Albert Speer (66 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Era ya la segunda vez que planteaba a Hitler estas cuestiones. Después de la reunión celebrada en el Obersalzberg a finales de mayo, dio su conformidad a un plan del general Galland para destinar una parte del gran número de cazas que fabricábamos a constituir una flota de defensa del suelo alemán. Göring, por su parte, en una gran conferencia celebrada en Karinhall —después de que los delegados de la industria de los carburantes le expusieran una vez más lo desesperado de la situación—, prometió solemnemente que la flota aérea «Reich» nunca sería enviada al frente. Sin embargo, cuando comenzó la invasión, Hitler y Göring la destinaron a Francia, donde los cazas se perdieron en pocas semanas sin ningún provecho. A finales de julio, Hitler y Göring renovaron su promesa: de nuevo se constituyó una flota aérea de dos mil cazas para la defensa del territorio alemán. Los aparatos debían estar listos para el despegue en el mes de septiembre, pero una vez más la incomprensión hizo fracasar el proyecto.

El 1 de diciembre de 1944, durante una reunión sobre armamentos, tras analizar retrospectivamente la situación dije:

—Debemos tener claro que los que planifican los bombardeos estratégicos desde el campo enemigo tienen algún conocimiento de la vida económica alemana y que, al contrario de lo que ocurre con nuestros ataques aéreos, realizan una planificación inteligente. Hemos tenido la suerte de que esta planificación no haya sido ejecutada de manera consecuente hasta los dos o tres últimos trimestres… y de que anteriormente, desde su mismo punto de vista, hayan hecho el tonto.

Al decir esto yo no sabía que ya el 9 de diciembre de 1942, o sea, dos años antes, un informe de trabajo de la Economic Warfare Division estadounidense había llegado a la conclusión de que sería mejor «causar graves daños en algunas industrias verdaderamente indispensables que daños leves en muchas. De este modo, los resultados se multiplicarían. Una vez aceptado el plan, debe llevarse adelante con inflexible decisión».
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La idea era acertada, pero su realización, defectuosa.

• • •

Ya en agosto de 1942 Hitler había manifestado en sus conferencias con el Alto Mando de la Marina que para que una invasión tuviera éxito se requería un puerto de gran tamaño.
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Sin él, a la larga no sería posible suministrar a las tropas enemigas que hubieran desembarcado en cualquier lugar de la costa los refuerzos necesarios para resistir el contraataque de las fuerzas alemanas. Establecer una línea continua de búnkers a lo largo de las costas francesa, belga y holandesa, a poca distancia unos de otros para que se protegieran mutuamente, era una tarea que superaba ampliamente la capacidad de nuestra industria. Además, no disponíamos de bastantes soldados para ocuparlos. Por lo tanto, sólo se rodearon con un semicírculo de búnkers los puertos de cierto tamaño, mientras que en las zonas costeras intermedias se levantaron búnkers de observación separados por grandes distancias. Unos 15.000 búnkers pequeños debían proteger a los soldados que se prepararan para un ataque de artillería; Hitler imaginaba que los soldados saldrían al exterior cuando tuviera lugar el ataque, ya que una posición protegida iría en detrimento del valor y la iniciativa personal necesarios para el combate. Hitler proyectó estas instalaciones defensivas hasta el menor detalle; incluso diseñó los diversos tipos de bunker, normalmente durante la noche. Eran simples bocetos, pero estaban realizados con notable precisión. Sin temor a caer en el autoelogio, Hitler solía observar que sus proyectos respondían de forma ideal a las necesidades de un soldado en el frente. Fueron aceptados casi sin cambios por el general de zapadores y enviados para su ejecución.

Estas obras, realizadas en apenas dos años de construcción precipitada, consumieron 13.302.000 m
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de hormigón,
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costaron 3.700.000.000 marcos e implicaron además retirar 1.200.000 toneladas de hierro de la producción de armamentos. Gracias a una sola idea técnicamente genial, todo este esfuerzo fue reducido a la nada por el enemigo a los catorce días del primer desembarco; como es sabido, las tropas de invasión trajeron consigo sus propios puertos y construyeron, en la costa abierta de Arromanches y Omaha, rampas de descarga y otras instalaciones, con arreglo a planes precisos, que les permitieron asegurar el abastecimiento de munición y equipo, así como el desembarco de unidades de refuerzo.
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Todo el plan defensivo quedó invalidado.

Rommel, a quien Hitler había nombrado a fines de 1943 inspector de las defensas costeras occidentales, mostró una mayor previsión. Al poco de su nombramiento fue convocado en el cuartel general de la Prusia Oriental. Tras una larga entrevista, Hitler acompañó al mariscal hasta su bunker, donde yo ya lo estaba esperando para la siguiente reunión. Parecían haber discutido, y Rommel le dijo a Hitler sin rodeos:

—Tenemos que contener al enemigo en el primer desembarco. Los búnkers y los puertos no son adecuados para eso. Hay que disponer barreras y obstáculos, primitivos pero eficaces, a lo largo de toda la costa para dificultarle el desembarco y hacer que nuestras contramedidas sean efectivas. —Rommel hablaba de forma decidida y concisa.— Si no lo conseguimos, la invasión será un hecho a pesar de la muralla del Atlántico. Además, últimamente han arrojado tal cantidad de bombas sobre Trípoli y Túnez que incluso nuestras mejores tropas están desmoralizadas. Si no puede usted frenar esto, todas las demás medidas serán ineficaces, incluso las barreras.

Rommel se mostraba cortés pero distante y evitaba de forma casi manifiesta dirigirse a Hitler con el acostumbrado «
mein Führer
». Había adquirido fama de especialista; Hitler lo consideraba una especie de técnico para combatir las ofensivas occidentales. Sólo por eso aceptaba con calma las críticas de Rommel. Ahora pareció haber estado esperando este último argumento sobre los ataques aéreos masivos:

—Precisamente eso es lo que quería mostrarle hoy, señor mariscal.

Hitler nos guió hasta un vehículo de pruebas, un coche completamente blindado sobre el que se había montado un cañón antiaéreo de 8,8 centímetros. Los soldados demostraron su capacidad de tiro y su estabilidad durante el disparo.

—¿Cuántas unidades de este tipo podrá suministrarnos en los próximos meses, señor Saur? Saur contestó que unas cien.

—¿Lo ven? Este cañón antiaéreo acorazado nos permitirá acabar con la concentración de bombarderos sobre nuestras divisiones.

¿Había renunciado Rommel a presentar argumentos contra tanto diletantismo? En todo caso, reaccionó con una sonrisa desdeñosa, casi compasiva. Cuando Hitler se dio cuenta de que no podía generar la confianza que esperaba, se despidió rápidamente y, malhumorado, se encaminó con Saur y conmigo a su bunker para celebrar la reunión, sin pronunciar una sola palabra sobre el incidente. Más tarde, después de la invasión, Sepp Dietrich me informó de un modo muy elocuente sobre el efecto desmoralizador que las nubes de bombas habían tenido en su división de élite. Los soldados supervivientes perdían el equilibrio anímico, se tornaban apáticos y su capacidad de lucha, aunque hubieran salido ilesos, quedaba quebrantada durante días.

• • •

Serían sobre las diez de la mañana del 6 de junio cuando, encontrándome en el Berghof, uno de los asistentes militares de Hitler me informó de que a primeras horas de la mañana había comenzado la invasión.

—¿Han despertado al
Führer
?

El asistente negó con la cabeza:

—No, recibirá la noticia cuando haya tomado su desayuno.

Dado que Hitler había dicho una y otra vez a lo largo de los últimos días que era previsible que el enemigo iniciara la invasión con un falso ataque, destinado a alejar a nuestras tropas del verdadero lugar de desembarco, nadie quería despertarlo para no ser acusado de haber enjuiciado mal la situación.

Durante la reunión estratégica que tuvo lugar unas horas más tarde en la sala de estar del Berghof, Hitler parecía aún más seguro de que el enemigo sólo pretendía engañarlo:

—¿Se acuerdan ustedes? Entre los muchos informes que hemos recibido, había uno que señalaba exactamente el punto, el día y la hora del desembarco, lo que refuerza mi idea de que no puede tratarse de la verdadera invasión.

Hitler sostenía que el contraespionaje enemigo nos había facilitado aquellos informes con el único objeto de desviar su atención del verdadero punto de desembarco y hacer que se precipitara a destinar a sus tropas a un lugar equivocado. Inducido a error por una información correcta, rechazó la idea, que él mismo había tenido en un principio, de que la costa de Normandía era el frente de invasión más probable.

En las semanas precedentes, Hitler había recibido comunicados de los servicios de información de las SS, de la Wehrmacht y del Ministerio de Asuntos Exteriores, instituciones que rivalizaban entre sí y que presentaron estimaciones contradictorias respecto al lugar y la hora de la invasión. Al igual que en otros muchos campos, también en este Hitler había tomado sobre sí la tarea, que ya resulta difícil para los expertos en la materia, de considerar qué noticia podía ser la auténtica, qué servicio de información merecía más confianza y cuál de ellos había conseguido adentrarse más profundamente en campo enemigo. Ahora incluso se mofaba de la incapacidad de los distintos servicios de información y acababa lanzando invectivas contra su insensatez:

—¿Cuántos de estos agentes «limpios» no están al servicio de los aliados? Nos dan noticias confusas a propósito. Y tampoco pienso dejar que esta llegue a París. No se lo diremos; lo único que conseguiríamos sería que el Estado Mayor se pusiera nervioso.

Hasta mediodía no se tomó la principal decisión del día: emplear la «reserva del Alto Mando de la Wehrmacht», instalada en Francia, contra la cabeza de puente establecida por los ingleses y americanos. Hitler se había reservado la capacidad de decidir sobre los movimientos de cualquier división y accedió muy a disgusto al ruego del comandante en jefe del frente occidental, el mariscal Rundstedt, de dejar que estas divisiones lucharan. Debido a esa demora, dos divisiones acorazadas no pudieron aprovechar la noche del 6 al 7 de junio para avanzar. Los bombarderos enemigos los atacaron durante su marcha a la luz del día, por lo que sufrieron grandes pérdidas humanas y de material incluso antes de entrar en contacto con el enemigo.

Este día tan decisivo para el curso de la guerra no discurrió de manera febril, como habría cabido esperar. Precisamente en las situaciones más dramáticas Hitler trataba de conservar la calma… y su Estado Mayor imitaba este autodominio. Mostrar nerviosismo o preocupación habría ido contra las convenciones.

Durante los días y semanas siguientes, Hitler, dejándose llevar por su característica desconfianza, que resultaba cada vez más absurda, siguió defendiendo la idea de que sólo se trataba de un amago de invasión destinado a hacerle disponer equivocadamente sus fuerzas defensivas. Sostenía que la verdadera invasión tendría lugar en una región distinta y totalmente desprotegida. Según decía, incluso la Marina consideraba que aquel terreno era inadecuado para desembarcos a gran escala. Hitler esperaba que el ataque decisivo se produciría en la región de Calais, como si exigiera incluso de su enemigo que le diera la razón, ya que en 1942 había hecho instalar allí pesados cañones, protegidos por gruesas paredes de hormigón, con objeto de destruir la flota de desembarco. Esta fue otra de las razones de que no empleara al XV Ejército, estacionado en las inmediaciones de Calais, en el campo de batalla de la costa normanda.
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Había otro motivo que llevaba a suponer a Hitler que el ataque se produciría en el paso de Calais, donde se habían preparado cincuenta y cinco bases desde las cuales debían lanzarse diariamente a Londres alrededor de un centenar de bombas volantes. Le parecía que la verdadera invasión habría de dirigirse contra estas bases. De algún modo, no estaba dispuesto a admitir que también desde Normandía los aliados podrían ocupar pronto esta parte de Francia. Más bien contaba con que llegaría a estrechar mediante duros combates la cabeza de puente del enemigo.

Tanto Hitler como nosotros teníamos la esperanza de que la nueva arma, la V1, causaría terror y confusión en el campo enemigo. Sobrestimábamos su efecto. La verdad es que yo sentía cierta prevención por la escasa velocidad de estas bombas volantes, por lo que aconsejé a Hitler que sólo permitiera que se lanzaran cuando hubiera nubes muy bajas.
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No me hizo caso. Cuando el 12 de junio, obedeciendo a una orden urgente de Hitler, se lanzaron precipitadamente los primeros cohetes V1, la falta de organización hizo que no partieran más que diez de estos ingenios, y sólo cinco alcanzaron Londres. Hitler olvidó que era él quien había apremiado a lanzarlos y descargó su cólera por aquel fracaso sobre los constructores de las bombas. En la siguiente reunión estratégica, Göring se apresuró a echarle las culpas a su rival Milch y Hitler estuvo a punto de suspender la fabricación de las bombas volantes, supuestamente tan defectuosas. Sin embargo, su estado de ánimo cambió por completo cuando el jefe de prensa del Reich le presentó unas noticias sensacionalistas y exageradas, aparecidas en los periódicos londinenses, que hablaban del efecto de las V1. Entonces exigió que se aumentara la producción. Llegados a este punto, Göring dijo que él siempre había exigido e impulsado aquella gran labor de su Luftwaffe. No se volvió a hablar de Milch, el chivo expiatorio del día anterior.

Antes de la invasión, Hitler había recalcado que en cuanto se produjera el desembarco se encargaría de dirigir personalmente las operaciones desde Francia. Para este fin se tendieron cientos de miles de kilómetros de cable telefónico, lo que supuso un gasto de muchos millones de marcos, y la Organización Todt construyó dos cuarteles generales, empleando para ello grandes cantidades de hormigón y costosas instalaciones. Hitler había fijado el emplazamiento y las dimensiones de los cuarteles. En esos días en los que Francia se le estaba escapando de las manos justificó el tremendo gasto diciendo que, al menos, uno de los dos cuarteles generales se encontraba exactamente en la futura frontera occidental alemana y, por lo tanto, podría ser utilizado como parte de un sistema de fortificaciones. El 17 de junio visitó este cuartel, llamado W2 y ubicado entre Soisson y Laon, para regresar aquel mismo día al Obersalzberg. Estaba de mal humor:

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