Albert Speer (21 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Nos contó que la principal conclusión a que llegaba Morell en su diagnóstico establecía el completo agotamiento de la flora intestinal, que atribuía a una sobrecarga nerviosa. Una vez curado esto, las demás molestias desaparecerían automáticamente. De todos modos, quería acelerar el proceso por medio de inyecciones de vitaminas, hormonas, fósforo y glucosa. El tratamiento duraría un año. Hasta entonces sólo cabía esperar éxitos parciales.

A partir de entonces, el medicamento del que más iba a hablarse, llamado Multiflor, consistía en unas cápsulas de bacterias intestinales, que eran, según aseguraba Morell, «de una cepa inmejorable, procedente de un campesino búlgaro». Nos describió muy por encima el resto de los productos que inyectaba y hacía tomar a Hitler. Desde luego, nunca confiamos plenamente en sus métodos. El médico de cabecera, el doctor Brandt, hizo indagaciones entre internistas amigos suyos, que coincidieron en rechazar los métodos de Morell por atrevidos y poco investigados, y también les pareció que podían crear adicción. En efecto, las inyecciones se hacían cada vez más frecuentes, como también la administración intravenosa de sustancias químicas y vegetales y de complementos biológicos extraídos de testículos y entrañas de animales. Un día Göring ofendió gravemente a Morell, al que trató de «señor jefe de inyecciones del Reich».

Sin embargo, al poco de comenzar el tratamiento desapareció un eccema que Hitler tenía hacía tiempo en un pie. También su estómago mejoró al cabo de algunas semanas; podía comer más, tomaba platos más pesados, se sentía mejor y manifestaba con entusiasmo:

—¡De no haber encontrado a Morell…! ¡Me ha salvado la vida! Su ayuda ha sido realmente maravillosa.

Si Hitler sabía deslumbrar con su hechizo a los demás, en este caso sucedió lo contrario. Quedó totalmente convencido de la genialidad de su nuevo médico de cabecera y pronto prohibió toda crítica. Desde aquel momento Morell entró a formar parte del círculo íntimo de Hitler, convirtiéndose, cuando este no se hallaba presente, en objeto involuntario de diversión, pues sólo sabía hablar de estreptococos y otros microbios, de testículos de toro y de las últimas vitaminas.

Hitler recomendaba insistentemente a todos sus colaboradores que consultaran a Morell en cuanto sintieran la más mínima molestia. Yo acudí a su consulta cuando, en 1936, mi circulación sanguínea y mi estómago se rebelaron contra el insensato ritmo de trabajo y contra la adaptación a las anormales costumbres de Hitler. El rótulo de la entrada decía: «Doctor Theo Morell, enfermedades dermatológicas y venéreas». Morell tenía el consultorio y la vivienda en la parte más mundana de la Kurfürstendamm, cerca de la Gedächtniskirche. En su casa podían verse numerosas fotos con dedicatorias de célebres artistas de cine; también estaba allí el príncipe heredero. Después de examinarme someramente, Morell me recetó sus bacterias intestinales, glucosa, vitaminas y hormonas. Yo, para mayor seguridad, hice que el profesor Von Bergmann, internista de la Universidad de Berlín, me examinara a fondo durante un par de días. De acuerdo con su diagnóstico, no tenía lesión orgánica alguna, sino tan solo trastornos de tipo nervioso, ocasionados por un exceso de trabajo. Moderé mi actividad en la medida de lo posible y las molestias remitieron. Para evitar que Hitler se disgustara, fui diciendo que seguía al pie de la letra las instrucciones de Morell y, como mi salud mejoraba, me convertí durante un tiempo en una muestra de la eficacia de Morell. A instancias de Hitler, también examinó a Eva Braun, quien después me contó que era tan sucio que le daba náuseas y me aseguró asqueada que no permitiría que Morell la continuara tratando.

Aunque la mejora de Hitler fue transitoria, ya no se apartó de su nuevo médico. Al contrario, la meta de las visitas de Hitler a la hora del té fue cada vez con más frecuencia la casa que el doctor Morell tenía en la isla de Schwanenwerder, cerca de Berlín; era el único lugar que todavía lo atraía, aparte de la Cancillería. A Goebbels lo visitaba muy raramente; sólo una vez vino a mi domicilio, en Schlachtensee, para ver la casa que me había construido.

Desde fines de 1937, cuando el tratamiento de Morell comenzó a perder efectividad, Hitler volvió a sus quejas de siempre. Incluso cuando encargaba unas obras o discutía unos planos, añadía a veces:

—No sé cuánto tiempo me queda de vida. Quizá la mayor parte de las obras no se terminen hasta que yo ya no esté…
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Varias grandes obras debían terminarse entre 1945 y 1950. Así pues, puede que Hitler contara con vivir algunos años más. También decía:

—Cuando yo desaparezca… Ya no me queda mucho tiempo…
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También en su círculo íntimo se manifestaba continuamente en este sentido:

—Ya no viviré mucho más. Siempre pensé que tendría tiempo de llevar a cabo mis planes. ¡Tengo que hacerlo yo mismo! Ninguno de mis sucesores tendría la energía suficiente para superar las inevitables crisis. Así pues, mis propósitos tendrán que cumplirse mientras todavía me quede salud para imponerme.

Hitler redactó su testamento personal el 2 de mayo de 1938; el 5 de noviembre de 1937 ya había expuesto el político, en el que calificaba sus ambiciosos planes de conquista de «legado testamentario en caso de que él muriera», ante el ministro de Asuntos Exteriores y la cúpula militar del Reich.
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En su entorno íntimo, que noche tras noche debía ver triviales operetas y oír inacabables parrafadas sobre la Iglesia católica, regímenes alimenticios, templos griegos y perros pastores, Hitler ocultaba hasta qué punto se tomaba en serio su sueño de dominar el mundo. Posteriormente, muchos antiguos colaboradores de Hitler han intentado establecer la teoría de que Hitler sufrió una transformación en 1938, debida al empeoramiento de su salud a causa de los métodos curativos de Morell. Yo, por el contrario, soy de la opinión de que los proyectos y objetivos de Hitler no cambiaron nunca. Lo único que sucedió fue que su enfermedad y su temor a la muerte lo llevaron a acortar los plazos. Sólo un contrapoder superior habría podido frustrar sus planes, pero en 1938 no existía. Al contrario, los éxitos que obtuvo ese año lo animaron a forzar aún más un ritmo que ya era acelerado.

Me parece que la prisa febril que impulsaba nuestras obras también tenía que ver con su desasosiego interior. Durante la fiesta de cobertura de aguas dijo a los obreros:

—Esto ya no es un ritmo de trabajo americano; ahora es un ritmo de trabajo alemán. Creo que también yo rindo más que los hombres de Estado de las llamadas democracias, y que también en el aspecto político llevamos otro ritmo. Si es posible incorporar un Estado al Reich en tres o cuatro días, también tiene que serlo levantar un edificio en uno o dos años.

A veces me pregunto si su desmedida pasión constructora no tenía el objetivo adicional de ocultar sus proyectos Allá por el año 1938, estando en el Palacio Alemán de Nuremberg, Hitler habló de su obligación de limitarse a comentar únicamente aquello que pudiera llegar al conocimiento público. Entre los presentes se hallaban el jefe nacional Philipp Bouhler y su joven esposa. Esta objetó que tales limitaciones no serían necesarias en la intimidad, pues todos nosotros sabríamos guardar cualquier secreto que nos confiara. Hitler, echándose a reír, respondió:

—Aquí solo hay uno que sepa guardar silencio.

Y me señaló a mí. Sin embargo, lo que habría de suceder en los meses siguientes no lo supe por él.

• • •

El 2 de febrero de 1938 vi a Erich Raeder, comandante en jefe de la Marina de guerra, cruzar alterado el vestíbulo de casa de Hitler después de hablar con él. El almirante estaba pálido, iba con paso inseguro y parecía a punto de sufrir un ataque cardíaco. Dos días después leí en el periódico que el ministro de Asuntos Exteriores, Von Neurath, había sido sustituido por Von Ribbentrop, y que Von Brauchitsch había reemplazado a Von Fritsch como comandante en jefe del ejército de Tierra. Hitler se había hecho cargo del mando supremo de la Wehrmacht, ejercido hasta entonces por el mariscal Von Blomberg, y había nombrado a Keitel jefe de su Estado Mayor.

Yo conocía del Obersalzberg al capitán general Von Blomberg, un hombre correcto, de aspecto respetable, al que Hitler tenía en alta estima y que, hasta su destitución, fue tratado con una deferencia desacostumbrada. Por invitación de Hitler, Von Blomberg visitó en otoño de 1937 mis oficinas de la Pariser Platz, donde vio los planos y maquetas de Berlín. Permaneció cerca de una hora en mi despacho, tranquilo y lleno de interés, acompañado de un general que subrayaba cada palabra de su jefe con un gesto de asentimiento. Era Wilhelm Keitel, que ahora se había convertido en el más estrecho colaborador de Hitler en el Alto Mando de la Wehrmacht. Yo, desconocedor de la jerarquía militar, lo había tomado por el asistente de Blomberg.

El capitán general Von Fritsch, al que nunca había visto antes, me rogó por aquellos mismos días que fuera a verlo a su despacho, en la Bendlerstrasse. No era solo curiosidad lo que lo llevaba a desear ver los planos de Berlín. Los extendí encima de una gran mesa para mapas; escuchó mis explicaciones con frialdad y manteniendo las distancias, con un laconismo militar rayano en la descortesía. Por sus preguntas tuve la impresión de que estaba ponderando en qué medida Hitler, con sus grandes proyectos de construcción a largo plazo, podía estar interesado en mantener la paz. Quizá me equivocara.

Tampoco conocía al barón Von Neurath, ministro de Asuntos Exteriores del Reich. Un día de 1937 Hitler consideró que la villa de su ministro no respondía a la importancia de sus obligaciones oficiales y me ordenó que fuera a ver a su esposa para proponerle una considerable ampliación, de la que se haría cargo el Estado. La señora Von Neurath me mostró la casa y afirmó de manera concluyente que el ministro y ella opinaban que no necesitaba ninguna mejora, y me agradeció el ofrecimiento. Hitler se disgustó y no volvió a proponérselo. Una vez más, la antigua nobleza había mostrado su modestia y se distanciaba abiertamente de la necesidad de aparentar de los nuevos señores. Desde luego, con Ribbentrop no tenía el mismo problema: en verano de 1936 me hizo viajar a Londres porque deseaba reformar la Embajada alemana; las obras debían estar concluidas en primavera de 1937, cuando se celebrara la ceremonia de coronación de Jorge VI, para impresionar con una ostentación de lujo a la alta sociedad de Londres. Ribbentrop dejó los detalles en manos de su esposa, quien llegó a tales delirios arquitectónicos con un interiorista de la Asociación de Talleres que hizo que sintiera que mi presencia era superflua. Conmigo, Ribbentrop se mostraba conciliador; sin embargo, durante los días que permaneció en Londres lo ponía siempre de muy mal humor recibir telegramas del ministro de Asuntos Exteriores, quien consideraba que todo aquello era una intromisión. Entonces declaraba enojado y en voz muy alta que él concertaba su política directamente con Hitler, que era quien le había confiado aquella misión.

A muchos colaboradores políticos de Hitler que deseaban mantener buenas relaciones con Inglaterra les parecía más que cuestionable la capacidad de Ribbentrop a ese respecto. En otoño de 1937, el doctor Todt realizó un viaje de inspección de las obras de la autopista con Lord Wolton. Después Todt habló del deseo oficioso del Lord de que lo enviaran a él como embajador en Londres para reemplazar a Ribbentrop, con quien las relaciones nunca mejorarían. Ambos nos ocupamos de que Hitler lo supiera, pero no reaccionó.

Poco después del nombramiento de Ribbentrop como ministro de Asuntos Exteriores, Hitler le propuso derribar la antigua residencia oficial del ministro y establecerla en el palacio del presidente del Reich. Ribbentrop aceptó la propuesta.

El segundo acontecimiento que haría patente aquel mismo año la progresiva aceleración de la política de Hitler lo viví el 9 de marzo en el vestíbulo de su domicilio de Berlín. Schaub, su asistente, estaba sentado junto a un aparato de radio, escuchando el discurso que el doctor Schuschnigg, el canciller federal austríaco, pronunciaba en Innsbruck. Hitler se había retirado a su despacho particular, situado en el primer piso. Era evidente que Schaub estaba esperando oír algo determinado. Tomaba notas mientras Schuschnigg hablaba en términos cada vez más concretos, hasta que finalmente anunció la celebración de un referéndum: el pueblo austríaco habría de decidirse a favor o en contra de su independencia; a continuación, Schuschnigg dijo a sus paisanos, en buen austríaco: «Ha llegado el momento».

Había llegado también el momento que Schaub esperaba, y este voló escaleras arriba hacia el despacho de Hitler. Poco después, también Goebbels, vestido de frac, y Göring, con uniforme de gala, acudieron apresuradamente a reunirse con él. Venían de alguna fiesta de la temporada de baile berlinesa y desaparecieron en el piso superior.

Una vez más, al cabo de unos días me enteré por el periódico de lo que había sucedido. Las tropas alemanas habían penetrado en Austria el 13 de marzo. Unas tres semanas después también yo me dirigí en automóvil a Viena, con el objetivo de preparar el vestíbulo de la estación del Noroeste para el gran mitin que debía celebrarse en aquella ciudad. La gente de todas las ciudades y pueblos saludaba con la mano a los coches alemanes. En el Hotel Imperial de Viena encontré el reverso trivial del júbilo por la anexión. Numerosas personalidades defensoras de la «Gran Alemania», como por ejemplo el conde Helldorf, jefe superior de policía de Berlín, habían acudido allí a toda prisa, evidentemente atraídas por la abundancia de artículos en los comercios: «En tal sitio todavía hay sábanas de buena calidad…». «En tal otro, tantas mantas de lana como quieras…». «Yo he descubierto una tienda que tiene licores extranjeros…». Estos eran jirones de las conversaciones que se mantenían en el vestíbulo del hotel. Me sentí asqueado y me limité a comprar un borsalino. ¿Qué más me daba todo aquello?

Poco después de la anexión de Austria, Hitler pidió un mapa de Europa central y mostró a su círculo privado, que lo escuchaba con devota atención, cómo ahora Checoslovaquia estaba «atenazada». Años después, Hitler seguía insistiendo en la generosidad política que había mostrado Mussolini al consentir que las tropas alemanas entraran en Austria. Se lo agradecería siempre, pues para Italia una Austria intercalada como amortiguador neutral habría sido una solución más favorable. En cambio, ahora las tropas alemanas estaban en el Paso del Brennero, lo cual, a la larga, supondría una molestia para la política interna de Roma. En cierto modo, el viaje de Hitler a Italia en 1938 pretendía ser un primer gesto de agradecimiento, aunque también lo ilusionaban las obras monumentales y los tesoros artísticos de Roma y Florencia. Se hicieron pomposos uniformes para su séquito y Hitler los aprobó. Le gustaban los dispendios; que él prefiriera llevar ropa marcadamente discreta se debía a un cálculo basado en la psicología de las masas:

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