Al Filo de las Sombras (21 page)

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Authors: Brent Weeks

BOOK: Al Filo de las Sombras
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—Ya había visto a esa chica —dijo.

—¿A Capricia?

—La otra noche salí y unos maleantes iban a hacerle daño. Antes, los habría matado. En lugar de eso, los espanté.

Elene no parecía muy segura de por qué se lo contaba en aquel preciso momento.

—Bueno, eso es genial. ¿Lo ves? La violencia no resuelve...

—Cariño, uno de ellos era el shinga. Hice que un hombre vengativo se mease, tal y como suena, delante de sus subordinados. La violencia era la única solución. Esa chica tiene un problema más gordo ahora que antes de que la ayudara. —Maldijo para sus adentros—. ¿Qué te ha dado para meterme en esa tienda? Ni siquiera tenemos suficiente para comprarle un regalo de cumpleaños a Uly. ¿Cómo íbamos a permitirnos eso?

—Lo siento, ¿vale? —dijo Elene—. Solo quería ver cómo eran.

—Es por la espada, ¿no? Todavía quieres que venda la espada.

—¡Déjalo! No he dicho nada sobre la espada. Lo siento. Creía que a lo mejor te interesaría. No estoy pidiéndote que me compres nada. —No lo estaba mirando y desde luego no le cogía de la mano. En fin, mejor eso que las lágrimas. ¿O no?

Caminó a su lado durante un rato mientras ella fingía que curioseaba en los tenderetes, levantando verduras, examinando telas y mirando muñecas que no podían pagar.

—Bueno —dijo él por fin—. Ya que de todos modos nos estamos peleando...

Elene se volvió y lo miró, sin ganas de risa.

—No quiero hablar de sexo, Kylar.

Él levantó las manos en señal de burlona rendición. Todavía intentando hacerse el gracioso. Todavía fracasando.

—Kylar, ¿recuerdas lo que se siente al matar?

No tenía que hacer mucha memoria. Era una sensación triunfal, el placer terrible de la maestría, seguido por la desolación, un vacío enfermizo en el pecho, sabedor de que hasta un criminal encallecido podría haber cambiado y ya nunca tendría esa oportunidad. ¿Entendía Elene que una parte de él amaba eso?

—Cariño, todos tenemos un tiempo y unos dones limitados. Tú tienes más dones que la mayoría, y sé que quieres hacer el bien. Sé que te lo tomas con apasionamiento, y es algo que amo de ti. Pero mira lo que pasa cuando intentas salvar el mundo con una espada. Tu maestro lo intentó y mira en qué viejo amargado y triste se convirtió. No quiero ver cómo te pasa eso a ti. Sé que, después de todas las riquezas que tenías y las cosas que hiciste, ser un boticario parece una ambición modesta. No es modesta, Kylar. Es enorme. Puedes hacer muchísimo más por el mundo siendo un buen padre, un buen marido y un sanador de lo que jamás podrías matando gente. ¿Crees que es un error que el Dios te concediera la habilidad de curar? Es la economía divina. El Dios. Está dispuesto a cubrir lo que hemos destruido con cosas nuevas y hermosas.

»Como nosotros. ¿Quién hubiese imaginado que tú y yo podríamos salir sanos y salvos de las calles y volver a encontrarnos? ¿Quién hubiera imaginado que podríamos adoptar a Uly? Ahora ella tiene una oportunidad, después de nacer de un asesino y una madame. Solo el Dios podría hacer eso, Kylar. Sé que todavía no crees en él, pero aquí veo su mano. Nos ha dado esta oportunidad, y quiero agarrarme a ella. Quédate conmigo. Deja esa vida. Allí no eras feliz. ¿Por qué querrías volver?

—No quiero —dijo Kylar, pero solo era cierto a medias. Elene se refugió entre sus brazos pero, aunque la abrazó, se sintió un hipócrita.

Capítulo 21

Bajo el primer calor de la tarde, Kylar se detuvo ante una tienda del distrito de los nobles. Se metió en un callejón y treinta segundos después le pareció que llevaba una réplica pasable de la cara del barón Kirof. Deseó haber pensado en ponerse una túnica mejor antes de salir aunque por otra parte el incendio solo le había dejado otra, y era peor que la que llevaba. Probablemente era posible ponerse ropa ilusoria igual que una cara ilusoria, pero eran demasiadas cosas a la vez: se imaginó intentando hacer que un faldón ficticio ondease de forma realista mientras se movía y no tardó en decidir que bastaría con su ropa. Se colocó la caja bajo el brazo y entró.

El taller del gran maestro Haylin era un cuadrado enorme y de techo bajo. El interior estaba bien iluminado y tenía los acabados más ricos que Kylar hubiese visto nunca en una herrería. Cubrían las paredes hilera tras hilera de armaduras, antecedidas por armeros y más armeros cargados de armas. Además estaba limpia, y había poco humo; el gran maestro Haylin debía de haber ideado un ingenioso sistema de extracción, porque la zona de atención al cliente y el taller no estaban separados. Kylar vio que uno de los subalternos ayudaba a un noble a escoger el mineral que se convertiría en su espada. Otro noble observaba mientras unos aprendices templaban a martillazos el acero que se convertiría en su coraza. Se canalizaba a los clientes a través de la zona de trabajo, manteniéndolos sobre unas alfombras azules especiales para que no estorbasen a los aprendices y oficiales. Era un buen ardid, que a ciencia cierta valía su peso en oro. Sin embargo, Kylar no estaba seguro de si los nobles pagaban por unas armas y armaduras fantásticas o solo por vivir aquella experiencia.

El material expuesto junto a la puerta no era nada del otro mundo, obra sin duda de los aprendices y oficiales armeros. Pero no era eso lo que buscaba. Kylar miró hacia el fondo y por fin distinguió al jefe.

El gran maestro Haylin estaba calvo salvo por un cerquillo de pelo canoso en torno a una coronilla abultada. Se le veía delgado y encorvado y parecía corto de vista, aunque por supuesto tenía los hombros y brazos musculosos de un hombre mucho más joven. Su delantal de cuero se mostraba lleno de muescas y manchas del trabajo, y estaba guiando la mano de un aprendiz, un muchacho al que enseñaba el ángulo correcto para golpear el metal. Kylar se dirigió hacia él.

—¿Disculpad? Hola, mi señor, ¿en qué puedo ayudaros? —dijo un joven sonriente que le salió al paso. Demasiado sonriente, tal vez.

—Necesito hablar con el gran maestro —respondió Kylar, con una sensación de vacío en el estómago que le informaba de que Haylin iba a estar mucho más lejos de lo que indicaba el trecho de taller que los separaba.

—Me temo que está trabajando, pero será un placer ayudaros en cualquier cosa que necesitéis. —El vistazo rápido de Sonrisas a la ropa de Kylar dejaba claro que no esperaba que aquello fuese importante. Justo lo que Kylar necesitaba: un maldito burócrata.

Kylar miró por encima del hombro de Sonrisas y puso cara de sorpresa. Era una expresión que nunca había intentado con el rostro del barón Kirof, pero debía de haberle salido aceptable, porque Sonrisas se volvió para ver qué pasaba.

Kylar se hizo invisible. Se sintió como un niño travieso cuando Sonrisas volvió a girarse y no vio a nadie.

—¿Qué co...? —dijo Sonrisas. Se frotó los ojos y se dirigió a un compañero que estaba detrás del mostrador—. Oye, ¿me has visto hablar ahora mismo con un gordo barbudo pelirrojo?

El hombre del mostrador meneó la cabeza.

—¿Otra vez viendo cosas raras, Wood?

Sonrisas negó con la cabeza y volvió al otro lado del mostrador, renegando entre dientes.

Kylar, invisible, atravesó el taller. Tras esquivar a los aprendices que correteaban de un lado a otro, llegó al costado del gran maestro Haylin, que estaba inspeccionando una docena de espadas de sus subalternos dispuestas sobre una mesa para su aprobación.

—La tercera no se fraguó bien —comentó Kylar mientras aparecía detrás del herrero—. Tiene una debilidad justo por encima de la empuñadura. Y la siguiente está mal templada.

El gran maestro Haylin se volvió y miró a los pies de Kylar, que se habían salido dos pasos de la alfombra azul, para después observar la espada endeble. La tiró a una caja roja vacía.

—Werner —dijo a un joven que estaba gritando insultos a un aprendiz—. Es la tercera defectuosa este mes. Una más y a la calle.

Werner se puso blanco. Se alejó de inmediato imprecando al aprendiz.

—En cuanto a esta —dijo a Kylar el gran maestro Haylin mientras señalaba la espada mal templada—, ¿sabes lo que pasa cuando echas diamantes a los pollos?

—¿Carne dura?

—Mollejas caras. Es un desperdicio, hijo. Esto es para un pedido del ejército. A doscientas cincuenta reinas por cien espadas, no pasa nada por que un campesino armado pierda un poco más de tiempo con la piedra de afilar. Sabes de espadas, pero soy un hombre ocupado. ¿Qué quieres?

—Cinco minutos. En privado. No os arrepentiréis.

El gran maestro alzó una ceja pero aceptó. Condujo a Kylar escalera arriba hasta una habitación especial. Cuando pasaron por delante de Sonrisas, el joven balbució:

—No podéis... No podéis...

El gran maestro Haylin lo miró con una ceja levantada, y la sonrisa grasienta del joven se marchitó.

—No hagas caso —dijo Haylin—. Es mi quinto hijo. Un poco desastre, ¿eh?

Kylar no entendió qué quería decir, pero asintió.

—Yo lo tiraría a la caja de artículos defectuosos.

Haylin se rió.

—Ojalá pudiera hacer lo mismo con su madre. Mi tercera mujer es la respuesta a todas las plegarias de las dos primeras.

Era evidente que la habitación especial se usaba con la menor frecuencia posible. Una buena mesa de castaño con varias sillas ocupaba el centro, pero la mayor parte de la sala estaba dedicada a unos expositores. Bellas espadas y lujosas armaduras llenaban la habitación como una guardia de élite. Kylar las examinó con detenimiento. Varias eran creaciones del gran maestro, obras maestras para demostrar de lo que era capaz, pero otras eran antiguas, de una variedad de estilos y períodos de armamento, piezas de exposición. Perfecto.

—Ya te quedan solo tres minutos —dijo Haylin, mirándolo con los ojos entrecerrados.

—Soy un hombre de talentos especiales —comenzó Kylar mientras se sentaba enfrente del herrero.

El gran maestro volvió a alzar una ceja. Esas cejas eran un dechado de expresividad.

Kylar se pasó los dedos por el pelo rojo y lo cambió a un rubio sucio. Se pasó la mano por la cara y su nariz se volvió más larga y afilada. Se frotó la cara como si se la lavase y la barba desapareció para revelar unas mejillas algo picadas como de viruelas y unos ojos atentos. Por supuesto, todo era un numerito. No le hacía falta tocarse la cara, pero aquel hombre parecía valorar las demostraciones.

El gran maestro Haylin se puso blanco como la pared y abrió la boca. Parpadeó rápidamente y en vez de voz le salió un graznido. Carraspeó.

—¿Maese Fuego de Estrella? ¿Gaelan Fuego de Estrella?

—¿Me conocéis? —preguntó Kylar, estupefacto.

Gaelan Fuego de Estrella era el protagonista de una docena de cuentos de bardo, pero la cara que Kylar llevaba era la de Durzo Blint.

—Era... Era solo un niño cuando vinisteis al taller de mi abuelo. Dijisteis... Dijisteis que podríais regresar mucho después de que hubiésemos abandonado la esperanza. ¡Oh, señor! Mi abuelo dijo que tal vez sucediera en vida de mi padre o en la mía, pero nunca lo creímos.

Desorientado, Kylar trató de pensar. ¿Durzo era Gaelan Fuego de Estrella? Sabía que su maestro no había respondido al mismo nombre durante setecientos años, claro está, pero ¿Gaelan Fuego de Estrella? Ese nombre ni siquiera había aparecido mencionado entre todos los demás que Aristarco le había atribuido.

Sintió una punzada de dolor. Él no lo sabía, pero un herrero de Caernaervon sí. Qué poco sabía del hombre que lo había criado, el hombre que había muerto por él. Durzo se había vuelto un amargado para cuando Kylar lo conoció. ¿Qué clase de persona debió de ser cuando se llamaba Gaelan Fuego de Estrella, hacía cincuenta años? Sospechaba que podría haber sido amigo de aquel hombre.

—Lo hemos mantenido en secreto, lo juro —aseveró el gran maestro Haylin. Kylar seguía desorientado. Aquel hombre, que era lo bastante viejo para ser su abuelo, que se encontraba en la cúspide de la fama, estaba tratando a Kylar como... como si fuera inmortal, casi un dios—. ¿Qué puedo hacer por vos, mi señor?

—Yo no... No... —balbució Kylar—. Por favor, no me tratéis diferente a causa de vuestro abuelo. Solo quería que me tomaseis en serio; no creía que fueseis a recordar eso. Ni siquiera os recuerdo a vos. Habéis cambiado bastante. —Sonrió para sellar la mentira.

—Y vos no habéis cambiado en absoluto —dijo Haylin, anonadado—. Hum, vale —prosiguió, subiendo y bajando las cejas en rápida sucesión mientras intentaba recobrar la compostura—. Hum. De acuerdo. ¿Qué buscáis?

—Deseo vender una espada. —Kylar se sacó a Sentencia de la espalda y la depositó sobre la mesa.

Haylin alzó la gran espada con gesto apreciativo en sus manos gruesas y encallecidas, y luego la dejó de inmediato. Contempló la empuñadura, parpadeando. Pasó los dedos por encima, con los ojos como platos.

—Esta espada nunca se os cae, ¿verdad? —preguntó.

Kylar se encogió de hombros. Pues claro que no se le caía.

Todavía con cara de que no estaba seguro de estar despierto, el gran maestro se escupió en la palma y volvió a agarrar la espada.

—¿Para qué...?

Una gota resbaló de la empuñadura a la mesa. El gran maestro soltó la espada y abrió la palma. Estaba seca por completo. Haylin soltó una exclamación, pero no podía apartar la vista de la espada. Se acercó más y más hasta casi pegar la nariz. Volvió la hoja para examinarla de canto.

—Por los dioses —dijo—. Es cierto.

—¿Qué? —preguntó Kylar.

—Las matrices de carbono. Son perfectas. Apostaría mi brazo derecho a que todas y cada una tienen cuatro enlaces, ¿no? La hoja es un diamante perfecto, mi señor. Tan fino que apenas puede verse, pero irrompible. La mayoría de los diamantes pueden rayarse con otro diamante porque nunca son perfectos pero, si no hay taras en ninguna parte... Esta hoja es indestructible, y no solo la hoja, también la empuñadura. Pero, mi señor, si esta es... Creía que vuestra espada era negra.

Kylar tocó la hoja y dejó que el ka’kari saliera despedido de su piel para cubrirla. La palabra PIEDAD inscrita en la hoja quedó cubierta por la JUSTICIA en negro ka’kari.

El gran maestro Haylin parecía atormentado.

—Oh, señor... Mi abuelo nos lo dijo... Nunca lo entendí. Me siento ciego, pero casi me alegro de mi ceguera.

—¿De qué estáis hablando?

—Yo no tengo el Talento, mi señor Fuego de Estrella. No puedo ni entrever lo asombrosa que es esta hoja. Mi abuelo podía, y dijo que no se la quitó de la cabeza en toda su vida. Sabía el Talento que se había volcado en esta espada, podía verlo, aunque nunca pudo igualarlo. Dijo que hacía que el fruto de sus manos pareciese barato y de mal gusto... y era un hombre famoso por su trabajo. Sin embargo, nunca pensé que vería a Sentencia con mis propios ojos. Mi señor, no podéis venderla.

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