Albert Speer (22 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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—Mi séquito tiene que causar un efecto impactante. Así destacará más mi sencillez.

Aproximadamente un año después, Hitler encomendó a Benno von Arent, escenógrafo del Reich, que hasta la fecha había preparado el
atrezzo
de óperas y operetas, el diseño de nuevos uniformes diplomáticos. Los fracs cubiertos de bordados en oro fueron del agrado de Hitler. No obstante, hubo voces burlonas que dijeron:

—¡Es como si estuviéramos en un teatro!

Arent también tuvo que diseñar condecoraciones para Hitler. Desde luego, habrían podido causar sensación en cualquier escenario. A partir de entonces llamé a Arent «el hojalatero del Tercer Reich».

Cuando Hitler regresó de aquel viaje, resumió así sus impresiones:

—Estoy contento de no tener monarquía y de no haber escuchado nunca a los charlatanes que trataban de convencerme para que la impusiera. ¡Tanto cortesano, tanta etiqueta! ¡Es inconcebible! ¡Y el
Duce
, siempre en segundo plano! La familia real ocupaba los mejores puestos en todos los banquetes oficiales y en las tribunas. El
Duce
, que es quien realmente representa al Estado, quedaba muy apartado.

Con arreglo al protocolo, Hitler, en calidad de jefe del Estado, había sido equiparado al rey, mientras que Mussolini sólo era el primer ministro.

Después de su visita a Italia, Hitler se sintió obligado a tributar a Mussolini un homenaje especial. Dispuso que, una vez reformada en el marco de la nueva configuración urbanística de Berlín, la Adolf-Hitler-Platz llevara el nombre de Mussolini.
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Desde el punto de vista arquitectónico, a Hitler aquella plaza le parecía sencillamente horrorosa, afeada por las modernas construcciones de la «época del sistema»,
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pero:

—Si más adelante bautizamos la actual «plaza de Adolf Hitler» como «plaza de Mussolini», me habré deshecho de ella definitivamente. Y además, parecerá un honor especial que ceda precisamente mi plaza al
Duce
. ¡Yo mismo he diseñado ya un monumento a Mussolini!

Pero no llegó a colocarlo, pues la reforma de la plaza que Hitler había ordenado ya no iba a poder realizarse.

• • •

El dramático año 1938 llevó finalmente a Hitler a un acuerdo con las potencias occidentales sobre la cesión de grandes territorios de Checoslovaquia. Unas semanas antes, en sus discursos ante el Congreso del Partido en Nuremberg, Hitler se mostró como el colérico líder de su nación; apoyado por los frenéticos aplausos de sus partidarios, intentó convencer al extranjero, que escuchaba con atención, de que en caso necesario tampoco temería una guerra. Juzgada en retrospectiva, se trataba de una enorme provocación, cuya efectividad ya había puesto a prueba con éxito, a escala reducida, en su entrevista con Schuschnigg. Por otra parte, gustaba de establecer en público el límite de su osadía, y no podía echarse atrás sin poner en juego su prestigio.

Ni siquiera a sus más íntimos colaboradores, a los que expuso con claridad lo inevitable de la situación, les dejó la menor duda respecto a su disposición para la guerra, a pesar de que habitualmente no dejaba que nadie conociera sus más recónditas intenciones. Sus palabras a ese respecto consiguieron impresionar incluso a su viejo asistente en jefe Brückner. En septiembre de 1938, durante el Congreso del Partido, estábamos sentados en un muro del castillo de Nuremberg y frente a nosotros se extendía, envuelta en la bruma, la vieja ciudad iluminada por el suave sol de septiembre. Brückner dijo entonces, abatido:

—Quizá sea la última vez que veamos todo esto en paz. Es probable que no tardemos en entrar en guerra.

Hay que atribuir más a la tolerancia de los poderes occidentales que a la moderación de Hitler que se evitara una vez más la guerra que Brückner había vaticinado. La anexión de los Sudetes a Alemania se consumó ante los ojos de un mundo aterrorizado y de los partidarios de Hitler, totalmente convencidos de la infalibilidad de su líder.

Las fortificaciones fronterizas checas suscitaron el asombro general. Durante una prueba de tiro se demostró, para sorpresa de los peritos en la materia, que las armas alemanas obtenían un pobre resultado contra estas defensas. El propio Hitler se trasladó a la antigua frontera para hacerse una idea de la instalación de casamatas y regresó muy impresionado. En su opinión, las fortificaciones eran sorprendentemente sólidas, estaban dispuestas de una manera extraordinariamente hábil y aprovechaban muy ventajosamente la disposición del terreno.

—Si hubieran ofrecido resistencia, habría resultado muy difícil conquistarlas y hacerlo nos habría costado muchas bajas. Ahora las tenemos sin haber perdido una gota de sangre. ¡Desde luego, de algo estoy seguro! ¡Nunca permitiré que los checos construyan otra línea defensiva! Esta nos da una posición excelente. Hemos cruzado las montañas y ya estamos en los valles de Bohemia.

• • •

El 10 de noviembre, al dirigirme a mi despacho, tuve que pasar ante las ruinas, todavía humeantes, de la sinagoga de Berlín. Era este el cuarto de los graves acontecimientos que marcaron el carácter del último año anterior a la guerra. Este recuerdo óptico constituye hoy en día una de las experiencias más deprimentes de mi vida, pues lo que más me molestó entonces fue la contemplación del desorden que reinaba en la Fasanenstrasse: vigas carbonizadas, trozos de fachadas derruidas, paredes calcinadas… Anticipos de una imagen que se habría de adueñar de casi toda Europa durante la guerra. Pero lo que más me perturbó fue el nuevo despertar político de la «calle». Los cristales rotos de los escaparates herían, ante todo, mi sentido burgués del orden.

No me di cuenta entonces de que se había roto algo más que los cristales; de que aquella noche Hitler había cruzado por cuarta vez en un solo año el Rubicón y que había hecho irrevocable el destino de su Reich. ¿Percibí entonces, siquiera por un momento fugaz, que estaba comenzando algo que habría de concluir con la destrucción de un grupo de nuestro pueblo? ¿Que también cambiaría mi sustancia moral? No lo sé.

Me tomé más bien con indiferencia lo sucedido. Contribuyeron a ello algunas palabras de pesar de Hitler, quien aseguró que él no deseaba esos ataques. Casi parecía avergonzado. Goebbels insinuó más tarde, en la intimidad, que el iniciador de aquella triste y monstruosa noche había sido él mismo, y creo perfectamente posible que pusiera a un Hitler vacilante frente a los hechos consumados para imponerle la ley de la acción.

Siempre me ha sorprendido no recordar apenas las observaciones antisemitas de Hitler. Retrospectivamente puedo recomponer, partiendo de los elementos que conservo en la memoria, lo que entonces me llamaba la atención: la discrepancia respecto a la imagen que había querido forjarme de Hitler; la preocupación por su creciente decaimiento físico; la esperanza de que se suavizara la lucha contra la Iglesia; el anuncio de utópicas metas lejanas; toda clase de curiosidades… En aquel tiempo, el odio de Hitler hacia los judíos me parecía tan natural que no me impresionaba.

Yo sentía que era el arquitecto de Hitler. Los acontecimientos políticos no eran de mi incumbencia. Me limitaba a darles un escenario imponente. Hitler me reafirmaba a diario en esta forma de ver las cosas al invitarme a discutir únicamente sobre arquitectura; además, mi intromisión en cuestiones políticas se habría achacado a la presunción de un advenedizo. Me sentí y me vi dispensado de cualquier toma de posición. Además, la educación nacionalsocialista pretendía la compartimentación del pensamiento; se esperaba de mí que me limitara a la arquitectura. En qué grotesca medida me aferré a esta ilusión lo demuestra mi informe a Hitler de 1944: «La misión que debo cumplir es apolítica. Me he sentido a gusto en mi trabajo cuando tanto este como yo mismo han sido considerados y valorados solo desde un punto de vista profesional».
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Sin embargo, la distinción carecía, en el fondo, de importancia. Hoy me parece que habla de mi esfuerzo por mantener alejada de mi imagen idealizada de Hitler la habitual puesta en práctica de las consignas antisemitas que aparecían en las pancartas que colgaban a la entrada de las poblaciones y que constituían el tema de las tertulias del té. Pues, naturalmente, en realidad no tenía la menor importancia quién había movilizado a la plebe y la había lanzado contra las sinagogas y las tiendas judías, ni si la acción se había producido a instancias de Hitler o sólo con su autorización.

Después de salir de Spandau, se me ha preguntado una y otra vez lo que yo mismo traté de averiguar durante las dos décadas que pasé en la soledad de mi celda: lo que sabía de la persecución, deportación y exterminio de los judíos; lo que habría tenido que saber y la parte de culpa que creía tener.

No volveré a dar la respuesta con la que durante tanto tiempo he tratado de tranquilizar a los que me lo preguntaban y sobre todo a mí mismo: que en el sistema de Hitler, como en todos los regímenes totalitarios, cuanto más alta era la posición que uno ocupaba, mayores eran el aislamiento y el blindaje respecto al exterior; que la tecnificación del asesinato reduce el número de asesinos y aumenta la posibilidad de ignorar su existencia; que la manía secretista del régimen creaba diversos grados de iniciación, lo que daba a todo el mundo la oportunidad de no percibir lo inhumano.

No volveré a dar estas respuestas, con las que intentamos enfrentarnos a lo que sucedió como lo haría un abogado. Es verdad que yo, en mi calidad de protegido y, más tarde, influyente ministro de Hitler, me hallaba aislado; es verdad que el atenerse exclusivamente a sus asuntos dio grandes posibilidades de evasión tanto al arquitecto como después al ministro de Armamentos; es verdad que no sabía lo que comenzó en aquella noche del 9 al 10 de noviembre de 1938 y culminó en Auschwitz y Maidanek. Pero la dimensión de mi aislamiento, la intensidad de mi evasión y mi grado de ignorancia eran cosas que, en definitiva, determinaba yo mismo.

He llegado a comprender que mis torturantes exámenes de conciencia plantean la cuestión de forma tan equivocada como los curiosos con los que me ido tropezando. Si lo sabía o no lo sabía, y cuánto sabía, se convierte en una cuestión del todo irrelevante al lado de la cantidad de cosas horribles que debería haber sabido y en las consecuencias que se derivaban con toda claridad de lo poco que sí sabía. En el fondo, los que me interrogan esperan que me justifique. Sin embargo, no tengo ninguna excusa.

• • •

La nueva Cancillería del Reich debía estar terminada el 9 de enero de 1939. Hitler vino a Berlín desde Munich el día 7. Estaba muy tenso y era evidente que esperaba encontrar una terrible confusión de obreros y brigadas de limpieza. Todo el mundo conoce la prisa febril con la que poco antes de entregar una obra se desmontan andamios, se quita el polvo y se retiran los escombros, se tienden las alfombras y se cuelgan los cuadros. Sin embargo, Hitler se equivocaba. Desde el principio habíamos incorporado al cálculo de la obra una reserva de unos cuantos días que después no necesitamos, por lo que terminamos cuarenta y ocho horas antes de la fecha de entrega. Cuando Hitler atravesó las estancias, habría podido sentarse inmediatamente a su mesa de trabajo y comenzar a ocuparse de los asuntos de gobierno.

La obra lo impresionó mucho. Se deshizo en elogios hacia su «genial arquitecto» y, en contra de su costumbre, también los manifestó en mi presencia. El hecho de que yo hubiera conseguido terminar el encargo dos días antes de lo previsto me valió además la fama de ser un extraordinario organizador.

A Hitler le gustó especialmente la larga caminata que los invitados oficiales y diplomáticos tendrían que dar en el futuro para llegar hasta la sala de recepción. No compartía mis reparos respecto al pulido suelo de mármol, que aunque de mala gana quería cubrir con una larga alfombra:

—Esa es precisamente la cuestión. Deben moverse como diplomáticos, pero sobre un suelo resbaladizo.

La sala de recepción le pareció demasiado pequeña y ordenó que su tamaño se triplicara. Los planos de la ampliación estaban listos cuando comenzó la guerra. El despacho, en cambio, fue de su completo agrado. Le gustó especialmente la marquetería de su escritorio, que representaba una espada a medio desenvainar:

—Bien, bien… Cuando lo vean los diplomáticos que estén sentados frente a mí en esta mesa, sabrán lo que es el miedo.

Desde los campos dorados que hice disponer sobre las cuatro puertas de su despacho, cuatro virtudes bajaban la vista hacia Hitler: «Sabiduría, prudencia, valentía y justicia». No sé qué me indujo a concebir esta idea. En la sala redonda, dos esculturas de Arno Breker flanqueaban el pórtico de la gran galería; una de ellas representaba al «osado» y la otra al «ponderado».
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Esta alusión más bien patética de mi amigo Breker al hecho de que toda osadía debe llevar aparejada la inteligencia evidenciaba —al igual que mi consejo alegórico de no olvidar, junto a la valentía, las demás virtudes— una ingenua sobrevaloración del poder de las recomendaciones artísticas, aunque es probable que revelara también cierta inquietud respecto a la firmeza de los logros conseguidos.

Junto a la ventana había una gran mesa, formada por una pesada losa de mármol, que al principio no tenía finalidad alguna. En ella se celebraron, a partir de 1944, las reuniones para analizar la situación militar; los mapas del Estado Mayor que se desplegaron sobre ella señalaban el rápido avance de los enemigos occidentales y orientales en el territorio del Reich. Aquí tuvo Hitler su última reunión militar sobre la Tierra; la siguiente se celebró a 150 metros de allí, bajo muchos kilos de hormigón. La sala de reuniones del Gabinete, completamente revestida de madera por razones acústicas, agradó mucho a Hitler; sin embargo, jamás la utilizó para el fin al que estaba destinada. Más de uno de los ministros del Reich me pidió ver «su» sala. Hitler me dio su autorización, de modo que a veces podía verse a un ministro guardar unos minutos de silencio ante su sitio, que jamás había ocupado, en el que había una gran carpeta de piel azul con su nombre escrito en letras de oro.

Cuatro mil quinientos obreros habían estado trabajando en dos turnos para cumplir los plazos fijados. Otros mil más, diseminados por el país, habían construido partes de la obra. Se los invitó a todos, carpinteros, albañiles, picapedreros, montadores, etcétera, a visitar la obra, y recorrieron impresionados el edificio.

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