visibles hasta una altura de seis a ocho kilómetros, y allí se difuminaban en una gran superficie luminosa. El conjunto daba la impresión de un espacio gigantesco en el que los distintos haces parecían tremendos pilares de unos muros exteriores infinitamente altos. Una nube surcaba de vez en cuando la corona de luz y añadía un elemento surrealista al grandioso efecto. Creo que aquella «catedral de luz» constituyó la primera muestra de arquitectura luminosa. Para mí sigue siendo no sólo mi obra más bella, sino también la única de mis creaciones espaciales que, a su manera, ha logrado sobrevivir al paso del tiempo. «Solemne y hermosa a la vez, como si uno se encontrara en una catedral de hielo», escribió el embajador británico Henderson.
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No se podía relegar a la oscuridad a los dignatarios, ministros del Reich y jefes nacionales y regionales en las ceremonias de colocación de primeras piedras, aunque su aspecto no resultara precisamente más atractivo que el de los funcionarios. Se consiguió, con grandes dificultades, que formaran en fila, con lo que fueron más o menos degradados a la categoría de comparsas, y toleraron con resignación las reprimendas de los impacientes organizadores. En el momento en que aparecía Hitler, una voz de mando ordenaba a todo el mundo ponerse firmes y alzar el brazo para el saludo nacionalsocialista. Durante la colocación de la primera piedra de la Sala de Congresos de Nuremberg, Hitler me vio en la segunda fila e interrumpió el solemne ceremonial para tenderme la mano. Me quedé tan impresionado por aquel gesto tan poco habitual que dejé caer la mano que tenía levantada para el saludo sobre la calva de Streicher, el jefe regional de Franconia, a quien tenía delante.

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