A bordo del naufragio (17 page)

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Authors: Alberto Olmos

BOOK: A bordo del naufragio
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DING-DONG DING-DONG
. Oyes pasos y, antes de que la puerta se abra, echas a correr. Pareces un crío el día de los Santos Inocentes. Pero has tomado una buena decisión. No es muy recomendable encararse con una vieja solterona o viuda o lo que sea esa vieja zorra. Además, Giorgio Armani se cortaría las venas con un hilo de seda si viese tu forma de vestir: americana y camisa de leñador, ¿dónde se vio tal incongruencia? Quizás Ruiz de la Prada fuera más condescendiente con tu aspecto, quizás hasta te lo plagiara, pero debes reconocer que, creyendo adecentar tu imagen, la has demacrado aún más y que, finalmente, te vas de la ciudad hecho un palurdo, vamos, lo que eres. La calle: coches, gentes, risas y olor a bollería, olor a colegiala con falda a cuadros y las rodillas sucias, olor a asfalto y humo. Cruzas la calle por todo el medio, tú, el cívico ciudadano, el pueblerino, castellano sin castillo, que iba a conquistar la capital acatando a rajatabla sus normas. (Estúpido: la conquista es un acto de rebeldía.) Debe de ser que no llevas las gafas. Claro, ahora te crees Supermán, Supermán con americana y camisa de leñador, Supermán de bolsillo. La entrada al metro, el viejo y la vieja con su puesto de tabaco, mecheros, chicles y derrota. Nada hay peor que la vejez. También a la vida puede aplicarse aquello de que lo bueno si breve dos veces bueno. La vejez es como asistir a tu propio entierro todos los días, todas las horas, hasta que al final efectivamente te entierran. El negro que antes te abrió la puerta no está. Un chico con cascos te empuja y sobrepasa corriendo. Habráse visto semejante cabrón. Puedes verle todavía. Ha reducido su velocidad y ahora camina marcialmente. Lleva el pelo al dos, pendientes en ambos lóbulos, cazadora y pantalones vaqueros, buen culo, botas negras. Pasa el torniquete. Tú no pasas. No sabes dónde tienes el billete. Revisas los bolsillos. ¿Dónde lo has metido? A ver en la americana, las chaquetas tienen muchos bolsillos. No, no puede estar en ninguno de ellos, lo recordarías (¿lo recordarías?), no puede estar porque te la has puesto hace cinco minutos. Coño, tu abono. ¿Dónde estaba? ¿En el bolsillo trasero, con tu cartera? No me jodas, ¿te has gastado seiscientas cincuenta pesetas teniendo abono? Es increíble. Bueno, sí, no es momento de lamentarse, pero es un poco, cómo te diría, un poco rematadamente gilipollas no encontrar el abono transporte que tienes pegado al culo. ¿O no? Desde luego, no sé lo que voy a hacer contigo. El tren está llegando. Eso es buena señal: la ciudad deja que te marches. Ella tampoco te quiere, tiene prisa en librarse de ti. Entras en el último vagón. No hay mucha gente. El chico que te empujó sí que está. Sus ojos son oscuros, florecidos de pestañas, es guapo, labios gruesos, camiseta blanca ceñida, pezones, cadena de oro, un crucifijo, está mirando algo, localizas el objetivo de su mirada, te lo imaginabas, una chica, bueno, un pedazo de fémina que hace caer la bolsa. Vuelves los ojos y te das cuenta de que todo el pasaje masculino la sodomiza con la mirada, incluso alguna chica está recorriendo, anonadada, el cuerpo de la chica. Lleva minifalda escocesa de tablas, medias negras sobre unas piernas redondeadas y duras, jersey de pico ceñido, senos henchidos como el velamen de la
Santa María
, chaquetita negra, cabello rubio rizado, ojos azules, sutil maquillaje. Y tú que creías que estas mujeres sólo las había en la televisión, al frente de concursos o llevando tarjetitas y cosas de aquí para allá. De lo más recóndito de tu libido llega a tu pene el mensaje de la erección. Te cubres con la chaqueta y, apoyando la cara en la mano izquierda, mientras perpetras la contemplación impúdica, te vienen unas enormes ganas de llorar. Eres tan bella que no lo sabes, dijo Tzara. Ésta seguro que lo sabe. Lo más probable es que todas lo sepan (todas las tías buenas, quiere decirse). Y es eso precisamente (saberlo) lo que las separa de la auténtica perfección: la inocencia (también la felicidad) es un estado de ignorancia. El tren se detiene, se abren las puertas, pitidos, se cierran las puertas. El chico se ha ido, la niña no. Una chica de pelo corto, liso, moreno, gastado, con pendientes de aro color plata y los ojos redondos como cerezas, ha ocupado el sitio libre. Te recuerda a Dulcinea. ¿Dónde estará ahora Dulcinea? ¿Dónde su Renault Cinco ceniza? ¿Dónde su amiga plañidera? La chica que tienes delante no lleva carpeta ni ningún otro adminículo que delate su dedicación (¿estudias o trabajas?). Bajo su blusa color limón, reposan unos enormes senos, tan desmesurados que el tercer botón está soportando una tensión extrema. Te quedas mirando sus pechos, tratando de enhebrar tu mirada por el inesperado ojo vertical de la blusa. La chica no te gusta, seguro que se llama Silvia o Eugenia o Casilda, pero, como dice el refranero, a caballo regalado, etcétera. No consigues ver más allá de lo que la imaginación te sugiere, así que desistes y haces un travelling de miopía y concupiscencia por todo el vagón. Sois unos treinta, variados y ajenos, como miembros de un arca de Noé para seres humanos. A tu lado, rozándote, tienes a un señor con cara de haberse fumado toda Cuba en puros y de haberse comido toda Segovia en corderos (es decir, que follar no ha follado mucho); y a tu derecha tienes un crío de unos quince años, bozo, walkman horrísonos, pendientes, que seguramente esté ya aburrido de correrse dentro de una piba y esté buscando nuevas experiencias vía intravenosa. Es así la Gran Cacharrería, un lugar de extremos obligados a compartir mesa y mantel, butacas y bocatas, asientos de metro y cabinas telefónicas. Y así es como se pierden los buenos modales, hombre, pues no me digas que no es de cafres y desmorigerados el llegar a un lugar público, es decir, un vagón de metro, llenito hasta los goznes de gente, y no decir ni buenos días, ni hola, ni nada, sino sólo llegar, callado, un poco gris, y tomar asiento si se puede, y mirar el propio reflejo en el espejo improvisado de los túneles, y tener al lado rozándote, o sea, como si fuerais amigos de toda la vida, a una señora o a un caballero, del que nada sabes, y al que no volverás a ver nunca, o quizás sí, quizás sea el mismo que se sienta y te roza todas las mañanas, pero tú le olvidas sistemáticamente, y así no hay forma de trabar amistades. El vagón de metro es la metáfora de la desintegración social. Estáis todos juntos, generando una densidad de población mayor que la de Holanda y, sin embargo, no sois un grupo, un colectivo. Sois como botellas de diversos tamaños, de diversos colores, de diverso precio, en las que reposa, qué sé yo, vino, o cerveza, o agua, o hiel, y dejáis que ese líquido se os pudra dentro, fermente y devenga en endriago peligroso, como el tuyo, como tu negro petróleo de martillo y martirio. Deberíais abrir los tapones, descorcharos y, como géiseres, dejar bullir lo que sea que lleváis dentro, mezclándoos, cóctel inverosímil, miscelánea humana, nuevo maná. Pero eso nunca sucede, el vagón de metro siempre es un mueble-bar con las botellas meticulosamente ordenadas. Uno llega y lo primero que hace es separarse y delimitar su territorio. Cada pasajero se coloca en el asiento más alejado que puede. Si el vagón está vacío, su poblamiento comienza por las esquinas, se ocupa el asiento número uno y el número cuatro, y luego el número cinco (que está frente al uno) y el número ocho (que está frente al cuatro). Y se miran furtivamente, aprovechando la coyuntura que brinda la distancia, esos dos asientos vacíos (el dos y el tres, el seis y el siete) o el pisoteado metro y medio de pasillo que hay entre las dos filas. Luego, los que llegan no tienen más remedio que ponerse junto a alguien. Y eso es un problema, a veces bastante jodido, pues en el metro se cuela todo Dios, y sucede que un menesteroso se te pone a dormir en el tres o en el cinco y, claro, hostias, para el apuesto joven engominado es una grave contingencia tener que ocupar el dos o el seis, pues si lo hace, vete tú a saber qué sidas o lepras o coágulos pestíferos le va a transmitir el puto y astroso indigente; y si, por el contrario, adopta la actitud profiláctica y se queda de pie, a ver con qué cara le va a mirar el resto del pasaje, pues hay que ir con mucho ojo por la Gran Cacharrería, que ahora hay mucho solidario, mucho concienciado, mucho francotirador de buenos sentimientos, y a la que te descuidas te montan el pollo social y reivindicativo. Y otra viñeta costumbrista del metro es cuando te quedas solo en un vagón con el que tienes al lado. Es incómodo, morboso; todo el vagón vacío, treinta y dos asientos libres, y resulta que vosotros estáis juntitos, callados, haciéndoos los naturales, como en un casting, mirando al suelo, mirándoos los zapatos, el reloj, todo, para no daros cuenta de que el metro os ha jugado una mala pasada, dejándoos en una intimidad a quemarropa. Miras el reloj. La una y cuatro. Delante de ti, en pie, un joven de mono azul, barba rala, pelo rapado, pendiente, te estaba mirando. No puedes creer que hayas vencido a alguien en la sutil lid de las miradas. Pero así ha sido. Ahora te complaces en la victoria, es decir, le analizas de arriba abajo, sin ver otra cosa que una sucesividad de tela azul jaspeada de manchas blancas de pintura. ¿Dónde estás? ¿Adónde te diriges? ¿Lo recuerdas? Sí, claro que lo recuerdas, ¿cómo no vas a recordar una de las decisiones más importantes y vejatorias de tu vida? Te largas, eso que no se te olvide, abandonas, te vas al campo castellano que te malparió, que te curtió en el arte de amargarte la vida, solitario y casi expósito o huérfano o putativo de la nada. Pero, ahora te das cuenta, ya te has pasado de estación. Estabas demasiado apasionado explicándote a ti mismo tus propias teorías, tus juicios inauditos y provincianos sobre el mar de hormigón y no nubes que es esta ciudad, y todas las ciudades, y todo el planeta, la aldea global, aldea sin aldeanos, aldea sin campana ni campanario, aldea a distancia, por cables, aldea conectada, enredada, aldea de lejanías, aldea de soledad, aldea de mierda. ¿Qué hora era? Pregunta estúpida. ¿Qué hora es? Eso ya está mejor: la una y cinco. Los autobuses parten cada hora en punto, desde las siete de la mañana. Los autobuses parten y, si tú no estás a bordo, pues te jodes. Los autobuses parten y casi te hacen un favor llevándote a Castilla, para que lo sepas. Ellos salen a la hora que quieren, desde las siete en adelante, y tú no eres nada, ni cliente ni usuario, sobras, literalmente tu opinión no existe. Que te quieres ir a la una y cinco, pues te vas a la una o a las dos, te vas cuando ellos (¿quiénes son ellos?) te permiten irte. No te creas eso de que el cliente siempre tiene la razón (no te creas nada). El cliente sólo tiene la razón si paga y lleva efectivamente la razón. En realidad no te necesitan. El autobús lleva cincuenta viajeros. No te necesitan. Tus setecientas treinta y cinco pesetas te las puedes meter por el culo. El tren se está parando. Otra cosa igual: te bajas cuando el tren para, no cuando tú quieres bajarte (y encima te meten prisa pitando). Tienes hasta las dos para arrepentirte de tu decisión. Te quedan exactamente cincuenta y cuatro minutos para recuperar la cordura, los papeles. Todo sea por el currículum. A fin de cuentas, todo esto no está tan mal, ¿no? Mira qué estación tan bonita, alta, iluminada, perfecta, como una catedral gótica; con sus escaleras mecánicas, sus interfonos amarillos y sus poemas en bastardilla.
NO ES VERDAD QUE TE PESE EL ALMA EL ALMA ES AIRE Y HUMO Y SEDA LA NOCHE ES VASTA TIENE ESPACIOS PARA VOLAR POR DONDE QUIERAS JOSÉ HIERRO
. Un sitio con poemas en las paredes no puede ser un mal sitio. Casi te diría que un sitio con poemas en las paredes es lo más parecido al paraíso. Entonces, ¿por qué detestas la ciudad? Tiene poemas en las paredes, ¿no?, ¿qué ciudad de Europa (qué digo de Europa), del mundo, qué ciudad del mundo se permite la impudicia espiritual de sacar los poemas a la calle, de airear versos y metáforas y el otoño de Neftalí Ricardo Reyes? No, no te dejes camelar; los políticos... ya se sabe. La cuestión no es si hay poemas en las paredes, sino si alguien se fija en ellos. No sé si te has dado cuenta de lo alto que los han puesto; además, el subterráneo no es la calle; la calle es para el neón y las doce campanadas, es decir, en el asfalto reina lo contundente (has salido del metro y estás mirando la fastuosa máscara que le han puesto a un centro comercial. Navidad lo llaman, creo) y la poesía es demasiado sutil, intrincada, unas palabritas juntadas Dios sabe con qué propósito; sin embargo, aquí, en la calle, las cosas están mucho más claras
(FELICIDADES)
, ¿lo ves?: felicidades, y te ponen unas enormes campanas amarillas y unos lazos colorados sobre un Gizet verdirrojo y ya sabes que ha llegado el momento de tirar el dinero en enchufes. El alma es aire y humo y seda: bueno, ¿y qué?, o sea, qué, ¿nos vamos, nos quedamos, te refieres a mí? El alma es aire y humo y seda: pues bueno, si usted lo dice; y se van de compras, que es una cosa que se entiende, una cosa imperativa: compre, beba, llame ahora mismo, y no el alma es aire y humo y seda y la madre que me parió. íoíoíoíoíoíoío
ÍOÍOÍOÍOÍOÍOÍOÍOÍO
íoíoíoíoíoíoío. Ésta debe de ser una calle importante, con tantos escaparates y tantas ofertas. Es una calle tan importante que seguro que la llaman avenida. Las avenidas, al parecer, se construyen cuando a los coches se les quedan pequeñas las calles. Las avenidas se hacen rectas, anchas, con los carriles bien acotados por líneas blancas (continuas o discontinuas, pero siempre blancas) para que las ambulancias se lleven pronto a los heridos, o a los muertos, según. Subes lentamente la calle. Un joven de pelo largo, cazadora vaquera, ojos mutilados, vende kleenex a la puerta de un gran edificio acristalado y lleno de tiendas. Ves pantalones, chaquetas, zapatos, perfumes carísimos que anuncian en televisión; gente que sale y entra, gente alegre al entrar y más alegre y cargada al salir. Una hamburguesería, y más ropa, más gente alegre, y también alguno triste, mustio, solo, con su corbata y su móvil, y dos niñas, una señora, dos chicos que corren, gritan, salvajes, un Banco (con B mayúscula de mayúsculos billones), un repartidor de propaganda,
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6.0, zapatos, una niña de la mano de su madre, un matrimonio provecto y bien avenido de joyas y habanos, hojas caídas en el suelo, un mendigo,
SEÑORES SOY UNIBALIDO LES PIDO UNA AYUDA TENGO DOS HIYOS QUE MANTENER
, setecientas cuarenta pesetas en el monedero rojo de punto que llevas en el bolsillo derecho, paso de peatones, sólo pisas los tramos blancos, una iglesia metálica, fea, endiabladamente fea y gris, cruz blanca sobre fondo ferruginoso, esta gente no sabe lo que es una iglesia, está cerrada, algunas palomas en la plazuela, un nuevo paso de peatones, rojo, esperas, un par de jóvenes se lo saltan, hay obras al otro lado, hombres de mono azul llenan de escombros un contenedor despintado y áspero de cemento seco, verde, pasas, las manos blancas de los peones, teléfonos, un hombre con su perro, hojas secas, árboles forrados de publicidad,

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