Albert Speer (33 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Sin embargo, todas estas preocupaciones se disiparon en los primeros días de septiembre, cuando la campaña de Polonia procuró éxitos sorprendentes a las tropas alemanas. También Hitler pareció haber recobrado la seguridad. Más tarde, en el momento culminante de la guerra, incluso le oí decir más de una vez que la guerra contra Polonia tuvo que ser sangrienta:

—¿Cree usted que habría sido una suerte para nuestras tropas conquistar también Polonia sin combate, tras haberlo hecho con Austria y Checoslovaquia? Créame: eso no lo aguanta ni el mejor ejército. Las victorias sin sangre resultan desmoralizadoras. Así, no sólo fue una suerte que entonces no se llegara a ningún arreglo, sino que, de haberse alcanzado, tendríamos que haberlo considerado perjudicial, por lo que habría dado de todos modos la orden de atacar.
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Es posible que tratara de esconder el error de cálculo diplomático de agosto de 1939 detrás de esas manifestaciones. No obstante, el capitán general Heinrici me habló, hacia el final de la guerra, de un antiguo discurso, pronunciado por Hitler ante el generalato, que apuntaba en la misma dirección. Estas fueron las notas que tomé del notable informe de Heinrici: «El, Hitler, habría sido el primero desde Carlomagno en volver a concentrar un poder ilimitado. No lo tenía porque sí, sino que sabría utilizarlo en su lucha por Alemania. Si la guerra no se ganaba, como Alemania no habría sabido salir airosa de la prueba de fuerza, debería desaparecer».
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Desde un principio, la gente se tomó la situación mucho más en serio que Hitler y su entorno. Debido al nerviosismo general, a primeros de septiembre se dio en Berlín una falsa alarma aérea. Terminé sentado en un refugio antiaéreo público con otros muchos berlineses. Miraban el futuro con temor; la atmósfera era de una visible aflicción.
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Al contrario de lo que ocurrió cuando comenzó la Primera Guerra Mundial, ningún regimiento partió para la guerra adornado con flores. Las calles permanecían desiertas. En la Wilhelmplatz no se congregó ninguna multitud para aclamar a Hitler. En este ambiente de desolación general, una noche Hitler mandó preparar su automóvil para dirigirse al frente del Este. Tres días después de comenzar la campaña de Polonia, su asistente me convocó en la Cancillería para la despedida. Me encontré allí con un hombre que, en una vivienda con las ventanas provisionalmente oscurecidas, se encolerizaba por cualquier nadería. Los coches llegaron y él se despidió con brevedad de sus cortesanos. No había en la calle ni una sola persona que tomara nota de aquel acontecimiento histórico: Hitler se incorporaba a la guerra que él mismo había iniciado. Desde luego, Goebbels podría haber reunido a toda la gente que hubiera querido para simular una manifestación de júbilo, pero al parecer tampoco estaba de humor.

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Ni siquiera durante la movilización se olvidó Hitler de sus artistas. En las postrimerías del verano de 1939, el asistente de Hitler en el Ejército de Tierra exigió sus documentos en el centro de reclutamiento militar, los rompió y los tiró; los expedientes de los artistas dejaron de existir de una manera muy original. Es cierto que los arquitectos y escultores ocupaban poco espacio en las listas que habían confeccionado Hitler y Goebbels: la mayor parte de los liberados eran cantantes y actores. Que también los jóvenes científicos eran importantes para el futuro de la nación no se descubrió, con mi ayuda, hasta 1942.

Ya desde el Obersalzberg había pedido por teléfono a Will Nagel, mi antiguo superior, que formara un grupo de técnicos que habrían de actuar bajo mi dirección. Queríamos ayudar empleando a nuestro bien organizado equipo en la reconstrucción de puentes, reparación de carreteras o cualquier otra actividad relacionada con la guerra. Ciertamente, nuestras ideas eran muy difusas. Por ello, el grupo se dedicó de momento a preparar tiendas y sacos de dormir, así como a pintar mi BMW del color gris de campaña. El día de la movilización general me personé en la sede del Alto Mando del Ejército de Tierra, en la Bendlerstrasse. El capitán general Fromm, responsable de la marcha de la movilización general del ejército, estaba ocioso en su despacho —no se podía esperar otra cosa de una organización germano-prusiana— mientras toda la maquinaria trabajaba con arreglo al plan establecido. Aceptó de buen grado mi oferta de colaboración; a mi automóvil le fue asignado un número del Ejército de Tierra y yo obtuve una cartilla militar. Así terminó de momento mi actividad bélica.

Puesto que Hitler me prohibió terminantemente realizar actividades militares, diciendo que mi deber era continuar trabajando en sus proyectos, puse a disposición del Ejército de Tierra y de la Luftwaffe a los obreros y cuadros técnicos que trabajaban para mí en Berlín y en Nuremberg. Nos hicimos cargo de las obras para el desarrollo de los cohetes en Peenemünde y de apremiantes proyectos de la industria aeronáutica.

Informé a Hitler de aquellas medidas, que me parecían las más lógicas. Estaba seguro de contar con su aprobación. Pero, para mi sorpresa, no tardé en recibir un escrito insólitamente brusco de Bormann: ¿Cómo se me había ocurrido buscarme nuevos cometidos que no eran de mi incumbencia? Hitler le había encargado transmitirme la orden de que todas las obras prosiguieran al ritmo habitual.

Esta decisión reiteraba la falta de realismo de Hitler, que perseguía dos cosas a la vez: por un lado, hablaba repetidamente de que Alemania había desafiado al destino y tenía que afrontar una lucha a vida o muerte; pero, por otro, no quería renunciar a su grandioso juguete, lo que reflejaba también su desprecio por la opinión de las masas, que no podrían comprender que se levantaran construcciones de lujo en un momento en que, por primera vez, el afán de expansión de Hitler comenzaba a reclamar víctimas. Fue la primera orden suya que no cumplí. También es verdad que durante el primer año de guerra vi a Hitler con muchísima menos frecuencia que antes; no obstante, cuando pasaba unos días en Berlín o unas semanas en el Obersalzberg, seguía pidiendo que se le enseñaran planos y apremiando para que las obras se concluyeran. Sin embargo, creo que no tardó en aceptar tácitamente que se paralizaran los trabajos.

A primeros de octubre, el conde Von der Schulenburg, embajador alemán en Moscú, informó a Hitler de que Stalin se interesaba personalmente por nuestros proyectos constructivos. Se exhibió en el Kremlin una serie de fotografías de nuestras maquetas, aunque, por indicación de Hitler, mantuvimos en secreto las principales obras, «para que Stalin no las copiara», según decía. Schulenburg propuso que yo fuera a Moscú a explicar los proyectos.

—Se podrían quedar con usted —dijo Hitler medio en broma, y no autorizó el viaje.

Poco después me dijo el enviado alemán Schnurre que a Stalin le habían gustado mis proyectos.

El 29 de septiembre, Ribbentrop regresó de la segunda Conferencia de Moscú con un tratado germano-soviético de amistad y de delimitación de fronteras que sellaría la cuarta división de Polonia. Durante la comida con Hitler, comentó que jamás se había sentido tan bien como entre los colaboradores de Stalin:

—¡Como si hubiese estado entre viejos camaradas del Partido,
mein Führer
!

Hitler pasó impertérrito por alto la entusiasta exclamación de su ministro de Asuntos Exteriores, que solía ser más bien adusto. Según dijo Ribbentrop, Stalin se mostró satisfecho con el acuerdo y al acabar las negociaciones había trazado, en la frontera de la zona asignada a Rusia, los límites de un territorio que regaló a Ribbentrop para que lo utilizara como un enorme coto de caza. Aquel gesto hizo entrar en acción a Göring, que no estaba dispuesto a aceptar que aquel terreno fuera un regalo personal al ministro de Asuntos Exteriores; opinó que tenía que ser de Alemania y, por consiguiente, suyo, puesto que, al fin y al cabo, él era el montero mayor del Reich. Esto dio origen a una viva disputa entre los dos cazadores, que terminó con un enorme enfado por parte del ministro de Asuntos Exteriores, ya que Göring se mostró más enérgico y persistente.

A pesar de la guerra, había que proseguir con la reforma del antiguo palacio del presidente del Reich, nueva residencia oficial del ministro de Asuntos Exteriores. Hitler visitó la obra cuando estaba a punto de concluir y se mostró descontento, por lo que Ribbentrop, sin pensarlo dos veces, hizo derribar todo lo que se había hecho hasta entonces y dio orden de empezar de nuevo. Posiblemente para complacer a Hitler, insistió en que se colocaran enormes marcos de mármol en las aberturas, así como unas puertas gigantescas que no cuadraban en absoluto con el tamaño de las salas. Antes de la nueva inspección, rogué a Hitler que se abstuviera de hacer comentarios negativos, para evitar que su ministro ordenase una tercera reforma, y esperó a estar en la intimidad para burlarse de las obras, que consideraba un completo desastre.

En octubre, Hanke me dijo haber informado a Hitler de que, durante el encuentro de las tropas alemanas y rusas en la línea de demarcación, en Polonia, se había observado que el armamento del Ejército Rojo era pobre y escaso. Otros oficiales confirmaron aquella declaración, de la que Hitler debió de tomar muy buena nota, pues se refirió a ella una y otra vez; le parecía un signo de debilidad militar o de falta de organización. Poco después, el fracaso de la ofensiva soviética contra Finlandia le hizo creer que su suposición quedaba confirmada.

A pesar de la confidencialidad de las operaciones militares, tuve cierto conocimiento de los planes de Hitler cuando en 1939 me encomendó la construcción de un cuartel general en el oeste de Alemania. Para este fin se eligió Ziegenberg, una finca señorial de la época de Goethe, enclavada en las estribaciones del Taunus, junto a Nauheim, que fue modernizada y equipada con búnkers.

Una vez terminadas las instalaciones, en cuyas obras, que incluían el tendido de cientos de kilómetros de cable telefónico y los más modernos medios de comunicación, se enterraron millones de marcos, Hitler manifestó inopinadamente que ese cuartel general resultaba demasiado lujoso: en la guerra quería llevar una vida sencilla, por lo que debíamos prepararle otro alojamiento, adecuado a la dureza de la época, en el Eifel. Quizá impresionara así a quienes ignoraban la cantidad de millones que se habían malgastado y los que habría que volver a invertir. Llamamos la atención a Hitler en este sentido, pero se mostró inflexible, pues veía peligrar su fama de «modestia y falta de pretensiones».

Tras la rápida victoria obtenida en Francia, creí que Hitler se había convertido en una de las figuras más grandes de la historia alemana. Y me impresionaba y disgustaba la apatía que, a pesar de todas las grandiosas victorias, me parecía percibir en la opinión pública. El propio Hitler desarrolló una confianza sin límites en sí mismo. Ahora había encontrado un nuevo tema para sus monólogos de sobremesa. Opinaba que sus ideas no habrían fracasado aunque se hubiera encontrado con las mismas deficiencias que llevaron a la derrota en la Primera Guerra Mundial. En aquel entonces, las jefaturas política y militar estaban enemistadas y se había dado mucho juego a los partidos para quebrar la unión alemana e incluso cometer traicioneras maniobras contra la patria. Por razones de protocolo, dirigieron el ejército los incapaces príncipes de las casas aristocráticas, que debían cosechar laureles militares para elevar el prestigio de su dinastía. Sólo el hecho de que aquellos vástagos de la nobleza decadente dispusieran de magníficos oficiales de Estado Mayor evitó mayores catástrofes. Además, Guillermo II fue también un incapaz como general en jefe del ejército. Ahora, por el contrario, Alemania estaba unida, concluía Hitler con satisfacción; los Länder tenían una importancia insignificante; los jefes militares habían sido elegidos entre los mejores oficiales, sin tener en cuenta su origen; se habían suprimido los privilegios de la nobleza; la política, la Wehrmacht y la nación se habían fundido hasta constituir una verdadera unidad. Y a la cabeza se hallaba él. Su energía, su voluntad y su fuerza superarían todos los futuros obstáculos.

Hitler se atribuyó personalmente el éxito de la campaña occidental. Él había ideado el plan para llevarla a cabo:

—He leído con mucho interés —aseguraba en ocasiones— el libro del coronel De Gaulle sobre la capacidad de las unidades motorizadas en la guerra moderna, y he aprendido mucho de esta lectura.

• • •

A poco de terminar la campaña de Francia, recibí una llamada telefónica de la secretaría del
Führer
: tendría que pasar unos días en su cuartel general por razones especiales. En aquella época, el cuartel general de Hitler se encontraba en el pueblecito de Bruly le Peche, no lejos de Sedán, del que habían sido desalojados todos los vecinos. Los generales y asistentes se habían instalado en las pequeñas casas de la única calle de la aldea. Tampoco era muy distinto el alojamiento de Hitler, quien me saludó del mejor humor cuando llegué:

—Volaremos a París dentro de unos días. Me gustaría que viniera usted con nosotros. Breker y Giessler vendrán también.

Al principio me dejó sumamente perplejo que el vencedor buscara la compañía de tres artistas para hacer su entrada en la capital de los franceses.

Aquella misma noche fui invitado a la reunión militar de Hitler, donde se discutieron los detalles del viaje a París. Me enteré de que no se trataba de una visita oficial, sino de una especie de «expedición artística» a la ciudad que, como Hitler había dicho tantas veces, lo había cautivado siempre, hasta el punto de que, aunque sólo había estudiado los planos de sus calles y de sus obras más notables, era como si ya hubiera vivido allí.

El armisticio debía entrar en vigor en la noche del 25 de junio de 1940, a la 1.35. Estábamos sentados con Hitler alrededor de una mesa de madera dispuesta en uno de los cuartos de su casa campesina. Poco antes de la hora convenida, Hitler ordenó apagar la luz y abrir las ventanas. Sentados en medio de la oscuridad, nos sentimos impresionados por la conciencia de estar viviendo un momento histórico tan cerca de su hacedor. Fuera, una trompeta hizo sonar el toque tradicional que anunciaba el cese de las acciones bélicas. A lo lejos debía de estarse formando una tormenta, pues, igual que en las novelas baratas, un relámpago surcaba a veces la oscuridad. Alguien, vencido por la emoción, se sonó. Luego se oyó la voz de Hitler, baja, monótona:

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