A bordo del naufragio (12 page)

Read A bordo del naufragio Online

Authors: Alberto Olmos

BOOK: A bordo del naufragio
12.5Mb size Format: txt, pdf, ePub

QUE LA VIDA IBA EN SERIO UNO LO EMPIEZA A DESCUBRIR MÁS TARDE COMO TODOS LOS JÓVENES YO VINE A LLEVARME LA VIDA POR DELANTE JAIME GIL DE BIEDMA.
Siempre que entras en esta estación, lees la estrofa que no se sabe qué preclaro cerebro del Ayuntamiento ha decidido colocar ahí. La encuentras paternal, paternalísima; no puedes dejar de pensar que es tu padre el que te dice eso. Y, curiosamente, a pesar del desencanto que parece transmitir, a ti te entran unas ganas inmensas y fatuas de llevarte la vida (y lo que sea) por delante.
DOS PAQUETES DE CHICLES VEINTE DUROS DOS PAQUETES CIEN.
Llegas a la escalera y decides bajar por las de la edad de piedra, abominando de la facilonga mecánica. Delante de ti desciende un hombre calvo con chupa de cuero y vaqueros negros. Lleva un pendiente en el lóbulo de la oreja izquierda y una carpeta en la mano derecha, decorada con glúteos y silicona. Desearías tener algo mejor delante, pero te tienes que conformar y seguir tu camino. Al llegar a la segunda escalera, pierdes de vista al calvo de cuero pues un alegre grupo de gilipollas te adelanta y se pone en medio. Son dos chicos y cuatro chicas. Ellos guapillos, y ellas, salvo una (morena, roja, frutal), decididamente feas. Hablan chorradas que no escuchas pero que sabes que son chorradas por el tono en que las dicen. En el andén hay tanta gente que parece la playa esperando a que venga el mar. Deseas empujarlos a todos a las vías cuando aparezca el tren para, entre otras cosas, gozar de esos quince minutos de fama de los que hablaba Warhol (¿o eran cinco?, bueno, es igual, el caso es que fueran de fama). Ahora arriba efectivamente el tren, azul pastel o gris cielo, y empieza el intercambio de posiciones: los de dentro salen y los de fuera entráis. Tú eres de los últimos y tienes que empujar un poco para embutirte en el vagón. Afortunadamente, en las dos próximas estaciones se baja la mayoría del pasaje y hasta puedes sentarte. No vas agarrado a lado alguno, pero no te caes ni en las curvas porque los solícitos pechos de una mujer, a estribor, y la sufrida espalda de un caballero, a babor, te lo impiden. Ves tus ojos en el cristal de la ventana y retiras la vista de inmediato.
NO ENTREN NI SALGAN DESPUÉS DEL TOQUE DEL SILBATO
. Sin saber por qué, te viene a la cabeza una escena de
Doctor en Alaska
en la que Chris Stevens te da un beso en la boca. Dudas eternamente de que ésta sea una secuencia real de la serie porque tú nunca has salido en ella y, además, no le ibas a dar tantas facilidades al bello Chris. Se abren las puertas y te ves obligado a salir, pues estás en vanguardia y estorbas. Vuelves a entrar y te sitúas en la parte contraria del vagón. Todavía no hay sitio para sentarse... o sí, sí que lo hay pues un señor trajeado, pelo cano, bigote, se acaba de bajar a toda prisa. Tomas asiento y tienes una estúpida sensación de victoria. Te miras en la ventana
...tu abuelo está ahí aunque tú no puedas verlo sigue ahí lo estás escuchando respirar lo estás escuchando ser lo estás escuchando luchar entras y enciendes la luz y tomas una silla con sus pantalones colgados en el respaldo y te sientas a su vera tu abuelo dice has encendido la gloria y tú dices sí abuelo y él dice no habrás metido demasiado barrujo como haces siempre y tú dices no abuelo está bien tu abuelo tose en apagado y oscuro como una escopeta muda y dice yo a los diecisiete no estaba encendiendo la gloria a mi abuelo y dice yo a los diecisiete estaba en el frente matando rojos con esa bayoneta que ves ahí miras la bayoneta y piensas prefiero la gloria a la bayoneta y él dice bebíamos aguardiente en las trincheras el frío hacía estragos hijo y dice el frío era el copón y una tos enciclopédica ahoga su voz durante varios segundos se limpia con el pañuelo arrebujado como una flor marchita tiene los ojos acuosos el rostro sudado y dice pero no había qué fumar sólo fumaban los zoruyos y dice al Marrota lo mataron porque le vieron prender un cigarrillo y dice otros hablan que alguien de los nuestros le mató y dice cuentas pendientes ya sabes tú piensas que de la guerra no sabes nada y que de la guerra nada quieres saber pero le dices a tu abuelo cuéntame más cosas de la guerra porque sabes que a la gente le gusta contar cosas de la guerra o de lo que sea el caso es contar algo para que no salga el aire del cuerpo únicamente por la nariz y él dice los catalanes hijo son unos bastardos y dice son lo peor que hay y dice cómo los odio y tú piensas por qué son los catalanes unos bastardos y dice los vascos también se las traen y dice los gallegos no tanto pero ya darán guerra algún día y tú piensas yo no conozco a ningún vasco y dices ya veo ya ni a ningún gallego y él dice sí hijo esa gente no habla con tus palabras no se les entiende lo que dicen porque algo traman y tú piensas
... Se abren las puertas y salen y entran gentes varias. Una chica morena recaba tu atención por la incomparable manufactura de sus caderas. Se sienta delante de ti, pero no justo delante, sino dos asientos a mano derecha. La miras y la remiras hasta que hace ademán de volver la cara; entonces giras la cabeza y aguardas unos segundos. La miras de nuevo: labios oscuros, media melena áurea y milimétrica, abrigo ceniza, largo y entallado, botines mate. No puede soportarlo, no es que creas que follarte a una de esas niñas de calendario, de pasarela, de Dios, sea el mayor goce de un hombre (y en «hombre» incluyes a las mujeres), es que sabes que el sentido de la vida es conseguir una de esas féminas musicales y etéreas. Tú no ves nada mejor. Exacto: no ves. Por ejemplo, la chica que tienes justo delante de ti. No te ha atraído en ningún momento. Quizá su belleza interior sea como un Taj Mahal del alma, quizá su conversación sea balsámica, sus manos suaves como plumas al viento, sus sonrisas nutritivas, su voz un aria de Puccini. Quizá. Pero viste como si se camuflase: cazadora vaquera dos tallas superior a la adecuada, pantalones, también vaqueros, que nada ciñen, botas sucias y negras, cara al natural (acné, labios agrietados, grasa en la punta de la nariz), pelo recogido en imperfecto rodete, en fin, un asco, un bodrio, la vulgaridad: así de claro. Y vuelves a mirar a la belleza cereal, la ninfa suburbana y pública que se yergue elegante como una estatua griega. Ella es el canon, y ésta es el aborto; ella es el vellocino de oro, y ésta el broncíneo felpudo... ¡Basta ya, gilipollas! Que eres un absoluto gilipollas. Estás más ciego que Max Estrella (mucho más, obviamente), más ciego que Tiresias (?) y que toda la jodida Organización Nacional de Ciegos (ONCE). ¿Has mirado bien a la chica que tienes delante? ¿Sabes quién es? En el libro de don Quijote de la Mancha, ese que tanto desprecias tú y la mayoría de los jóvenes, hay un personaje que encaja perfectamente en esta situación. ¿Sabes quién es? Exacto, Dulcinea del Toboso. La señorita Dulcinea del Toboso sólo era bella para don Quijote. Los demás, Sancho, por ejemplo, veían en ella una rústica labradora. Todos vosotros sois los vástagos de Sancho Panza. Sois totalmente incapaces de ver a Dulcinea. Pero tú, a diferencia de los demás mentecatos, me tienes a mí para hacerte comprender eso de la belleza interior que dicen por la tele. (En realidad tú y yo nos pasamos todas estas gilipolleces por el escroto, porque no es una cuestión de belleza interior, sino de virginidad. Vas asumiendo que Lolita no es para ti y que, como alguna ha de serlo, sólo es cuestión de, directamente, no poner listón. Pero lo de hablar de belleza interior queda como más elegante, ¿no?) Mira de nuevo a la chica que tienes delante (a partir de ahora, Dulcinea). Sigue vistiendo igual, sigue con su misma y áspera piel, su cabello sigue opaco e informe. Pero mírale los ojos. Ya sabes que los ojos son de lo único de lo que te puedes fiar. Sus ojos son grandes y castaños, de pestañas cortas y mirar diáfano, sereno, transparente. Introdúcete en sus pupilas, no tengas miedo de que te mire, ella es más tímida que tú y apartará la vista, y se sentirá halagada. Métete en sus ojos. ¿Acaso no son bellos, truhán moderno y mentecato antiguo? ¿Acaso no te llaman como las sirenas a Ulises, como el faro de un puerto o la estrella polar? Qué zafio que me eres, leches. Lo diré de otra manera: a lo mejor esa chica que tienes delante es la chica de tu vida. ¿Qué te parece la idea? A lo mejor es la chica de tu vida y tú la vas a dejar escapar porque eres incapaz de ver. A lo mejor ella es la chica de tu vida y tú el machote de la suya y tenéis un largo y virginal noviazgo, un ebúrneo himeneo y un memorable coito nupcial. ¿Quién lo sabe? Nadie lo sabe, no hay destino, deberías ser capaz de hilvanar tu propia vida, dejar de mirar y comenzar a actuar, que ya tienes veintidós años, pero no la conciencia de tener veintidós años, y es hora de tomar un rumbo hacia alguna meta, da lo mismo cuál, el caso es tener una meta que le dé sentido a tu vida, y todas esas cosas. El metro se para en tu estación y tú te levantas. Estás deseando llegar a tu cueva, refugio, palio, y alejarte de tanto semáforo y de tanta gente. El tren se para y tú echas un último vistazo a la tía buena de la esquina y luego, no sabes por qué, echas un último anatema a la niña fea que tienes al lado, la Dulcinea que no ves. De repente, se te ocurre que odias tu cuarto, que en realidad detestas estar allí metido dando vueltas en la cama o dando vueltas por la pieza y vuelves a sentarte frente a Dulcinea. Has decidido seguir los consejos que se te dan, aunque sólo sea para comprobar que los consejos no valen para nada (esto es lo que tú piensas acerca de los consejos, porque te pasa que tienes que pensarlo todo mucho para luego decidirte por cualquier cosa, en el gozoso caso de que te decidas por algo). Te preguntas si el resto de los seres humanos tienen también un incesante fluir de pensamientos o si, por el contrario, disfrutan alguna vez del placer de no pensar nada (               ). Dulcinea te mira un segundo y vuelve a sus manos, sus tímidas, encogidas y requetencogidas manos, que reposan sobre un clasificador saro mod. 30 patentado (790 pesetas). Giras la cabeza hacia tu derecha con la intención de ver cómo evoluciona la belleza de La Bella y descubres con estupor que no está, que se ha ido, y, probablemente, en tu parada. Te lamentas. Lo más probable es que hubieras podido disfrutar de su culo en las escaleras mecánicas (visualmente, claro), e incluso durante diez o veinte metros en la superficie. Qué putada, has perdido para siempre a la diva y qué tienes: eso, nuestra querida Dulcinea del Toboso, la novia de España, doncella carpetovetónica, la cual dudas eternamente tenga algo interesante que ofrecer. Estás desconsolado, Sancho Panza vuelve por sus fueros, tú quieres una chica mona, no puedes negar la evidencia. Dulcinea se levanta (su culo es tan irregular que parece que lleve las manos por dentro del pantalón) y se pega a la puerta. La miras de arriba abajo aprovechando la coyuntura, pero es fuera de su cuerpo donde encuentras el diamante. (Sí, el diamante.) En el cristal de la puerta, hecho espejo por la negrura de los túneles, sus ojos refulgen, increíblemente puros, como un fantasma que se asoma al vagón, y su tez es pálida pero tersa, vaga pero divinamente vaga, como una pintura del Greco. Y, coño, que te asombras. No puedes creer que ese reflejo tenga por pareja este rostro. Es alucinante, cómo mienten los espejos; o cómo mienten los rostros. Volvemos al problema de las sombras y los objetos, a veces no sabes cuál pende de cuál, parece una cuestión estúpida, lo es ciertamente, pero es que, joder, a veces no sabes cuál pende de cuál y punto. El tren se detiene y te bajas tras ella. Camina alegre pero con basteza. De vez en cuando, la pierdes de vista. Gentes varias entran y salen de tu campo de visión como parpadeos. Sube en la escalera mecánica y deja que ésta la lleve. Deduces por ello que no tiene tanta prisa como su brío inicial te había dado a entender. Deduces también que no debe de ser muy buena deportista, porque sólo los presuntuosos siguen caminando sobre escaleras mecánicas.
LA ENCINA QUE CONSERVA MÁS UN RAYO DE SOL QUE TODO UN MES DE PRIMAVERA NO SIENTE LO ESPONTÁNEO DE SU SOMBRA LA SENCILLEZ DEL CRECIMIENTO APENAS SÍ CONOCE EL TERRENO EN QUE HA BROTADO CLAUDIO RODRÍGUEZ.
(Un Tour para el tipo que concibió la idea de los poemas.) El día os recibe lleno de sol. La acera sigue mojada en algunas zonas. Paseantes, niños, coches y autobuses; escaparates, olor a pan, fragmentos de conversaciones ajenas, humo. Subes la calle tras ella y te sientes como esos patéticos señores de las películas de policías que, o pierden el objetivo, o pierden la vida a manos de dicho objetivo. Dulcinea se mira el reloj (mano izquierda) y a los dos pasos se detiene. Se abre la cazadora, mete la mano en un bolsillo interior y saca un paquete de Fortuna; toma un pitillo, guarda el paquete, tarda en sacar la mano, la saca sin nada, se tantea los bolsillos delanteros de la cazadora, muestra disgusto, se tantea los bolsillos del pantalón, exclama algo, mira a su alrededor, para a un señor, le dice algo, éste saca un mechero amarillo y lo enciende ante su cara, ella expulsa el humo y le dice algo, y le sonríe, y reanuda la marcha. Mira de nuevo el reloj (mano izquierda con el cigarrillo entre los dedos) y entra en un bar. Te paras. Puedes verla a través del escaparate. Se mueve dentro del local buscando a alguien. Alza un poco la mano izquierda (qué útil la mano izquierda), una chica sale a su encuentro de entre las mesas y le planta un beso en cada mejilla. Se sientan. Dulcinea pide algo al camarero. Hablan. Hablan. Hablan. Hablan. Y tú ahí mirando, como un
voyeur
de pésimo gusto. Podrías haber seguido a la otra, podrías..., bueno, será mejor dejarlo, no sirve de nada lamentarse (no sirve de nada lamentarse pero podrías haber seguido a la otra, pedazo de gilipollas). Bueno, aquí estás, mirando a dos feas que charlan, dos Dulcineas cotorras, aunque una más Dulcinea que la otra, que lleva más tiempo con el nombre. ¿Ahora qué vas a hacer? Podrías levantar la palma de la mano izquierda y así, a lo mejor, alguien te echaba unas monedas. Sería una manera de no perder tan miserablemente el tiempo. El tiempo es oro, ya lo dicen en algún sitio, en la tele probablemente, el tiempo es oro. Dulcinea escucha mientras la otra habla. Deduces que la otra es la típica parlanchina que usa a sus amigas como estercolero de sus historias. Y también deduces que nuestra querida Dulcinea es la típica buenaza que nunca mandará a su amiga a la mierda, porque sabe lo que es la amistad. (Aplausos.) Bueno, pero aparte de eso, ¿qué tenemos? Pues nada, un cuerpo irrisorio, aliento tabacalero y carpeta vulgar. Anda mi madre, ahora resulta que la colega se nos pone a llorar, y ahí tienes a Dulcinea con la mano izquierda en su hombro y sus labios moviéndose pausada y misericordialmente. Hipótesis: primera y clásica: a la otra la ha dejado su novio y ha quedado con Dulcinea para contárselo; número dos: ha suspendido por décima vez el examen de conducir; número tres: está preñada; número cuatro: es el berrinche autocompasivo nuestro de todos los meses; número cinco: problemas paternofiliales; número seis: resulta que es lesbiana y le ha confesado a Dulcinea su desbocado amor, poniéndose a llorar a continuación; número siete: ha discutido con otra amiga; número ocho: han retrasado un mes la emisión de los nuevos capítulos de

Other books

Legacy of a Spy by Henry S. Maxfield
Captivated by Leen Elle
A Time of Peace by Beryl Matthews
Expectations of Happiness by Rebecca Ann Collins
These Are the Names by Tommy Wieringa
Flying Feet by Patricia Reilly Giff
The Wind Rose by B. Roman