Al Filo de las Sombras (15 page)

Read Al Filo de las Sombras Online

Authors: Brent Weeks

BOOK: Al Filo de las Sombras
6.12Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Nunca había visto un esquema tan detallado —comentó—. Es... muy impresionante, Kylar.

Intentó ser más cuidadoso en adelante, pero topaban sistemáticamente con los mismos problemas. A lo largo de su carrera, Durzo había experimentado miles de veces con todo tipo de hierbas. Cuando le encargaban un muriente sin fecha límite, probaba con cinco o seis hierbas distintas. Kylar empezaba a comprender que Durzo probablemente había sabido más de hierbas que cualquier otra persona viva; sin embargo, por lo general lo contrataban para matar a gente sana, de modo que a veces los conocimientos de Kylar resultaban inútiles.

Un día, un hombre desesperado acudió a la tienda de la tía Mia en busca de ayuda. Su maestro se moría, y cuatro matasanos habían sido incapaces de ayudarle. En ocasiones el cometido de la tía Mia iba más allá del estricto de una comadrona, por lo que el criado había acudido a ella como último recurso. Sin embargo, la tía Mia no estaba. A Kylar le daba demasiado apuro ir a la casa del enfermo pero, después de interrogar al sirviente, había preparado una poción. Más tarde se enteró de que el hombre se había recuperado. Fue una sensación extrañamente agradable. Había salvado una vida, así de fácil.

De todos modos, se sentía culpable viviendo de la caridad de la tía Mia. Había pasado varias semanas ordenando su tienda porque, a pesar de su don para trabajar con las personas, tenía un sentido de la organización desastroso. Sin embargo, no había hecho nada de valor para ella. No le estaba aportando ningún dinero. Elene había encontrado trabajo de doncella, pero la paga apenas bastaba para costear la comida de los tres. Braen estaba cada día más huraño y farfullaba sobre gorrones, pero Kylar no podía culparlo.

Acarició Sentencia con la punta de los dedos. Cada vez que se ajustaba la espada, actuaba de juez y de verdugo. La hoja se había convertido en el emblema de su juramento roto.

Esa noche no. Kylar la guardó en su caja y, recurriendo a su Talento, saltó por la ventana. Surcó los tejados hasta encontrar la casa de Pelo Dorado y apartó todo lo demás de su cabeza. Se pasaba el día entero preocupándose; no echaría a perder también sus noches.

Toda la familia estaba allí, dormida en su casita de una sola habitación. Kylar dio media vuelta para partir, pero algo lo detuvo. La chica y su padre estaban dormidos. La madre movía los labios. Al principio, Kylar pensó que soñaba, pero entonces abrió los ojos y salió de la cama.

No encendió ninguna vela. Echó un vistazo rápido por la estrecha ventana, donde Kylar la observaba invisible. Parecía asustada, tanto que Kylar comprobó que seguía sin poder verlo. Sin embargo, la mujer no tenía la mirada clavada en él. Miró a su espalda, pero en la calle no había nadie. La madre de Pelo Dorado se estremeció y se arrodilló junto a la cama.

¡A rezar! La madre que la parió. Kylar sentía a la par vergüenza e ira por presenciar algo tan personal. No estaba seguro de por qué. Maldijo en silencio y se dispuso a marcharse.

Tres hombres armados se acercaban por la calle. Kylar reconoció a dos de ellos: eran los tipos que habían perseguido a Pelo Dorado la otra noche.

—Es una bruja, creedme —decía uno de los matones al individuo que Kylar no reconocía.

—Es verdad, shinga, lo juro —corroboró el otro.

«Será una broma.» ¿El shinga de Caernarvon en persona estaba comprobando los cuentos de unos matones cualesquiera sobre una bruja? ¡Una bruja! Como si una bruja fuese a haberse limitado a poner la zancadilla a los hombres en vez de matarlos.

Kylar oyó algo y volvió a mirar dentro de la casa. La mujer había despertado a su marido y los dos rezaban. Resultaba extraño porque, desde su cama, era imposible que pudieran ver a los matones del Sa’kagé. A lo mejor la mujer tenía algo de Talento.

«Rezan pidiendo protección.» Kylar esbozó una mueca desdeñosa, y la pequeña parte mezquina que tenía dentro quiso largarse. Que su Dios solucionase sus propios problemas. Kylar llegó a darse la vuelta, pero no podía hacerlo.

—Barush —susurró al shinga uno de los matones—, ¿qué hacemos?

El shinga le dio una bofetada.

—¡Perdón! ¡Perdón! —gimoteó el hombre—. Quería decir: shinga Trampete, ¿qué hacemos?

—Matarlos.

Dioses misericordiosos. Era alucinante. El Sa’kagé de la ciudad era una parodia tan lamentable que le entraban ganas de reír. Salvo que no tenía gracia. ¿El shinga abofeteaba a sus hombres para conseguir su respeto? En Cenaria, cuando Pon Dradin miraba a los hombres con algo que no fuera inconfundible aprobación, se encogían de miedo. Y ni siquiera había sido el verdadero shinga.

Kylar estuvo a punto de irse por puro asco. ¡Qué ineptitud!

Aun así, no hacía falta gran cosa para matar. Un ejecutor lo sabía bien.

Sí, sí, era todo un dilema, ¿verdad? Allí estaba él, quizá uno de los asesinos más capaces del mundo. Podía matar a los tres maleantes antes de que emitieran ningún sonido. Y pese a ello no podía ni siquiera hacerles daño. Tenía delante a la hez del hampa, y ellos iban a matar mientras que a él no le era posible. Genial.

Estaban solo a veinte pasos.

—¿Y si...? ¿Y si vuelve a usar la brujería, shinga?

Por supuesto, no se molestaron en formular un plan antes de lanzarse contra su blanco. Eso sería un tanto profesional.

Barush Trampete bufó y se acercó a la puerta.

—Esas gilipolleces no me dan miedo.

Al verle los ojos, la mano de Kylar salió disparada hacia su espalda, pero Sentencia no estaba. Su momentánea sorpresa bastó para liberarlo del impulso homicida. Lo había jurado. Maldición, lo había jurado. Tenía que haber otra manera. Esa noche, habría otra manera.

De modo que Kylar se materializó delante del shinga. O, más bien, partes de él lo hicieron. Dejó que algo de luz atravesara el ka’kari que lo cubría, con lo que adquirió una traslucidez brumosa. La curva de un bíceps negro, de una iridiscencia aceitosa, resplandecía por un momento y desaparecía, seguida por la línea de unos hombros anchos, la uve de su torso, los contornos de los músculos de su pecho... todos exagerados para parecer mayores de lo que eran. Los fragmentos de su figura aparecían y se esfumaban como fantasmas.

Barush Trampete se quedó paralizado, y entonces Kylar remató el efecto con su golpe maestro. El ka’kari se solidificó en sus ojos, que brillaron como joyas negras metálicas en mitad de la noche. Luego apareció el resto de su cara, cubierta por una máscara de metal negro resplandeciente que se amoldaba a su rostro. Era amenazador. Era algo más que amenazador. Era la cara misma del juicio, de la sentencia encarnada, y ante lo que vio Kylar en los ojos del shinga —odioenvidiavariciasesinatotraición—, la máscara se volvió feroz. Kylar tuvo que clavarse las uñas en las palmas para no liquidarlo.

El shinga dejó caer su porra, acobardado. A Kylar no le sorprendió; sabía lo que el tipo estaba viendo... porque, en fin, había practicado delante del espejo.

—Esta familia —dijo Kylar con una voz suave y sedosa como un gato al acecho— está bajo mi protección.

Levantó la mano izquierda y la flexionó. Con un siseo, el ka’kari se estiró hasta formar una larga y humeante daga de puño. En los ojos de Kylar brotaron unas llamas bajas de fuego azul. Era algo totalmente gratuito y echaba a perder su visión nocturna, por no hablar del malestar que provocaba, pero el efecto valía la pena.

El shinga se estremeció, petrificado, boquiabierto, y Kylar vio que en sus pantalones se extendía una mancha y a sus pies empezaba a formarse un charquito.

—Corred —dijo Kylar, mostrando un atisbo de fuego azul en la boca. «No voy a notar el sabor de nada durante una semana.»

Los matones soltaron sus armas y arrancaron a correr, pero Kylar no sintió satisfacción alguna. Justo cuando pensaba que no podía buscarse más problemas, volvía a meterse en camisa de once varas. ¿Qué le había dicho Durzo Blint hacía más de una década? «Una amenaza es una promesa, chaval. En la calle, puedes mentir sobre cualquier cosa menos cuando amenazas. Una amenaza vacía es una rendición.»

Desolado, Kylar se asomó a la casa. La mujer y su marido seguían de rodillas junto a la cama, cogidos de la mano. No habían visto ni oído nada. Mientras miraba, sin embargo, la mujer le apretó la mano al marido.

—Todo irá bien —dijo por fin en voz alta—. Lo noto. Ya me siento mejor.

«Me alegro de que al menos alguien pueda decirlo.»

—No hace tanto, los que ocupáis esta sala erais esposas, madres, un alfarero, un cervecero, una costurera, una capitana de barco, un soplador de vidrio, un importador, un cambista —dijo Jarl.

Era la sexta vez que pronunciaba el discurso y no le resultaba más fácil. Al pasear la mirada entre las chicas de alquiler y los matones del Dragón Cobarde congregados antes de su turno, vio expresiones de incomodidad. Ahora eran putas, y no porque lo hubieran querido. A la mayoría no le gustaba reconocer que antes había sido otra cosa. Era demasiado duro.

—No hace tanto —prosiguió—, yo era chapero.

Eso provocó que se enarcaran algunas cejas, aunque Jarl apostaría a que ya sabían que había sido chico de alquiler. Había escogido la denominación peyorativa a propósito, para demostrar que no tenía poder sobre él. Hasta entre las putas, los chicos de alquiler se consideraban de segunda. Las chicas quizá los adorasen, pero la clientela trataba a los chaperos como escoria. Una puta, por puta que fuera, seguía siendo una mujer, pero un chapero era menos que un hombre. Que el nuevo shinga antes trabajase de eso no era el tipo de cosa que la gente esperaba que reconociera, y mucho menos anunciase.

—No hace tanto, el Sa’kagé se dedicaba ante todo al contrabando de hierba jarana, tabaco y whisky —dijo.

Juntos, Jarl y Mama K habían montado muchos burdeles nuevos desde la invasión. La mayoría apenas cubrían gastos, pero ese no era su objetivo. Lo que pretendían era proteger a tantas mujeres y hombres como fuera posible. El Dragón Cobarde, sin embargo, era uno de los lucrativos porque atendía a los gustos exóticos. Había una chica llamada Daydra que podría haber sido la gemela de Elene Cromwyll, sin las cicatrices. Su especialidad era ir de virgen. Tenía una compañera de habitación, Kaldrosa Wyn, que hacía de pirata sethí. Había ladeshianas envueltas en sedas, modainíes con los ojos perfilados con kohl y bailarinas ymmuríes decoradas con cascabeles.

—Ahora —prosiguió Jarl, e hizo una pausa—, vosotras sois putas, yo soy el shinga y el Sa’kagé sigue dedicándose al contrabando de las mismas puñeteras cosas. Como si nada hubiese cambiado. Pero os diré algo: yo he cambiado. Salí. Soy diferente. Aproveché mi segunda oportunidad e hice algo con ella, y vosotras también podéis.

Era la única parte del sermón que a Jarl le parecía que podía ser mentira. Le había preguntado a Mama K al respecto.

—¿Por qué no discute la gente sobre si la tierra es plana? —le había preguntado ella en respuesta.

Jarl se había encogido de hombros.

—Porque lo sabe todo el mundo.

—Exacto —dijo ella—. Las cosas que levantan pasiones son aquellas que no podemos saber a ciencia cierta.

—Ah, como los dioses —había dicho Jarl.

—No importa si estás seguro de que todo lo que dices es cierto. Lo que importa es que desees creer apasionadamente que es cierto, porque entonces serás elocuente. Y al final, lo que importa no es si las chicas se creen tus argumentos. Lo que importa es que crean en ti.

Era la clase de cosa que habría dicho la antigua Mama K. Jarl sintió una vaga decepción. Mama K parecía haber cambiado después del golpe, después de que Kylar la envenenara y le diese el antídoto. Quizá la presión de plantar cara a un mal implacable estaba destruyendo su esperanza. Sin embargo, su pragmatismo tenía visos de ser acertado, de modo que Jarl siguió predicando.

No había echado un polvo desde que se convirtió en shinga. No se había acostado con un hombre desde que salió de casa de Stephan la noche de la invasión, pero tampoco se había metido en la cama con una mujer. Había sobrevivido toda su vida haciendo lo que fuera necesario, siempre construyendo su red de amigos e influencias, siempre esperando un futuro en el que no tendría que prostituirse.

El futuro había llegado tan de repente que no sabía qué hacer con él. La libertad yacía inútil en sus manos. No sabía cómo sentirse. Le recordaba a los toros de hierro de Haran. Nunca había visto uno, por supuesto, pero se decía que capturaban a los terneros y los ataban a una estaca con gruesas cadenas. Para cuando llegaban a adultos y medían casi cinco metros de altura en la cruz podían partir las cadenas, pero no lo hacían. Sus cuidadores los ataban con una cuerda delgada. Los toros de hierro estaban tan seguros de que no podían liberarse que nunca lo intentaban.

Jarl había estado encadenado al sexo y la satisfacción de sus clientes durante tanto tiempo que se sentía asexual. Antes nunca había podido escoger. La mayoría de sus clientes eran hombres, pero también había tenido unas cuantas mujeres, de todos los grados de atractivo. Ahora que podía elegir, no sabía hacerlo. Se veía incapaz de decir con un mínimo grado de certidumbre si preferiría a los hombres o a las mujeres de no habérsele impuesto la vida de un chico de alquiler.

Las muchachas de los burdeles lo trataban de forma diferente. Lo miraban de otra manera. Coqueteaban.

Resultaba terrorífico. El coqueteo conllevaba exigencias. Había que aprender las respuestas apropiadas e inapropiadas y él no conocía las reglas del sexo fuera de un burdel. Sus clientes habituales siempre habían descrito ese sexo como insatisfactorio, pero sus experiencias no podían ser exactamente representativas o todo el mundo sería habitual de un burdel, ¿verdad?

Estaba perdiendo la concentración. No podía pensar en eso en ese momento. La esperanza había que venderla como un paquete completo.

—De todas las mujeres en las Madrigueras —dijo Jarl—, vosotras sois las más afortunadas. Tuvisteis la suerte de entrar aquí a trabajar de putas. —Meneó la cabeza—. La suerte de meteros a putas. Hace seis meses, la mayoría habríais cruzado la calle antes que cruzaros con una puta. Ahora todas lo sois, y yo el shinga, y el Sa’kagé sigue haciendo las mismas malditas cosas.

»El rey Ursuul cree que estáis acabadas. Tiene planeado dejar que el invierno liquide a casi todos los que vivimos en las Madrigueras. Supone que, para cuando estallen los disturbios reclamando comida, estaremos todos tan débiles que no supondremos ningún problema para sus soldados. Da por hecho que el Sa’kagé es demasiado pasivo y avaricioso para detenerlo. Piensa dividirnos ofreciéndonos migajas de su mesa para que nos destruyamos entre nosotros. Lo gracioso —dijo Jarl— es que tiene razón. Nos hemos enterado de que, en primavera, piensa traer otro ejército y unos millares de colonos, todos varones. Planea aniquilar a todos los habitantes de las Madrigueras salvo a vosotras. Una vez más, seréis las afortunadas. Os casarán con cualquier khalidorano que os compre.

Other books

Up Till Now by William Shatner
The Broken Man by Josephine Cox
Ice Station by Reilly, Matthew
Lady in the Stray by Maggie MacKeever
Rite of Passage by Kevin V. Symmons
Open by Lisa Moore
Falling Harder by W. H. Vega