Albert Speer (23 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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En el Palacio de Deportes, Hitler les habló así:

—Aquí soy el representante del pueblo alemán. Y cuando reciba a alguien en la Cancillería del Reich, no será Adolf Hitler como particular el que reciba al visitante, sino el
Führer
de la nación alemana. Por consiguiente, no soy yo quien lo acoge, sino Alemania a través de mí. Por eso quiero que las salas estén a la altura de este cometido. Cada uno de vosotros ha contribuido a construir una obra que perdurará a través de los siglos y que dejará testimonio de nuestra época. ¡La primera obra del nuevo gran Reich alemán!

Después de las comidas solía preguntar cuál de sus invitados no había visto aún la Cancillería, y se alegraba cuando podía mostrársela a alguno. En tales ocasiones demostraba a sus asombrados acompañantes su capacidad para retener datos. Comenzaba a preguntarme:

—¿Que medidas tiene esta sala? ¿Qué altura?

Yo me encogía de hombros, confuso, pero Hitler sabía las respuestas. No se equivocaba nunca. Poco a poco aquello se fue convirtiendo en una especie de juego con las cartas marcadas y, aunque terminé familiarizándome con las cifras, como era evidente que aquello lo divertía, lo dejaba hacer.

Las distinciones de Hitler se sucedieron: organizó en su domicilio un almuerzo para mis colaboradores más cercanos; redactó un artículo para un libro sobre la Cancillería del Reich; me condecoró con las insignias de oro del Partido y me regaló, con unas tímidas palabras, una de sus acuarelas. Pintada en 1909, en la época más sombría de su vida, reproduce una iglesia gótica y muestra un trabajo extraordinariamente minucioso, concienzudo y pedante, tan desprovisto de sentimiento como de inspiración. Pero no son sólo las pinceladas las que delatan falta de personalidad; por la elección de su objeto, sus colores apagados y su inocua perspectiva, la pintura es un testimonio inconfundible del primer período de Hitler: todas las acuarelas de esa época carecen de carácter, y también los cuadros que pintó cuando era enlace militar en la Primera Guerra Mundial resultan impersonales. El tránsito hacia la confianza en sí mismo se produjo más tarde; dan prueba de ello los dos bocetos a pluma que dibujó hacia 1925 para la Gran Sala de Berlín y para el Arco de Triunfo. Diez años más tarde hizo nuevos bocetos en mi presencia, y trazaba entonces con mano enérgica línea tras línea con lápiz rojo y azul, hasta forzar la manifestación de la forma que había imaginado. Sin embargo, seguía apreciando las insignificantes acuarelas de su juventud, y las regalaba cuando pretendía distinguir a alguien de una manera especial.

• • •

Hacía décadas que en la Cancillería del Reich había un busto de mármol de Bismarck, obra de Reinhold Begas. Unos días antes de la inauguración de la Cancillería, el busto se cayó durante el traslado y se le rompió la cabeza. A mí me pareció un mal presagio. Como, además, había oído a Hitler relatar que el águila del Reich que coronaba el edificio de Correos se había desplomado justo al principio de la Primera Guerra Mundial, le oculté aquella desdicha y pedí a Breker que realizara una copia exacta, a la que aplicamos una ligera pátina utilizando té.

En el discurso ya mencionado, un Hitler seguro de sí mismo dijo:

—Eso es precisamente lo maravilloso de la construcción: la tarea realizada se convierte en un monumento. Es algo muy distinto a un par de botas, que, aunque también hay que hacerlas, en uno o dos años quedan destrozadas y se tiran. Esto perdurará y será durante siglos un testimonio de todos los que la han creado.

El nuevo edificio se inauguró el 12 de enero de 1939. Hitler recibió en la gran sala a los diplomáticos acreditados en Berlín para la recepción de Año Nuevo.

Sesenta y cinco días después de la inauguración, es decir, el 15 de marzo de 1939, el jefe del Estado checoslovaco fue conducido al nuevo despacho. Fue allí donde se desarrolló la tragedia que comenzó durante la noche con la sumisión de Hacha y terminó a primeras horas de la mañana con la ocupación de su país.

—Al final tuve al viejo señor tan presionado —contaba Hitler más tarde—, que perdió por completo los nervios y se manifestó dispuesto a firmar; en ese momento sufrió un ataque cardíaco. En la habitación contigua, mi doctor Morell le aplicó una inyección que en este caso resultó demasiado efectiva. Hacha se recuperó, volvió a mostrarse enérgico y no quería firmar, pero al final vencí definitivamente su resistencia.

El 16 de julio de 1945, es decir, setenta y ocho meses después de la inauguración de la Cancillería, Winston Churchill quiso visitar el edificio.
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«Una gran multitud se había reunido ante la Cancillería del Reich. A excepción de un anciano que negaba desaprobadoramente con la cabeza, todos me lanzaron vivas. Aquella demostración me conmovió tanto como las facciones demacradas y la ropa gastada de la población. Acto seguido anduvimos un buen rato por los destruidos corredores y salones de la Cancillería del Reich».

Poco después se desescombró el edificio. Sus piedras y mármoles suministraron el material necesario para el monumento conmemorativo que los rusos erigieron en Berlín-Treptow.

CAPÍTULO IX

UN DÍA EN LA CANCILLERÍA DEL REICH

Entre cuarenta y cincuenta personas tenían acceso en todo momento a la mesa del almuerzo de Hitler en la Cancillería del Reich. Sólo tenían que llamar por teléfono a los asistentes para informarles de que acudirían a comer. Por lo general se trataba de jefes regionales y nacionales del Partido y de algunos ministros, además de las personas del círculo íntimo de Hitler; sin embargo, no se veía a ningún oficial, aparte del asistente de Hitler en la Wehrmacht. Dicho asistente, el coronel Schmundt, instó en varias ocasiones al
Führer
para que accediera a invitar también a su mesa a los militares de alta graduación, pero Hitler siempre rechazaba su propuesta. Quizá viera con claridad que el círculo de sus viejos colaboradores habría motivado observaciones despectivas en el cuerpo de oficiales.

Yo también tenía libre acceso al domicilio de Hitler e iba a comer allí con frecuencia. El guardia que había en la entrada del jardín conocía mi automóvil y me abría la puerta sin más explicaciones. Aparcaba en el patio y me dirigía a la vivienda reformada por Troost, situada a la derecha de la nueva Cancillería que yo había levantado, con la que se comunicaba por un vestíbulo.

El miembro de las SS de la escolta de Hitler que estuviera de guardia me saludaba con familiaridad; yo entregaba mi rollo de planos y me dirigía a la amplia antesala, sin que nadie me acompañara, como si fuera de la casa. La antesala tenía dos cómodos grupos de asientos, las blancas paredes adornadas con gobelinos y el suelo de mármol rojo oscuro ricamente cubierto de alfombras. Normalmente habían llegado ya algunos invitados que se entretenían charlando, y otros ultimaban algún asunto por teléfono. Preferían esperar aquí porque era el único lugar en el que se podía fumar.

No era lo habitual saludarse con el «
Heil Hitler!
» de rigor; nos limitábamos a darnos los «buenos días». Tampoco era usual demostrar la afiliación al Partido llevando insignias en la solapa de la americana, y era relativamente raro ver uniformes. El que había logrado llegar hasta allí tenía el privilegio de comportarse hasta cierto punto sin ceremonia alguna.

A la verdadera sala de estar, en la que los presentes charlaban generalmente de pie, se llegaba a través de un salón de recepción cuadrado que no se utilizaba a causa de sus incómodos muebles. La sala de estar, de unos cien metros cuadrados de superficie, era la única estancia de toda la casa que estaba amueblada de un modo acogedor y no había sufrido ningún cambio durante la gran reforma de 1933-1934 por respeto a Bismarck: tenía el techo de vigas de madera, las paredes entabladas hasta media altura y una chimenea adornada con un escudo del Renacimiento florentino que el canciller del Reich Von Bülow trajo en su día de Italia. Era la única chimenea de la planta baja, y a su alrededor se agrupaban varios asientos tapizados de piel oscura; detrás del sofá había una gran mesa donde podían encontrarse algunos periódicos. Un gobelino y dos cuadros de Schinkel, prestados por la Galería Nacional, colgaban de las paredes.

Hitler no era nunca puntual. La hora de comer era hacia las dos de la tarde, pero podía aparecer a las tres, o incluso más tarde, unas veces procedente de sus habitaciones, situadas en el piso superior, y muchas otras de alguna reunión que se hubiera celebrado en la Cancillería. Entraba sin ninguna ceremonia, como lo haría cualquiera. Saludaba a sus huéspedes estrechándoles la mano. Entonces se formaba un círculo alrededor de él, y Hitler expresaba su opinión respecto a alguna cuestión del día; a algunos elegidos les preguntaba, por lo general en un tono neutro, por la salud de «su señora». Después pedía a su jefe de Prensa un extracto de las noticias, tomaba asiento en un sillón algo apartado y comenzaba a leer. A veces le pasaba una hoja a uno de los presentes, al tiempo que improvisaba algunas observaciones, si la noticia le parecía particularmente interesante.

• • •

Los invitados permanecían en pie entre quince y veinte minutos, hasta que se descorría el cortinaje de una puerta acristalada que daba acceso al comedor. El «intendente doméstico», un hombre con aspecto de posadero que despertaba confianza por el volumen de su barriga, comunicaba a Hitler, en el tono discreto que exigía aquel ambiente, que la comida estaba lista. El
Führer
iba delante, los invitados lo seguían sin ningún orden protocolario, y todos entraban en el comedor.

De todas las estancias de la vivienda del canciller que habían sido reformadas por el profesor Troost, aquella gran habitación cuadrada, de doce metros por doce, era la más equilibrada. Una pared con tres puertas acristaladas daba al jardín; frente a ellas había un gran buffet chapado en madera de palisandro, sobre el que colgaba una pintura inacabada de Kaulbach que, sin carecer de encanto, evitaba la meticulosidad excesiva de aquel ecléctico pintor. En las otras dos paredes había sendos nichos en arco de medio punto, y en cada uno se erigía un desnudo del escultor muniqués Wackerle sobre un pedestal de mármol claro. A ambos lados de los nichos se abrían unas puertas de cristal que conducían a una gran sala de estar y a la otra sala, ya mencionada, que daba acceso al comedor. Las paredes finamente enyesadas, de un color blanco roto, combinadas con unos cortinajes igualmente claros, daban una luminosa amplitud a la estancia. Unos leves salientes en las paredes subrayaban la limpia y severa simetría, delimitada por una cornisa. Los muebles eran sobrios y serenos. El centro estaba ocupado por una mesa redonda en la que cabían unas quince personas, rodeada de discretas sillas de madera oscura, tapizadas de cuero granate. Todas las sillas eran iguales, incluso la que ocupaba Hitler. En los rincones había cuatro mesas más pequeñas, con cuatro o seis sillas del mismo tipo cada una. El servicio de mesa, elegido por el profesor Troost, comprendía unos platos de porcelana clara y copas sencillas. En el centro de la mesa había un jarrón con flores.

Este era el «restaurante del alegre canciller del Reich», como Hitler lo llamaba con frecuencia ante sus invitados. Él tomaba asiento en el lado de la ventana, y junto a él lo hacían los dos comensales que había elegido antes de entrar en el comedor. Los demás se sentaban a la mesa como querían. Cuando los invitados eran muchos, los asistentes y otras personas de menor rango, entre las que también me contaba yo, se sentaban a las mesas pequeñas, lo cual, a mi modo de ver, era una ventaja, pues en ellas se podía conversar más relajadamente.

La comida era muy sencilla: sopa, carne con un poco de verdura y patatas y, finalmente, postre. Para beber podíamos elegir entre agua mineral, cerveza corriente de Berlín y vino barato. El propio Hitler tomaba su comida vegetariana y bebía Fachinger, y si a alguno de los huéspedes le apetecía, podía pedir lo mismo, aunque pocos lo hacían. Hitler daba un gran valor a la frugalidad. Suponía que eso sería tema de conversación en toda Alemania. Un día los pescadores de Helgoland le regalaron una langosta gigantesca; cuando el delicado manjar llegó a la mesa para deleite de los invitados, Hitler no sólo manifestó su desaprobación por la insensatez que llevaba a devorar tan antiestéticos monstruos, sino que prohibió los lujos de aquella naturaleza. Göring participaba raramente en esas comidas. Un día en que le comuniqué a él que no asistiría a uno de los almuerzos de la Cancillería, me dijo:

—La comida que se sirve allí es francamente mala. ¡Y encima esos provincianos muniqueses del Partido…! ¡Insoportable!

Hess se presentaba a comer una vez cada quince días. Le seguía, en curiosa procesión, su asistente, que llevaba a la Cancillería del Reich un recipiente de hojalata que contenía una comida especial, que se calentaba en la cocina. Hitler ignoró durante mucho tiempo que Hess se hacía servir sus propios platos vegetarianos. Cuando por fin alguien se lo hizo saber, se volvió enojado hacia él ante todos los comensales:

—Mi cocinera es excelente y sabe preparar comidas de régimen. Si su médico le ha prescrito algo especial, ella podrá hacérselo. Pero no quiero que se traiga usted la comida.

Hess, que ya por entonces tendía a las réplicas obstinadas, intentó explicar a Hitler que los componentes de su comida tenían que ser de una procedencia biológico-dinámica especial, a lo que se le contestó sin rodeos que, en ese caso, se quedara a comer en su casa. A partir de entonces Hess apenas acudió a los almuerzos.

Cuando, por exigencias del Partido, en los hogares alemanes debía comerse potaje todos los domingos, bajo el lema «cañones por mantequilla», también en casa de Hitler se servía únicamente sopa. En consecuencia, el número de invitados muchas veces quedaba reducido a sólo dos o tres, lo que indujo a Hitler a formular sarcásticas observaciones sobre el espíritu de sacrificio de sus colaboradores, pues, al mismo tiempo, se presentaba una lista en la que cada uno anotaba su donativo. A mí cada potaje me costaba entre cincuenta y cien marcos.

• • •

Goebbels era el principal invitado del almuerzo; Himmler aparecía muy pocas veces. Naturalmente, Bormann no se perdía ninguna comida, aunque, al igual que yo, formaba parte de la corte interna y no podía ser considerado un invitado.

Las conversaciones de sobremesa que Hitler tenía en la Cancillería no se apartaban del temario desconcertante y lleno de prejuicios que hacía tan fatigosas las charlas del Obersalzberg. Aparte de que ahora se expresaba con mayor dureza, continuaba con el mismo repertorio, que no ampliaba ni completaba y que apenas enriquecía con nuevos puntos de vista. Ni siquiera se esforzaba en disimular lo penosas que resultaban sus numerosas repeticiones. No puedo decir que me impresionaran sus manifestaciones, por lo menos en aquella época, por mucho que me sintiera atrapado por su personalidad. Al contrario, más bien me decepcionaban, pues había esperado de él opiniones y juicios de más entidad.

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