Albert Speer (67 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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—Rommel ha perdido los nervios y se ha vuelto pesimista; hoy en día sólo pueden conseguir algo los optimistas.

Esos comentarios hacían pensar que el relevo de Rommel era sólo cuestión de tiempo, puesto que Hitler seguía considerando que su posición defensiva frente a la cabeza de puente era insuperable. Aquella misma noche me dijo que el cuartel W 2 le parecía demasiado inseguro, ya que se encontraba en medio de una Francia infestada de partisanos.

Casi coincidiendo con los primeros grandes éxitos de la invasión, el 22 de junio de 1944 comenzó una ofensiva de las tropas soviéticas que pronto habría de causar la pérdida de veinticinco divisiones alemanas. Ya no era posible contener el avance del Ejército Rojo, ni siquiera durante el verano. No hay duda de que incluso durante estas semanas, cuando se estaban desplomando tres frentes bélicos (el del Oeste, el del Este y el aéreo), Hitler demostró ser dueño de sus nervios y poseer una sorprendente capacidad de resistencia. Es posible que su larga lucha por la conquista del poder y los numerosos reveses sufridos lo fortalecieran, igual que había sucedido, por ejemplo, con Goebbels u otros de sus compañeros. Quizá también aprendiera, durante este «período de lucha», que frente a los colaboradores no debe manifestarse ni la más mínima preocupación. Su entorno admiraba el aplomo que mostraba en los momentos críticos. Puede que esta fuera en gran medida la base de la confianza con que se acogían sus decisiones. Estaba claro que era siempre consciente de los muchos ojos que estaban puestos en él y del gran desánimo que habría causado que perdiera la calma siquiera un momento. Este dominio de sí mismo, que perduró hasta el último momento, fue un extraordinario logro de su voluntad: se mantuvo firme a pesar del envejecimiento, de la enfermedad, de los experimentos de Morell y de las presiones que aumentaban sin cesar. Muchas veces su voluntad me parecía desbocada y tosca como la de un niño de seis años al que nada puede desanimar o fatigar; sin embargo, por ridícula que, en parte, pudiera resultar, lo cierto es que también imponía respeto.

No obstante, su gran energía no basta para explicar aquella confianza en la victoria en una época de continuas derrotas. Cuando estábamos en la prisión de Spandau, Funk me dijo que, como Hitler creía en sus propias mentiras, sólo podía orientar a los médicos de forma errónea sobre su estado de salud. Añadió que esta tesis había constituido la base de la propaganda de Goebbels. Desde luego, no puedo explicarme la rigidez de Hitler más que partiendo de la base de que se obligaba a creer en su victoria final. En cierto sentido, se adoraba. En todo momento tenía frente a sí su propio reflejo y en él no se contemplaba sólo a sí mismo, sino que veía también confirmada su misión por la divina Providencia. Su religión era el «gran azar» que tendría que beneficiarlo; su método, un refuerzo de sí mismo por autosugestión. Cuanto más lo arrinconaban los acontecimientos, tanto mayor era su confianza en su destino. Naturalmente que constataba con realismo las circunstancias militares, pero las transfería al campo de su fe y percibía, incluso en las derrotas, una constelación oculta creada por la Providencia para el éxito que habría de venir. Aunque a veces era capaz de apreciar lo desesperado de su situación, su esperanza de que el destino le depararía un giro propicio en el último momento era inquebrantable. Si había algo enfermizo en Hitler era esta fe inconmovible en su buena estrella. Respondía a la tipología del creyente; sin embargo, su capacidad para la fe se había pervertido, convirtiéndose en fe en sí mismo.
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La crédula obsesión de Hitler no dejó de surtir efecto en su entorno. En cuanto a mí, aunque en parte era consciente de que pronto habría terminado todo, me refería con frecuencia, aunque sólo en el ejercicio de mis funciones, al «restablecimiento de la situación». Esta confianza se hallaba curiosamente separada de la conciencia de nuestra inevitable derrota.

Cuando el 24 de junio de 1944, durante una reunión sobre armamentos en Linz y en medio de la triple catástrofe militar que se estaba produciendo, traté de seguir aparentando confianza, fracasé totalmente. Hoy, al releer el texto de mi discurso, me asusta la audacia casi grotesca que me indujo a intentar inculcar a hombres serios la idea de que un esfuerzo máximo todavía podría llevarnos al éxito. Al final de mis explicaciones expresé el convencimiento de que seríamos capaces de superar la crisis que se avecinaba y de que la producción de armamentos seguiría creciendo al mismo ritmo que el año anterior. La misma inercia me impulsó, durante mi improvisado discurso, a expresar unas esperanzas que a la luz de la realidad resultaban más que fantásticas, a pesar de que en los meses siguientes se produjo un incremento efectivo de la producción. Con todo, ¿no fui al mismo tiempo lo bastante realista para dirigir a Hitler una serie de memorias en las que le anunciaba la catástrofe que se nos venía encima y que terminó por imponerse? Lo segundo procedía del conocimiento; lo primero, de la fe. La separación absoluta entre una y otra forma de considerar los hechos evidencia la especial perturbación de los sentidos con que cualquier persona del entorno de Hitler se enfrentaba al inevitable fin.

Sólo en la última frase de mi discurso expresé la idea de una responsabilidad que iba más allá de la lealtad personal, ya fuera a Hitler o a mis colaboradores. Sonaba como una simple muletilla, pero quería decir algo más con ella:

—Seguiremos cumpliendo con nuestro deber respecto al pueblo alemán.

Esto era lo que el círculo de industriales quería oír. Al decirlo asumía por primera vez abiertamente aquella responsabilidad superior a la que apeló Rohland cuando me visitó en abril. Aquel pensamiento se había ido fortaleciendo dentro de mí, y cada vez me parecía más una misión por la que era necesario trabajar.

No quedaba lugar a dudas: no logré convencer a los jefes de la industria. Después de mi discurso y en los días que siguieron oí muchas voces de desesperanza. Diez días antes Hitler me había prometido hablar a los industriales. Ahora esperaba que su discurso ejerciera una influencia positiva en aquel desolado estado de ánimo.

Antes de la guerra y por orden de Hitler, Bormann había mandado levantar en las proximidades del Berghof un hotel que ofreciera a los innumerables visitantes que acudían casi en peregrinación al Obersalzberg la posibilidad de descansar o incluso de pasar la noche en las proximidades. El 26 de junio se reunieron en una de las salas del Platterhof los cerca de cien representantes de la industria de armamentos. Durante nuestra reunión en Linz me había dado cuenta de que su descontento se debía en parte al continuo aumento de poder del aparato del Partido en la vida económica. Efectivamente, en la mente de numerosos funcionarios del Partido iba ganando terreno la idea de una especie de socialismo estatal. Ya habían tenido cierto éxito las aspiraciones de hacer depender de las autoridades regionales las empresas propiedad del Estado, y las numerosas industrias instaladas bajo tierra, construidas y financiadas por el Estado, pero cuyo personal directivo, especialistas y maquinaria habían sido facilitados por las empresas comerciales, parecían correr el riesgo de quedar bajo control estatal después de la guerra.
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Precisamente nuestro sistema industrial condicionado por la guerra, que por lo demás había demostrado ser tan efectivo, podía convertirse en la base de un orden económico socialista, por lo que, al mejorar su rendimiento, la propia industria parecía suministrar en cierto modo a los jefes del Partido las herramientas necesarias para hundirla.

Rogué a Hitler que tuviera en cuenta estas preocupaciones. Me pidió unas cuantas frases clave para su discurso, y le anoté que debía prometer a todos los que habían colaborado en la autorresponsabilización industrial que se los ayudaría en la dura época de crisis que cabía esperar; además, que serían protegidos contra las intromisiones de las autoridades locales del Partido y que «la propiedad privada de las empresas no sería vulnerada, aunque durante su alojamiento subterráneo provisional funcionaran como empresas estatales; economía libre después de la guerra y rechazo radical a la nacionalización de la industria».

Durante su discurso, Hitler, que se atuvo a mis consignas, dio la impresión de estar algo cohibido. Se equivocaba con frecuencia, se detenía, se quedaba cortado en medio de las frases y se confundía de vez en cuando. Todo ello revelaba su espantoso estado de agotamiento. Precisamente aquel día habían empeorado de tal modo las cosas en el frente de la invasión que no se pudo evitar la pérdida del primer gran puerto: Cherburgo. Esta victoria significaba la solución de todos los problemas de aprovisionamiento de los aliados y reforzaría sin duda la potencia de sus tropas.

Hitler rechazó cualquier clase de reserva ideológica, «pues sólo puede haber un dogma, y este dogma dice únicamente: lo acertado es lo que resulta útil». Con eso reafirmaba su manera pragmática de pensar y, en el fondo, estaba retirando todas las promesas que acababa de hacer a la industria.

Dio también rienda suelta a su gusto por las teorías histórico-filosóficas, por vagos conceptos sobre la evolución, y aseguró de forma confusa:

—La fuerza creadora no sólo da forma a las cosas, sino que también se ocupa de administrarlas. Esto es el origen de lo que conocemos con el nombre de capital privado o propiedad privada en general. Por consiguiente, al contrario de lo que predica el comunismo, el futuro no será el ideal de igualdad comunista, sino que cuanto más evolucione la humanidad, tanto más diferenciados serán los resultados y, por lo tanto, lo más apropiado será asignar la administración de lo conseguido a quienes hayan generado el rendimiento… El fomento de la iniciativa privada es la única premisa que permite la evolución real de toda la humanidad. Cuando esta guerra acabe con nuestra victoria, la iniciativa privada de la economía alemana vivirá su mejor época. ¡Entonces sí que habrá que trabajar! No crean ustedes que me daré por satisfecho con unas pocas oficinas estatales para fomentar la construcción o con un par de dependencias económicas del Estado… Y cuando llegue la paz y se reinicie la gran época de la economía alemana, tendré un único interés: dejar trabajar a los mayores genios de la economía… Les estoy agradecido por haberme prestado su apoyo para afrontar la guerra. Les expreso mi máximo agradecimiento, pero tienen que aceptar la promesa de que más adelante seguiré mostrándome agradecido, y de que ningún miembro del pueblo alemán podrá echarme en cara haber vulnerado alguna vez mi programa. Eso significa que si les digo que la economía alemana experimentará después de esta guerra su máximo florecimiento, quizá el mayor de todos los tiempos, tienen que tomarlo también como una promesa que algún día llegará a verse cumplida.

Hitler apenas cosechó aplausos durante este deshilvanado discurso. Todos estábamos perplejos. Quizá fuera esta reserva la que lo incitó a asustar a los jefes de la industria con las perspectivas que los esperaban si se perdía la guerra:

—No hay duda de que si llegáramos a perder esta guerra no quedaría nada que pudiera calificarse de industria privada alemana, sino que, naturalmente, la aniquilación de todo el pueblo alemán comportaría la de la economía alemana. No sólo porque los enemigos pudieran no desear la competencia alemana, pues estas son consideraciones totalmente superficiales, sino porque se está tratando de algo fundamental. Nos enfrentamos a una lucha para decidir entre dos puntos de vista: o la regresión de la humanidad al estado primitivo de hace unos miles de años, con una producción masiva gestionada exclusivamente por el Estado, o su desarrollo mediante el fomento de la iniciativa privada.

Unos minutos más tarde volvió sobre este pensamiento:

—Si la guerra se pierde, señores, no será necesario que se planteen la transformación hacia la economía pacífica. Entonces ya sólo quedará que cada cual reflexione sobre su propia transformación: si quiere hacerlo personalmente, si desea dejarse ahorcar, si quiere morir de hambre o si quiere trabajar en Siberia; estas serán las únicas consideraciones que tendrá que tomar el individuo.

Hitler había pronunciado estas frases de una manera casi sarcástica y con cierto tono de desprecio por aquellas «cobardes almas burguesas». Esto no pasó desapercibido y bastó por sí solo para destruir mis esperanzas de que los jefes de la industria se sintieran espoleados por su discurso.

Quizá irritado por la presencia de Bormann, o quizá advertido por él, el apoyo de Hitler a la economía libre en tiempos de paz, que yo le había pedido y él me había prometido, resultó más confusa de lo que esperaba.
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Con todo, algunas frases de su discurso fueron lo bastante notables para ser recogidas en nuestro archivo. Hitler accedió a mi petición de que se grabara el discurso y me rogó que le hiciera una propuesta de reelaboración. Sin embargo, Bormann impidió que se publicara, por lo que tuve que recordar a Hitler que me había dado su conformidad. Sin embargo, esta vez eludió la cuestión y me dijo que antes tendría que revisar de nuevo el texto.
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CAPÍTULO XXV

DISPOSICIONES ERRÓNEAS, ARMAS MILAGROSAS Y SS

A medida que la situación empeoraba, Hitler se fue volviendo más y más inaccesible a todo argumento que se opusiera a sus opiniones y empezó a mostrarse aún más prepotente que hasta entonces. Su anquilosamiento tuvo también consecuencias decisivas en el campo técnico, donde iba a inutilizar precisamente la más valiosa de nuestras «armas maravillosas»: el Me 262, nuestro caza más moderno, accionado por dos reactores, cuya velocidad (que podía rebasar los 800 km por hora) y capacidad de ascensión lo hacían muy superior a todos los aparatos enemigos.

Ya en 1941, todavía como arquitecto, al visitar la fábrica de aviones Heinkel situada en Rostock oí el ruido ensordecedor de un motor a reacción en un banco de pruebas. Su constructor, el profesor Ernst Heinkel, insistió en que se evaluara la adaptación de aquel invento revolucionario a los aviones.
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Durante la sesión sobre armamentos celebrada en septiembre de 1943 en el campo de pruebas de la Luftwaffe en Rechlin, Milch me tendió sin mediar palabra un telegrama que le habían entregado; transmitía la orden de Hitler de paralizar los preparativos para la fabricación en serie del Me 262. Aunque decidimos hacer caso omiso de la orden, no pudimos proseguir los trabajos con la misma celeridad.

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