Al Filo de las Sombras (19 page)

Read Al Filo de las Sombras Online

Authors: Brent Weeks

BOOK: Al Filo de las Sombras
6.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sobre la mesa había diez arcos cortos sin las cuerdas. Estaban decorados con grabados sencillos, casi toscos, de hombres y animales, sobre todo caballos.

—Gwinvere, no deberías haberlo hecho.

—Eso me dicen mis contables.

Agon recogió uno e intentó doblarlo.

—Cuidado —dijo ella—. El hombre que... se procuró estos arcos dijo que hay que calentarlos junto al fuego durante media hora antes de poder encordarlos. De otro modo, se rompen.

—Son auténticos arcos ymmuríes —observó Agon—. Ni siquiera había visto uno antes.

Esos arcos eran una de las maravillas del mundo. Nadie salvo los ymmuríes conocía el secreto de su fabricación, aunque se notaba a simple vista que de algún modo habían usado no solo madera sino también asta y una cola procedente de cascos de caballo derretidos. Podían atravesar una coraza pesada a doscientos pasos de distancia, una hazaña que solo los arcos largos alitaeranos podían emular. La ventaja era que esos arcos eran lo bastante cortos para usarse a caballo. Agon había oído historias de los señores de los caballos que, con sus armaduras ligeras, trazaban círculos al galope en torno a compañías protegidas por corazas pesadas, fuera del alcance de los arqueros tradicionales, y destrozaban a la compañía entera con sus disparos. Cada vez que los lanceros cargaban, la caballería ligera de Ymmur huía a grupas de sus pequeños ponis, sin dejar de tirar flechas. Nadie había descubierto aún alguna forma de contrarrestar ese ataque. Gracias a los dioses, nadie había unido jamás a los ymmuríes, o arrasarían todo Midcyru.

Los arcos resultarían perfectos para los cazadores de brujos de Agon. Acarició uno con la mano.

—Sabes cómo se llega al corazón de un hombre, Gwinvere —dijo, encantado como un niño con zapatos nuevos.

Ella sonrió y, por un momento dorado, él también. Gwinvere era preciosa, tan lista, capaz y formidable, y al mismo tiempo, ahora que la miraba a los ojos, de algún modo también frágil, sacudida por la muerte de Durzo, el hombre al que había amado durante quince años. Gwinvere era profunda y misteriosa y, aunque se había creído demasiado viejo para que lo afectaran esas cosas, su belleza lo conmovió. Su olor... dioses, ¿era el mismo perfume que había llevado hacía tantos años? Le llegó a lo más hondo. Pero allí, en lo más hondo, veía a su esposa. Quizá nunca sabría si estaba viva o muerta. Nunca podría llorarla, nunca podría seguir adelante y renunciar a la esperanza sin renunciar a ella y traicionarla de alguna manera.

Su sonrisa perdió algo de brillo, y Gwinvere lo notó. Le tocó en el brazo.

—Me alegro de que te gusten. —Fue hasta la puerta y se volvió—. Eso sí, informa a tus hombres de que cada uno de estos arcos cuesta más de lo que ellos ganarán en toda su vida. —Entonces sonrió. Fue una sonrisa para volver a instalarlos en un clima de levedad. Una sonrisa que decía que Gwinvere lo veía, lo sabía y, aunque no correspondía a su interés, no lo usaría contra él.

Agon soltó una carcajada seca, aceptando el enfoque de Gwinvere.

—Haré que lo paguen con su pellejo.

La cara del atracador era más asombrosa que sus palabras. Se trataba del mismo hombre al que Kylar juraría haber entrevisto desde la ventana del conde Drake el día que Vi intentó matarlo.

Kylar lo drogó con vino de adormidera y lo llevó a un albergue para el tratamiento de adictos. Adictos de familia acaudalada, por supuesto. El tratamiento en sí era sencillo: más que nada, tiempo. Los cuidadores administraban infusiones y otras hierbas de dudosa utilidad, amarraban al adicto, limpiaban la diarrea y el vómito y esperaban. Las paredes eran gruesas, las celdas independientes y privadas. Kylar no tuvo ningún problema con los guardias, quienes echaron un vistazo, vieron un adicto y los dejaron pasar.

—Por favor, amárrame —dijo el ladeshiano cuando entraron en una celda minúscula.

Había un escritorio, una silla, una palangana con su jarra y una cama, pero las paredes eran de ladrillo visto. Era deliberadamente ascética. Cuantos menos objetos hubiera en la habitación, menos posibilidades habría de que un intento de suicidio resultara exitoso.

—No creo que vayas a descontrolarte durante unas horas como mínimo —dijo Kylar.

—No estés tan seguro.

De modo que Kylar lo ató a la cama con las gruesas correas de cuero y el hombre pareció aliviado. Sonrió con su boca mellada de adicto. A Kylar se le revolvió el estómago. ¿No había tenido aquel hombre una sonrisa radiante en su momento?

—¿Quién eres? —le preguntó—. ¿Y qué es lo que crees saber de mí?

—Sé que tienes un ka’kari, Kylar Stern. Conocí a Durzo Blint, sé que fuiste su aprendiz y sé que esta es tu segunda encarnación. Antes te llamabas Azoth.

A Kylar le dio un vuelco el corazón.

—¿Quién eres?

El hombre volvió a sonreír, una sonrisa enorme, como si se hubiera acostumbrado tanto a sonreír para enseñar su dentadura blanca y perfecta que todavía no se hubiese adaptado a su mueca de adicto. Lo extraño era que, ya atado, parecía arrogante.

—Soy Aristarco ban Ebron, shalakroi de Benyurien en la provincia de la Seda de Ladesh.

—¿En Ladesh llaman shalakroi a los adictos a la hierba jarana?

La altivez cayó de la cara del hombre como un cargamento de ladrillos.

—No. Lo siento. Y siento el intento de matarte. No podía controlarme.

—Ya he visto.

—No creo que lo entiendas —dijo Aristarco.

—He visto adictos antes.

—No soy solo un adicto, Kylar. —Esbozó una sonrisa sardónica y torcida que reveló más dientes podridos—. Es lo que diría cualquier adicto, ¿no? Intenté salir de Cenaria cuando la ciudad cayó, pero mi piel ladeshiana me delató. Los khalidoranos me detuvieron y me interrogaron acerca del negocio de la seda. Odian el monopolio sedero tanto como el resto de vosotros los midcyreños. Ese interrogatorio no habría supuesto un problema, pero un vürdmeister llamado Neph Dada me vio. Tiene el poder de Escrutar. No sé qué vio, pero empezaron a torturarme. —Su mirada se volvió distante—. Eso fue malo. Lo peor era que después de cada vez me hacían comer a la fuerza unas semillas. Eliminaban el dolor. Lo mejoraban todo. Ni siquiera reconocí lo que eran. Los khalidoranos no me dejaban dormir. Solo me torturaban, me daban semillas, me torturaban. Ni siquiera me hicieron preguntas hasta que llegó él.

—¿Él? —A Kylar se le revolvió el estómago.

—Yo... temo pronunciar su nombre —reconoció Aristarco, avergonzado por su miedo y aun así silenciado por el temor. Empezó a tamborilear con los dedos.

—¿El rey dios?

Asintió.

—El ciclo siguió hasta que ya no tenían que obligarme a comer las semillas. Yo las suplicaba. La segunda vez que estuvo él, usó magia conmigo... Está fascinado con la compulsión. Mágica, química y combinaciones de las dos, dijo. Yo era otro experimento más. Al cabo de un tiempo, les... les di tu nombre, Kylar. Me impuso la compulsión de matarte. Tenía una caja con mis semillas dentro que solo se abriría una vez hubiese obedecido. —Lo recorrió un temblor—. ¿Entiendes? Probé con la hierba jarana para ir tirando, probé con el vino de adormidera. Nada funciona. Pensé que, si llegaba aquí lo bastante rápido, podría ponerte sobre aviso. Conseguí ocultarles unas cuantas cosas. No saben que vuelves de la muerte. No saben nada de la Sociedad o de tus encarnaciones.

Todo transcurría demasiado deprisa para Kylar. Las implicaciones explotaban en cien direcciones distintas.

—¿Qué sociedad? —preguntó.

Aristarco parecía no dar crédito a sus oídos, y hasta dejó de tamborilear.

—¿Durzo no te lo contó?

—Ni una palabra.

—La Sociedad del Segundo Amanecer.

—No lo había oído en mi vida.

—«La Sociedad del Segundo Amanecer está consagrada al estudio de los presuntos inmortales, la delineación de sus capacidades y el confinamiento de dichos poderes a quienes no vayan a abusar de ellos.» Somos una sociedad secreta, repartida por todo el mundo. Así es como he podido encontrarte. Fuimos fundados hace siglos. En aquel entonces creíamos que había docenas de inmortales. Con el paso de los años, llegamos a la conclusión de que había como mucho siete, y quizá solo uno. El hombre al que tú conocías como Durzo Blint fue también Ferric Cordefuego, Vin Craysin, Tal Drakkan, Yric el Negro, Hrothan Doblaceros, Zak Eurthkin, Rebus Diestro, Qos Delanoesh, X!rutic Ur, Mir Graggor, Pips McClawski, Garric Matasombras, Dav Escabullido y probablemente una docena más que no conocemos.

—Eso son la mitad de las historias de Midcyru.

Aristarco empezaba a estremecerse y sudar, pero siguió hablando con voz templada.

—Se hizo pasar con éxito por nativo de al menos una docena de culturas diferentes, probablemente el doble. Hablaba más idiomas de los que yo he oído mencionar siquiera, por lo menos treinta, sin contar dialectos, y todos con tanta fluidez que los nativos no podían detectarle ningún acento. Había ocasiones en las que desaparecía durante veinte o hasta cincuenta años... no sabemos si vivió en soledad o se casaba e instalaba en regiones remotas. Sin embargo, apareció en todos los grandes conflictos durante seis siglos, y no siempre en el bando que uno se esperaría. Hace doscientos años, luchó como Hrothan Doblaceros a favor de las campañas expansionistas alitaeranas durante los primeros treinta años de la guerra de los Cien Años, y luego «murió» y luchó con los ceuríes contra ellos como el espadachín-santo Oturo Kenji.

Quien se estremeció entonces fue Kylar. Recordó cuando su hermandad había intentado atracar a Durzo. Cuando vieron quién era, se encogieron ante la figura de un ejecutor legendario. ¡Un ejecutor legendario! Qué poco sabían. Qué poco había sabido Kylar. Sintió una irrazonable punzada de despecho.

¿Cómo pudo no contárselo Durzo? Kylar había sido como un hijo para él. Había estado más próximo a él que nadie... y no le había contado nada. Kylar solo había visto una cáscara amargada y supersticiosa de hombre, y se había creído de algún modo superior a él.

Kylar no había conocido a Durzo Blint en absoluto. Y ahora el héroe salido de las leyendas, docenas de ellas, estaba muerto. Muerto a manos de Kylar. Kylar había destruido algo sin ser consciente de su valor. No había conocido al hombre al que había llamado maestro y ya nunca lo haría. Notaba un agujero en el estómago. Se sentía atontado, distante, furioso y al borde de las lágrimas, todo a la vez. Durzo estaba muerto, y Kylar lo echaba de menos más de lo que podría haber imaginado.

En la cara de Aristarco afloraban ya perlas de sudor. Había agarrado las sábanas con los puños.

—Si tienes alguna pregunta que hacerme sobre esas encarnaciones o las tuyas o cualquier otra cosa, te ruego que preguntes enseguida. No me... encuentro muy bien.

—¿Por qué sigues hablando de encarnaciones como si yo fuese una especie de dios? —No era una gran pregunta, pero los auténticos interrogantes eran tan grandes que Kylar ni siquiera sabía cómo plantearlos.

—Se te adora en unas pocas regiones remotas donde tu maestro no fue muy cuidadoso a la hora de revelar la magnitud de sus poderes.

—¡¿Qué?!

—La Sociedad habla de encarnaciones porque «vidas» es demasiado confuso, y no estamos seguros de si tenéis tantas vidas como queréis, si se trata de un número finito o si es solo una que no termina nunca. Ninguno de nosotros os ha visto morir con sus propios ojos. «Encarnaciones» también tiene sus críticos, pero eso es sobre todo entre los separatistas modainíes que creen en la reencarnación. Hazme caso, vuestra existencia los hunde en un bucle teológico. —A Aristarco se le agitaban las piernas, casi entre convulsiones—. Lo siento —dijo—, hay tantas cosas que me gustaría poder contarte. Tanto que me gustaría poder preguntar.

De repente, entre todas las grandes preguntas sobre Durzo, sobre los poderes de Kylar, sobre el rey dios y lo que sabía o creía saber, Kylar vio solo a un hombre sudando sobre una tabla, un hombre que había perdido los dientes y la belleza por él, un hombre al que habían torturado y convertido en adicto, al que habían compelido a intentar matarlo y había luchado contra ese impulso con todas sus fuerzas. Había hecho todo eso por un hombre a quien ni siquiera conocía.

De modo que Kylar no le preguntó por la Sociedad, la magia o lo que Aristarco podía hacer por él. Eso ya llegaría más tarde, si los dos sobrevivían hasta entonces.

—Aristarco —dijo—, ¿qué es un shalakroi?

Eso pilló al hombre desprevenido.

—Está... está un poco por debajo de un duque midcyreño, pero no es un cargo hereditario. Saqué mejor puntuación que otros diez mil estudiantes en los exámenes del Servicio Civil. Solo cien sacaron mejor nota en todo Ladesh. Goberné un área del tamaño aproximado de Cenaria.

—¿La ciudad?

Aristarco sonrió entre el sudor y contrajo los músculos.

—El país.

—Es un honor conoceros, Aristarco ban Ebron, shalakroi de Benyurien.

—El honor es mío, Kylar ban Durzo. ¿Me haréis el favor de matarme?

Kylar se volvió de espaldas a él.

El orgullo y la esperanza salieron volando de Aristarco junto con su aliento. Se hundió en la cama, de repente pareció pequeño.

—No me hacéis ningún bien, mi señor. —Tuvo otra convulsión, y se debatió contra las ataduras de cuero. Las venas se hinchaban en su frente y sus brazos demacrados—. ¡Por favor! —exclamó cuando pasó la convulsión—. Por favor, si no queréis matarme, ¿me dais mi caja? ¿Solo una semilla? ¿Por favor?

Kylar se fue. Se llevó la caja y la quemó. Aparte de una trampa con una aguja envenenada, estaba vacía.

Capítulo 20

—Santidad, nuestro asesino ha muerto —dijo Neph Dada al salir al balcón del rey dios—. Pido disculpas por informar de este fracaso, aunque desearía señalar que yo recomendé...

—No ha fracasado —corrigió Garoth Ursuul, sin volverse ni dejar de contemplar la vista de la ciudad.

Neph abrió la boca, recordó con quién estaba hablando y la cerró. Se encorvó un poco más.

—Le encomendé una tarea que pudiera frustrar para que cumpliese la que en verdad yo deseaba —dijo el rey dios. Todavía mirando la ciudad, se frotó las sienes—. Encontró a Kylar Stern. Nuestro ka’karifer está en Caernarvon.

Se sacó una nota del bolsillo.

—Transmite este mensaje a nuestro agente allí para que se lo dé a Vi Sovari. Debería llegar cualquier día de estos.

Neph parpadeó convulsivamente. Había creído saber todo lo que hacía el rey dios. Había creído que su propio dominio del vir se hallaba a un paso pequeño del del rey dios, y en ese momento, como quien no quiere la cosa, el hombre le salía con eso. Hacía que las ambiciones de Neph retrocedieran meses. ¡Meses! Cómo lo odiaba. ¿Garoth podía rastrear mágicamente localizaciones exactas? Neph jamás había oído hablar de nada parecido. ¿Qué significaba eso? ¿Sabía Garoth de la existencia del campamento en el Túmulo Negro? Los meisters de Neph llevaban un tiempo secuestrando aldeanos para sus experimentos, pero eso quedaba muy lejos y Neph había sido muy cuidadoso. No, no podía ser eso.

Other books

Prophet of Bones by Ted Kosmatka
For Eric's Sake by Carolyn Thornton
Maxie (Triple X) by Dean, Kimberly
Shelter by Ashley John