Albert Speer (28 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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—En el municipio de Berlín, los gastos deben ajustarse a los ingresos, pero en nuestro caso sucede lo contrario.
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En opinión de Hitler y mía, no había que recaudar de una sola vez los quinientos millones de marcos que se precisarían anualmente, sino que debían repartirse tanto como fuera posible; cada Ministerio y negociado oficial debería consignar sus necesidades en su presupuesto, y tendrían que hacer lo mismo los Ferrocarriles del Reich para sufragar la reforma de la red ferroviaria berlinesa o el municipio de Berlín para construir las calles y el metro. Las empresas privadas correrían con sus propios gastos.

Cuando, en 1938, hubimos establecido todos estos detalles, Hitler, con expresión divertida, dijo estas palabras sobre lo que en su opinión era un astuto rodeo para obtener una financiación discreta:

—Cuando la cantidad se distribuye de esta forma, no llama la atención lo que va a costar todo junto. Sólo financiaremos de manera directa la Gran Sala y el Arco de Triunfo. Pediremos al pueblo que haga donativos. Además, el ministro de Hacienda tendrá que facilitarnos anualmente sesenta millones de marcos. Lo que no se vaya a necesitar enseguida, lo guardaremos.

En 1941 yo ya había reunido 218 millones de marcos;
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en 1943, y a propuesta del ministro de Hacienda, la cuenta, en la que había ya 320 millones de marcos, fue suprimida con mi conocimiento y autorización, sin decirle nada a Hitler.

El ministro de Hacienda, Von Schwerin-Krosigk, no cesaba de poner objeciones y de formular protestas a causa de aquel derroche de fondos públicos. Hitler, para librarme de esas preocupaciones, se comparaba con el rey bávaro Luis II:

—¡Si el ministro de Hacienda supiera qué fuentes de ingresos va a tener el Estado en sólo cincuenta años gracias a mis obras! ¿Qué ocurrió con Luis II? Lo declararon loco a causa del coste de sus palacios. ¿Y qué pasa hoy? Pues que una gran parte de los turistas se dirige a la Alta Baviera precisamente para verlos. El dinero de las entradas ya hace tiempo que ha compensado lo que costaron aquellas edificaciones. ¿Qué opina usted? El mundo entero acudirá a Berlín para contemplar nuestras obras. A los americanos sólo tendremos que hacerles saber el coste de la Gran Sala. A lo mejor incluso exageramos un poco y decimos mil quinientos millones en lugar de mil. Y entonces tendrán que venir a verla: la construcción más cara del mundo.

Al examinar los planos, Hitler repetía con frecuencia: —Mi único deseo, Speer, es el de seguir con vida cuando todo esto se haya levantado. En 1950 organizaremos una Exposición Universal. Los edificios permanecerán sin ocupar hasta esa fecha y los inauguraremos para la exposición. ¡Invitaremos al mundo entero!

Aunque Hitler hablara así, era muy difícil adivinar sus verdaderos pensamientos. A mi esposa, que durante once años se vería privada de toda vida familiar, le prometí como consuelo un viaje alrededor del mundo para el año 1950.

El proyecto de Hitler de cargar el coste de las obras sobre la mayor cantidad posible de espaldas salió bien, pues la ciudad de Berlín, rica y en alza, atraía cada vez a más funcionarios, debido a la centralización del poder del Estado; también las empresas industriales tuvieron que tener en cuenta aquel desarrollo y ampliar sus centrales berlinesas. Hasta entonces, para tales propósitos sólo existía, como «escaparate de Berlín», la calle Unter den Linden y otras vías urbanas de menor importancia, por lo que la nueva avenida de 120 metros de anchura resultaba muy atractiva. Por un lado, porque en ella no eran de temer los atascos de tráfico y, por otro, porque los solares de aquella zona, entonces todavía algo alejada del centro, eran relativamente baratos. Al iniciar mi actividad, había numerosas peticiones de permisos de obras para edificar por todo el término municipal, sin ningún orden. Poco después de que Hitler asumiera el poder se erigió, en un barrio poco céntrico, el nuevo edificio del Banco del Reich, previo derribo de varios bloques. Por cierto que un día Himmler, después de la comida, presentó a Hitler los planos de este edificio y le hizo ver con toda seriedad que las secciones transversal y longitudinal tenían la forma de la cruz de Cristo, lo cual era una velada glorificación de la fe cristiana por parte del arquitecto Wolf, de religión católica. Sin embargo, Hitler entendía lo suficiente de construcción como para tomarse a risa la observación.

Unos meses antes de que los proyectos tomaran su forma definitiva, los 1.200 metros de calle que debían edificarse incluso antes de acabar de desplazar las vías ya estaban adjudicados. Las solicitudes de los Ministerios, empresas privadas y departamentos oficiales del Reich para que se les asignaran unos terrenos que no estarían disponibles hasta al cabo de algunos años alcanzaron tal volumen, que la urbanización de los siete kilómetros no sólo estaba asegurada, sino que, además, empezamos a asignar solares situados al sur de la estación meridional. Nos costó mucho convencer al director del Frente Alemán del Trabajo, el doctor Ley, que disponía de abundantes recursos procedentes de las cuotas de los trabajadores, de que no ocupara para sus servicios la quinta parte de la calle. Con todo, logró hacerse con un bloque de 300 metros de longitud que pretendía destinar a un gran centro de atracciones.

Uno de los motivos de aquella tremenda fiebre constructiva era también, naturalmente, la perspectiva de ganarse el favor de Hitler levantando edificios significativos. Dado que los gastos de las obras serían más elevados allí que en otros puntos, recomendé a Hitler que los compensara de algún modo; aceptó mi propuesta al instante.

—¿Por qué no otorgar incluso una condecoración a aquellos que apoyen el arte? Las concederemos muy pocas veces y fundamentalmente a los que hayan financiado una gran obra. En este sentido, se puede hacer mucho repartiendo condecoraciones.

Incluso el embajador británico creyó —y no sin razón, por cierto— haber obtenido un éxito al proponer a Hitler levantar una nueva Embajada en el remozado Berlín, y también Mussolini mostró un interés extraordinario en aquel proyecto.
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• • •

Si bien Hitler guardaba silencio sobre sus verdaderos proyectos constructivos, se hablaba y escribía más que suficiente sobre lo que se conocía. Y la consecuencia fue un alza de la arquitectura. Si Hitler se hubiese interesado por la cría de caballos, no cabe duda de que entre las personalidades del Reich se habría extendido igualmente la cría caballar; de esta manera surgió una producción masiva de proyectos de impronta hitleriana. Aunque no se puede hablar de un estilo del Tercer Reich, sino solo de una orientación predominante, ecléctica en los elementos concretos, lo cierto es que esa orientación lo marcaba todo. Y eso que Hitler no era en absoluto doctrinario. Comprendía perfectamente que un área de descanso en la autopista o un hogar campestre de las Juventudes Hitlerianas no podían tener el mismo aspecto que una obra urbana. Tampoco se le habría ocurrido nunca levantar una fábrica en su estilo representativo; al contrario, era capaz de entusiasmarse por una construcción industrial de acero y cristal. Sin embargo, opinaba que, en un Estado dispuesto a conquistar un Imperio, las obras públicas debían tener un sello que las distinguiera.

Otra consecuencia de los planes de urbanización de Berlín fueron los numerosos proyectos que se realizaron en otras partes. Todos los jefes regionales deseaban verse inmortalizados en su ciudad. Casi todos los proyectos mostraban, como el mío de Berlín, una cruz axial orientada hacia los puntos cardinales; el ejemplo berlinés se había convertido en un modelo. Mientras examinábamos los planos, Hitler dibujaba infatigablemente sus propios bocetos. Estaban hechos con soltura y eran acertados en la perspectiva: la planta, las secciones y los alzados estaban hechos a escala. Un arquitecto no lo podría haber hecho mejor. A veces mostraba por la mañana un boceto bien realizado que había desarrollado durante la noche; sin embargo, la mayoría de sus dibujos eran unos pocos trazos presurosos que surgían durante nuestras discusiones.

He guardado hasta el día de hoy todos los bocetos que Hitler dibujó en mi presencia, en los que anoté la fecha y el asunto. Es interesante comprobar que, de un total de ciento veinticinco bocetos, casi una cuarta parte se relaciona con proyectos de obras en Linz, una ciudad que siempre había sentido muy próxima. Entre ellos también hay muchos bocetos teatrales. Una mañana nos sorprendió con el diseño, limpiamente ejecutado durante la noche, de una «columna del Movimiento» para Munich que, como nuevo símbolo, habría empequeñecido las torres de Nuestra Señora.

Consideraba que ese proyecto, al igual que el Arco de Triunfo de Berlín, pertenecía a su dominio personal, y por ello no vacilaba en mejorar, incluso en el detalle, el diseño de un arquitecto muniqués. Aún hoy sigo considerando que sus cambios suponían auténticas mejoras, pues resolvían mejor la transmisión de las fuerzas estáticas a un zócalo que las propuestas del arquitecto, quien, por cierto, también era un autodidacta.

Hermann Giessler, a quien Hitler había encargado la planificación urbanística de Munich, era capaz de remedar con gran acierto al tartamudo doctor Ley, director del Frente Alemán del Trabajo. Hitler disfrutaba tanto, que pedía una y otra vez a Giessler que relatara la visita del matrimonio Ley a los locales donde estaban las maquetas del proyecto urbanístico de Munich. Giessler contaba, en primer lugar, la forma en que el jefe de los obreros alemanes había entrado en su estudio, vestido con un elegante traje de verano, guantes blancos y sombrero de paja, acompañado por su esposa, vestida de forma no menos llamativa, y cómo le había estado enseñando los proyectos de Munich hasta que Ley le interrumpió para decir:

—Edificaré aquí todo este bloque. ¿Cuánto costará? ¿Un par de cientos de millones? Sí, lo edificaremos…

—¿Y qué quiere usted construir aquí?

—Una gran casa de modas. ¡Toda la moda la haré yo! La hará mi mujer. Para eso necesitamos una casa grande. ¡La haremos! Mi esposa y yo determinaremos cómo ha de ser la moda alemana… Y…, y…, ¡y también necesitamos putas! Muchas, una casa entera, muy moderna. Nos encargaremos de todo. Un par de cientos de millones para la obra, eso no importa.

Para fastidio de Giessler, Hitler le hizo relatar aquella escena incontables veces y lloraba de risa a causa del espíritu degenerado de su «jefe de los trabajadores».

Hitler no impulsaba incansablemente sólo mis proyectos. Autorizaba sin cesar la construcción de foros en las capitales regionales y animaba a los restantes líderes para que actuaran como contratistas de obras representativas. Su afán por fomentar la competencia despiadada, ya que partía de la base de que sólo así se podrían obtener grandes rendimientos, hizo que me irritara muchas veces. Era incapaz de comprender que nuestras posibilidades tenían un límite. Pasaba por alto la objeción de que no pasaría mucho tiempo antes de que fuera imposible cumplir ningún plazo, ya que los jefes regionales pronto habrían gastado todo el material disponible.

Himmler acudió en ayuda de Hitler. Al enterarse de la amenaza de escasez de ladrillos y granito, ofreció utilizar a sus presos para producirlos. Propuso construir una gran fábrica de ladrillos en Sachsenhausen, cerca de Berlín, bajo la dirección de las SS. Como Himmler favorecía siempre las innovaciones, no tardó mucho en lograr que un inventor ideara un nuevo sistema para fabricar ladrillos. Sin embargo, no llegó a conseguir la producción prometida, ya que el invento fracasó.

La segunda promesa de Himmler, que siempre andaba tras los proyectos de futuro, terminó de un modo similar. Dijo que prepararía bloques de granito para las obras de Berlín y Nuremberg con ayuda de los internados en los campos de concentración. Fundó una empresa de nombre poco comprometedor y se comenzó a picar piedra. Sin embargo, a consecuencia de la inimaginable falta de profesionalidad de las operaciones de las SS, los bloques se agrietaron y desportillaron, por lo que las SS tuvieron que confesar a última hora que sólo podrían suministrar una pequeña parte del granito prometido; el departamento de construcción de autopistas del doctor Todt empleó como adoquines el resto de la producción. Hitler, que había puesto grandes esperanzas en las promesas de Himmler, se fue disgustando cada día más, hasta que terminó por decir con sarcasmo que lo mejor que podrían hacer las SS era dedicarse a producir zapatillas de fieltro, que es lo que solía fabricar en los establecimientos penitenciarios.

• • •

De entre el gran número de las obras planeadas, yo tenía que ocuparme, por deseo expreso de Hitler, de diseñar la plaza que se extendería ante la Gran Sala. Además, me había hecho cargo de la nueva edificación destinada a Göring y de la estación del sur. Esto era más que suficiente, pues tenía que proyectar también las construcciones para los Congresos del Partido en Nuremberg. Sin embargo, como todos esos planes se distribuían más o menos a. lo largo de una década, y teniendo en cuenta que delegaría los detalles técnicos en mi departamento, en el que trabajaban entre ocho y diez colaboradores, podría salir adelante. Aunque mi despacho particular se encontraba en la Lindenallee, en el Westend, no lejos de la Adolf-Hitler-Platz, llamada anteriormente Reichskanzler-Platz, solía pasar las tardes, que a menudo se prolongaban hasta bien entrada la noche, en la oficina del departamento urbanístico, situada en la Pariser Platz. Allí encargué grandes obras a los que, en mi opinión, eran los mejores arquitectos de Alemania: a Paul Bonatz, que había pasado mucho tiempo proyectando puentes, le encomendé la primera de sus obras importantes (el Alto Mando de la Marina de Guerra), cuyo espléndido diseño despertó el vivo entusiasmo de Hitler; Bestelmeyer debía proyectar el nuevo Ayuntamiento; Wilhelm Kreis, el Alto Mando del Ejército de Tierra, la «Galería de los Soldados» y diversos museos; a Peter Behrens, el maestro de Gropius y de Mies van der Rohe, se le encomendó, a propuesta de la AEG, su contratista habitual, la construcción en la gran avenida de los nuevos edificios administrativos de esta firma comercial. Naturalmente, ese encargo chocó con las protestas de Rosenberg y sus «celadores de la cultura», que se mostraban escandalizados porque aquel precursor del radicalismo en arquitectura se inmortalizara en la «calle del
Führer
». Pero a Hitler le gustaba la Embajada alemana en San Petersburgo, obra de Behrens, y le confió el encargo a pesar de todo. También invité varias veces a Tessenow, mi profesor, a tomar parte en los concursos, pero él no quiso abandonar su sencillo estilo artesanal y provinciano y se mantuvo obstinadamente alejado de la tentación de levantar grandes edificios.

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