Albert Speer (31 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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—¿Qué importancia puede tener un rascacielos más o menos, más alto o más bajo? La cúpula: ¡eso distinguirá nuestra obra de todas las demás!

Una vez iniciada la guerra contra la Unión Soviética, pude darme cuenta de que la idea de la obra moscovita lo había afligido más de lo que había querido admitir.

—Lo de su construcción —manifestó— se ha terminado para siempre.

La cúpula estaba rodeada de estanques por tres lados, y su reflejo debía aumentar el efecto del edificio. Se pensó en ensanchar el curso del Spree para este fin, convirtiéndolo en una especie de lago, aunque esto obligaría a conducir el tráfico fluvial por dos túneles subterráneos para atravesar la explanada que ocupaba la Gran Sala. El cuarto lado, orientado hacia el sur, dominaba la futura «plaza de Adolf Hitler», donde se celebrarían los mítines multitudinarios del primero de mayo que hasta entonces habían tenido lugar en el campo de Tempelhof.
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El Ministerio de Propaganda había elaborado un esquema, del que me habló Karl Hanke en 1939, en el que se detallaban los distintos tipos de actos masivos, clasificados en función de los objetivos políticos y propagandísticos, que podían ir desde la manifestación de escolares para recibir con vítores a una personalidad extranjera hasta la convocatoria de millones de trabajadores. El secretario del Ministerio hablaba irónicamente de «júbilo multitudinario». Para llenar la plaza, en la que cabía un millón de personas, habría sido necesario recurrir siempre a la máxima expresión de este «júbilo multitudinario».

En el extremo de la plaza opuesto a la Gran Sala se erigirían el Alto Mando de la Wehrmacht y la Cancillería del Reich, situados a ambos lados de la avenida. Esta era la única abertura de aquel gigantesco espacio, completamente rodeado de edificios.

Aparte de la sala de reuniones, la obra principal, y psicológicamente la más interesante, era el palacio de Hitler; llamarlo así, en lugar de referirme a la residencia del canciller, no es ninguna exageración. Tal como demuestran los bocetos que se conservan, Hitler ya se había ocupado de él en noviembre de 1938.
{70}
El nuevo palacio del
Führer
delataba su progresivo afán de notoriedad. Desde la antigua vivienda del canciller Bismarck, que había utilizado al principio, hasta esta nueva construcción, las dimensiones habían aumentado unas ciento cincuenta veces. La residencia de Hitler ni siquiera se podía comparar con el legendario recinto palaciego de Nerón, la «Casa Dorada», con su superficie de más de un millón de metros cuadrados. La residencia de Hitler, enclavada en el centro de Berlín, ocuparía dos millones de metros cuadrados, incluidos los jardines. De las salas de recepción partían varias alineaciones de salas que daban acceso a un comedor en el que habrían podido sentarse a la mesa un par de miles de comensales. Para las recepciones de gala se disponía de ocho gigantescos salones.
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Había también un teatro de cuatrocientas plazas, una imitación de los que tenían los soberanos del barroco y rococó, que contaría con los más modernos medios técnicos.

Las habitaciones privadas de Hitler comunicaban por un lado con la Gran Sala a través de una serie de galerías y por el otro con las dependencias de trabajo y con su despacho, cuyas dimensiones superaban ampliamente las de la sala de recepción del presidente americano. A Hitler le había gustado tanto que los diplomáticos debieran recorrer un largo camino en la Cancillería, que quiso una solución parecida en la nueva construcción, así que doblé el recorrido hasta los 500 metros.
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Desde los tiempos de la antigua Cancillería del Reich, que Hitler calificó de edificio administrativo de una empresa jabonera, sus exigencias habían aumentado en una proporción de setenta a uno.
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Esto hace patente la progresión de su megalomanía.

En medio de todo este esplendor, Hitler habría dispuesto, en un dormitorio de dimensiones relativamente moderadas, su esmaltada cama blanca, de la que me dijo en una ocasión:

—Odio toda clase de lujos en el dormitorio. Me siento más a gusto en una cama sencilla.

En 1939, cuando se ultimaron estos proyectos, la propaganda de Goebbels seguía insistiendo en la proverbial austeridad de Hitler. Para no poner en peligro esta imagen, Hitler apenas iniciaba a nadie en el secreto de su palacio privado y de la futura Cancillería del Reich. En cuanto a mí, durante un paseo que dimos por la nieve me explicó sus exigencias con las siguientes palabras:

—Mire, yo me conformaría con una casita en Berlín. Tengo poder y prestigio suficientes para prescindir de tanto dispendio. Pero créame: los que vengan detrás de mí necesitarán imperiosamente esta clase de representación, que será lo único que permitirá a muchos de ellos mantenerse en la cima. Es increíble el poder que puede ejercer una mente mediocre sobre los demás cuando se presenta rodeada de tal esplendor. Unos espacios así, con un gran pasado, otorgarán dimensión histórica incluso a un pequeño sucesor, ¿comprende?, y por eso hemos de levantar estos edificios mientras yo viva: para poder ocuparlos, para que mi espíritu les preste tradición. Bastará con que los utilice un par de años.

Hitler se había expresado en términos parecidos en el discurso que en 1938 dirigió a los obreros que trabajaron en las obras de la Cancillería, aunque, naturalmente, sin desvelar nada de estos proyectos, que ya entonces estaban bastante avanzados. Dijo que, en cuanto
Führer
y canciller de la nación alemana, no habitaría en antiguos palacios. Por eso había renunciado a residir en el del presidente del Reich, pues él no iba a vivir en casa del antiguo mayordomo mayor de la Corte. Sin embargo, el Estado dispondría de un edificio representativo que estaría a la altura de cualquier rey o emperador extranjero.
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Hitler nos prohibió estimar el coste de las obras; y nosotros, obedientemente, no contamos ni siquiera los metros cúbicos resultantes. Ahora los calculo por primera vez, al cabo de un cuarto de siglo, y obtengo el siguiente resultado:

1. Gran Sala: 21.000.000 m
3

2. Palacio residencial: 1.900.000 m
3

3. Sección de trabajo y Cancillería del Reich: 1.200.000 m
3

4. Cancillerías anexas: 200.000 m
3

5. Alto Mando de la Wehrmacht: 600.000 m
3

6. Nuevo edificio del Reichstag: 350.000 m
3

TOTAL: 25.250.000 m
3

Aunque las grandes dimensiones de los edificios habrían reducido el precio por metro cúbico, es difícil establecer su coste total, pues estos gigantescos recintos requerían unos muros tremendos y cimientos muy profundos; además, las paredes exteriores debían cubrirse de granito y las interiores de mármol, y también se habrían empleado los más valiosos materiales para las puertas, ventanas, techos, etc. Probablemente, una estimación de unos cinco mil millones de marcos de hoy sólo para las obras de la «plaza de Adolf Hitler» supondría un cálculo más bien bajo.
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El cambio en el estado de ánimo de la población, la desilusión que comenzó a extenderse por toda Alemania en 1939, no sólo se manifestaba en la necesidad de organizar demostraciones de júbilo que, dos años antes, Hitler habría conseguido de forma espontánea. El mismo se había ido apartando paulatinamente de la masa que lo admiraba. Podía mostrarse malhumorado e impaciente con mayor frecuencia que antes cuando en alguna ocasión se reunía en la Wilhelmplatz una multitud que reclamaba su presencia. Dos años atrás había efectuado muchas veces el recorrido hasta el «balcón histórico»; pero ahora, si sus asistentes lo instaban a mostrarse, les replicaba a veces de malos modos:

—¡No me molesten más con eso!

Aunque esto podría parecer marginal, no lo era en absoluto, como comprendí cuando me dijo:

—No excluyo la posibilidad de verme obligado algún día a adoptar medidas impopulares. Quizá entonces se produzca una revuelta. Hay que prever tal contingencia: todas las ventanas de los edificios de la nueva plaza deberán tener gruesas contraventanas de acero a prueba de balas. También las puertas serán de acero, y el único acceso a la plaza quedará cerrado por una sólida verja de hierro. El centro del Reich tendrá que poderse defender como una fortaleza.

Esta observación denotaba una inquietud nueva, que volvió a manifestarse al estudiar el emplazamiento del cuartel de su escolta, que había evolucionado hasta convertirse en un regimiento totalmente motorizado y equipado con las armas más modernas. Hitler instaló el cuartel cerca del gran eje sur.

—¡Imagínese si algún día hubiera disturbios! —Señalando la calle de 120 metros de anchura, prosiguió: — Si avanzaran hacia mí ocupando la calle con sus vehículos acorazados… Nadie podría hacerles frente.

Sea porque el Ejército de Tierra se enteró de esta decisión y quiso anticiparse a las SS, sea porque Hitler lo ordenara así personalmente, el caso es que, por deseo del Alto Mando del Ejército de Tierra y con la aprobación de Hitler, se puso a disposición del regimiento berlinés Gran Alemania un terreno para construir un cuartel que estaría aún más cerca del centro de Hitler.
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Sin darme cuenta, expresé en la fachada del palacio de Hitler esta separación entre la nación alemana y su
Führer
, un hombre decidido, dado el caso, a ordenar que se disparara contra su propio pueblo. No había ninguna abertura, a excepción del gran portal de acero de la entrada y del balcón desde el que Hitler podría mostrarse a la multitud; sólo que este balcón estaba catorce metros por encima de la muchedumbre, a la altura de una casa de cinco pisos. Me sigue pareciendo que esta fachada, manifiestamente reservada, da una justa impresión del alejamiento de un
Führer
que había llegado a sentirse como un dios.

Durante mi reclusión, este proyecto, con sus rojos mosaicos, sus columnas, sus leones de bronce y sus perfiles dorados, había adquirido en mi memoria un carácter alegre, casi amable. Sin embargo, al ver las fotografías en color de las maquetas más de veintiún años después, recordé sin querer la arquitectura grandilocuente de una película de Cecil B. de Mille. Adquirí conciencia de su aspecto fantástico y también de la crueldad de esta arquitectura, expresión precisa de la tiranía.

Antes de la guerra me burlé del tintero que el arquitecto Brinckmann —que había empezado decorando transatlánticos, igual que Troost— regaló a Hitler. Le había dado una forma solemne, con muchos adornos y volutas; y dentro, completamente solo y desamparado en medio de toda aquella magnificencia de «tintero del jefe del Estado», se veía un insignificante charquito de tinta. Entonces creí no haber visto nunca nada tan absurdo. No obstante, Hitler, en contra de lo que cabía esperar, no sólo no lo rechazó, sino que elogió sobremanera aquella construcción de bronce. Brinckmann no tuvo menos éxito con una butaca de despacho que diseñó para Hitler; de unas dimensiones casi adecuadas para Göring, parecía una especie de trono con dos enormes pinas doradas como remate del respaldo. Aquellas dos piezas tan ostentosas me parecieron propias de un advenedizo. Sin embargo, a partir de 1937 Hitler fomentó cada vez más esta tendencia a la suntuosidad. Había regresado de nuevo a la Ringstrasse de Viena, de donde en su día partió lleno de admiración. Hitler se había ido alejando lenta pero inexorablemente de las enseñanzas de Troost.

Y yo con él, pues mis diseños de esa época tenían cada vez menos puntos de contacto con lo que yo consideraba «mi estilo». La desviación respecto a mis comienzos se apreciaba tanto en la enormidad de las obras como en el hecho de que no conservaran nada del carácter dórico al que aspiraba al principio; se habían convertido en puro «arte decadente». Por un lado, los medios inagotables que tenía a mi disposición y, por otro, la ideología de Partido de Hitler me habían conducido hacia un estilo arquitectónico que se remontaba más bien a los palacios fastuosos de los déspotas orientales.

Al comienzo de la guerra elaboré una teoría que expliqué en 1941, durante una comida en el Maxim's de París, ante un círculo de artistas franceses y alemanes entre los que se encontraban Cocteau y Despiau. Dije que, después del rococó tardío, la Revolución francesa había formulado un nuevo sentido estilístico, en que incluso los muebles sencillos tenían las más bellas proporciones. Su expresión más pura son los proyectos de Boullée. Tras el estilo de la Revolución vino el Directorio, que siguió elaborando con sencillez y buen gusto unos materiales más ricos. Pero con el Imperio se produjo un cambio: de año en año, cada vez más elementos nuevos habían sepultado bajo fastuosos adornos las formas clásicas, hasta llegar a un ostentoso Imperio tardío que expresa el fin de una rápida evolución estilística que va desde unos inicios esperanzadores, con la Revolución y el Consulado, a la decadencia que acompaña al ocaso de la era napoleónica. Esta sucesión permite observar resumido en sólo veinte años lo que acostumbra producirse en el transcurso de varios siglos, como en el caso de la progresión de la arquitectura dórica de la temprana Antigüedad hasta las recargadas fachadas barrocas del helenismo tardío que se pueden apreciar, por ejemplo, en Baalbek, o en el paso de las construcciones románicas de comienzos de la Edad Media hasta el ornamentado gótico tardío.

De haber sido consecuente, habría continuado mi argumentación diciendo que, de acuerdo con el ejemplo del Imperio tardío, también los proyectos que realizaba para Hitler anunciaban el fin de su régimen. Es decir, que en cierto modo presagiaban la caída de Hitler. Pero en aquella época yo no lo advertía, y en eso me parecía a los que rodeaban a Napoleón, que seguramente veían en los recargados salones del Imperio tardío la expresión de su grandeza; sólo las generaciones posteriores pueden descubrir en ello el presentimiento de su caída. Así, el entorno de Hitler consideraba la montaña-tintero el escenario adecuado para su genio de estadista, y también aceptaba la cúpula-montaña como expresión de su poder.

En efecto, las últimas obras que proyectamos en 1939 eran neoimperio puro, como las del estilo que, ciento veinticinco años atrás, poco antes de la caída de Napoleón, se caracterizó por su recargamiento, obsesión por las doraduras, afán de ostentación y decadencia. No sólo el estilo de estas construcciones, sino también su desmesura, mostraban bien a las claras las verdaderas intenciones de Hitler.

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