A bordo del naufragio (4 page)

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Authors: Alberto Olmos

BOOK: A bordo del naufragio
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... Renault 21 blanco. Peugeot 106 mercurio. BMW negro. No sabes. No sabes. Renault Laguna plateado. No sabes, quizá un Ford. Seat Ibiza blanco. Uno japonés, azul oscuro. Nissan Patrol marrón claro. Volkswagen Golf rojo. Seat Córdoba azul. Mercedes 300 negro. Ford Escort blanco. No sabes. No sabes. No sabes. De pequeño eras capaz de reconocer cualquier coche nada más verlo. Eras muy bueno recordando marcas. Probablemente, era lo único en lo que nadie te hubiera ganado nunca. Tu abuelo te cruzó la cara cuando encontró bajo tu cama todos esos logotipos que habías arrancado de los coches. Eso fue todo lo que hizo respecto a la única cosa en que te sabías el mejor. Te giras y te sorprendes al ver la clase completamente vacía. Todos se han ido y estás solo en esta inmensa aula. Te pones en pie y caminas hacia la puerta. La cierras. Miras de nuevo la clase desde esa nueva perspectiva. Es interesante. Te subes al entablado y te sientas en la silla del profesor. Recorres los pupitres vacíos y piensas que no hay nada tan bello como un recinto público sin público. Las bibliotecas, los cines, los teatros, los campos de fútbol, las plazas de toros, las grandes avenidas, los restaurantes, tienen todos una fisonomía especial cuando se les despoja del componente práctico, cuando se convierten en algo totalmente inútil, absurdo, gratuito. Porque la pregunta es: ¿qué hacen cientos de libros perfectamente colocados en sus estanterías si nadie los va a leer?, ¿qué hacen ocho sillas en torno a una mesa si nadie las va a usar?, ¿qué hacen cuatro líneas de cal acotando un rectángulo de césped que sigue creciendo? Miras el reloj, las ocho y dieciséis. A veces te gustaría ahorrar el tiempo, sí, guardar los segundos y los minutos en los que no haces absolutamente nada para poder sacarlos más tarde y prolongar los momentos buenos, los orgasmos, la salud, el sol. Pero esto no es posible (sólo en la ficción hay magia) y tienes que resignarte a perder esa calderilla temporal sin nada a cambio. Vaya mierda, el mundo está mal hecho; al menos tú estás mal hecho, eso es lo que importa, vaya mierda. Miras lo que te acompaña: los pupitres, el amarillo sobado de las paredes, la pizarra negra con jirones de tiza, el borrador, pequeños trozos de tiza puntiagudos como dientes, dos carteles de prohibido fumar, un cartel de prohibido introducir en el aula comidas o bebidas (gracias), una pantalla para transparencias, un tablón de anuncios sin un solo anuncio (sólo publicidad), dos altavoces, un símbolo de la paz grabado en la pared de tu izquierda, una A de anarquía, un cable negro que arranca del techo, recorre toda la pared, baja en perpendicular y se clava en el suelo; tuberías sin orden ni concierto que llegan a los radiadores, luces fluorescentes, algunas rotas, otras parpadeantes; ventanales sucios llenos de mensajes escritos con el dedo, periódicos bajo las mesas, uno caído en el suelo, como una paloma muerta. Te levantas. Miras la pizarra unos segundos. Coges una tiza y trazas una línea vertical de unos diez centímetros. La miras durante unos segundos y luego la borras. Ahora pintas una línea oblicua, de izquierda a derecha, de unos cinco centímetros. La borras y tiras la tiza con rabia. Coges otra tiza, la acercas a la pizarra, pero antes de dejar rastro alguno, la lanzas por encima de tus hombros. Y piensas: yo creía que tenía más imaginación. Te diriges al fondo de la clase. Y piensas: será que he permanecido sentado demasiado tiempo en la silla del profesor. La ventana. Fiat Tipo color claro. Mercedes..., a la mierda. Te sientas. Buscas tu mochila con la mirada. No la encuentras. Te levantas. Miras bajo las sillas. Te acercas de nuevo a la pizarra. Por allí tampoco está. Miras bajo la mesa del profesor, en las primeras filas, detrás de la pantalla de transparencias. No aparece. Levantas la vista y ves una cosa verde y arrugada bajo la silla donde te habías sentado. Sonríes. Llegas hasta ella y la pones sobre la mesa. Te vuelves a sentar. Y tarareas: ná, naná, nanánanánaná; ná, naná, nanánanánaná. Sin saber a cuento de qué, te viene a la mente Jack Nicholson en
Alguien voló sobre el nido del cuco
, pero no logras recordar quién dirigió la película. Sonríes pensando que a lo mejor fue W. C. Fields quien lo hizo. Pero no te suena. Es un nombre con una P y varias U. Sí, acaba en R, o en A; en A, seguro que acaba en A. Milos Forman, ése, ése la dirigió. No acaba en A, tampoco tiene P, ni U, pero nadie dijo que esto fuera un concurso de la tele, con notario. Por otra parte, Milan Kundera se hace pasar por Milos Forman en
El libro de los amores ridículos
. No te gustó ese libro.
La inmortalidad
es mejor.
La inmortalidad
es cojonudo. ¿Cuándo leíste
La inmortalidad
? ¿Hace dos o tres años? ¿No lo recuerdas? Bueno, es igual, déjalo estar. A nadie le importa si has leído o no
La inmortalidad
, así que imagina lo que les puede interesar cuándo. Ellos creen (¿quiénes son ellos?) que da igual leer un libro a los quince o a los cien años. Pero tú sabes que las cosas no permanecen incólumes al paso del tiempo. Y sabes también que la única forma de ser sabio sería poder leer decenas de veces todos los libros, y ver decenas de veces todas las películas, y descubrir el sexo decenas de veces a lo largo de una sola vida. Pero eso sólo podría hacerlo Dios (de hecho, es lo que le ha permitido llegar tan alto). Tú te conformarías con comprender
Europa
, la película, no el continente, que ya se sabe que nadie lo entiende, entre otras cosas, porque Maastricht es una cosa que se han inventado los políticos para jugar a los prohombres. Y la verdad es que no siempre fue todo tan aburrido. La infancia estaba bien. Estaba bien porque te pasabas el día descubriendo cosas (las novedades del adulto no son descubrimientos, sino desengaños). No necesitabas ir de safari para sorprenderte. Podías alucinar sin salir de tu cuarto porque estabas lleno de ignorancia, es decir, imaginación. Hasta los doce años te encantaba el ajedrez. Cada día encontrabas una nueva coreografía intelectual. Aprendías a hacer jaques dobles, destapes, sacrificios, enroques, figuritas, cadenas de peones al tresbolillo..., incluso trampas. No ganabas a nadie. Perdías hasta contigo mismo; pero te lo pasabas de puta madre. Luego, un día cualquiera, vino un profesor a enseñarte cómo se hacían las cosas. Te enseñó manuales básicos y otros más abstrusos llenos de defensas sicilianas, gambitos, alekhines, karo kans... Te diste cuenta de que el ajedrez era una cosa más seria de lo que creías. Había gente en el mundo que se sabía de antemano todos los movimientos que tú improvisabas. Te parecía deshonesto que tu rival pensara las jugadas que tú podías hacer o no hacer. ¿A él qué coño le importaba lo que ibas tú a mover? ¿No tenía sus dieciséis piezas?, pues que las usara dejando las de los demás en paz. Todo esto te deprimió tanto que dejaste el ajedrez, igual que habías dejado otras cosas. Pero tampoco vas a decir que echas de menos la infancia. En realidad, los niños te ponen enfermo, como los perros, los loros, y en general todo lo que se mueve. Los niños molan hasta los seis o siete años. Luego no hay quien los aguante. Prefieres a los viejos, que son una especie de niños sabios, porque los niños-niños, al contrario de lo que dicen en la tele, son imbéciles, con una imbecilidad que les convierte en consumidores ideales, modélicos. Y piensas: esto no es más que masturbación mental. Pero tú nunca dices lo que piensas, aunque te pases el día en ello. A veces crees que tus ideas son buenas, y a veces sabes que tus ideas son cojonudas. Pero temes decirlas, escribirlas; temes hasta pensarlas porque crees que estás loco, o que ellas te volverán loco. La locura no es mala, tú lo sabes. Lo malo es que los demás lo sepan. Bostezas, te gustaría dormir. Lo único que puedes hacer en esta ciudad es dormir. Ah, e ir al cine, que es de lo poco bueno que tienen aquí. Los cines son más importantes que los hospitales. No todo el mundo que detesta la vida y el tiempo en que le tocó vivir, puede evadirse escribiendo prosas profanas. Gracias a Dios que están los cines. Hace tanto que no vas a uno que ni recuerdas la última película que viste. Podías ir esta tarde. A lo mejor hasta hoy es miércoles y te sale más barato. Y, si no lo es, qué más da. Ve de todos modos. Dale algo de dinero a la cinematografía, que ya tienes demasiados libros. Pero no quieres ir a ver una obra maestra, de esas de sala pequeña medio vacía, nacionalidad bielorrusa y cinco estrellas en la
Guía del Ocio
. Tampoco vas a ir a ver una chorrada, claro. Lo ideal es el término medio, una de Woody Allen, no flagrantemente comercial, pero tampoco apodíctica. Y lo cierto es que te gusta Tarantino (no eres perfecto) y Jackie Chang y todas aquellas películas con personajes que han olvidado su cerebro en la mesilla de noche y salen a la vida con la superioridad que otorga no tener conciencia. Echa un vistazo al periódico. Busca uno y mira las páginas centrales. En ellas viene la cartelera. También vienen otras cosas. Algún día deberías probarlas. Ir al teatro es caro, pero es distinto. Hacer siempre lo mismo recibe el nombre de hábito. Tú sabes que lo peor de todo es el hábito. La costumbre es la madre de la soledad y de la muerte psíquica. Demasiados hábitos crean una barrera a la imaginación. Tú luchas contra los hábitos quebrantando el orden de las cosas. Lo malo es que el desorden creado acaba convirtiéndose en un nuevo orden. Es cuestión de tiempo. Y eso es peligroso. El desorden no existe como tal, por eso es desorden. La única manera de perpetuar el desorden es el dinamismo. Si te quedas quieto estás muerto. Debes moverte, contradecirte, ser infiel a ti mismo. De modo que no vayas siempre por las mismas calles: descubre alguna nueva, arriésgate, no escuches toda esa mierda que flota en tu cabeza, sólo está ahí para joderte. Redúcete, desbasta tu conciencia, asesina todo lo que no eres tú para recuperar el vacío con el que esperabas venir al mundo. Observa tus propios movimientos, no te concedas el beneficio de la duda, eres culpable hasta que no se demuestre lo contrario. Sólo tú puedes demostrar lo contrario. Tu conciencia es tu excusa para no luchar. Construyes barricadas de silencio para no oír tu soledad. Eres más listo de lo que aparentas. La derrota no entra en tus planes porque tus planes son la derrota. Eres un cobarde. No es que tengas complejo de cobarde, lo eres. Los complejos no existen. El que tiene complejo de imbécil es imbécil. Juegas con cartas marcadas. Te pierdes por la ciudad todas las noches pero, curiosamente, siempre te pierdes por las mismas calles, a las mismas horas, del mismo modo. Tienes miedo de estar desnudo. Te han enseñado a ser cauto. Te han enseñado a ser ahorrador y prudente. No quieres elegir tu propia escala de valores y defenderla. No es cuestión de Peter Pan; simplemente, eres así de miserable. Te consuelas pensando que no eres el único miserable sobre la Tierra, pero sí lo eres. Lo que ves cada día por la tele, en el metro, en clase, en la calle, no son personas. Dentro de tu cabeza, el Rey de España es tan real como Dios, tu abuela o Bugs Bunny. Dentro de tu cabeza tú eres el único que siente los golpes. Deja de pensar en grupos y colectivos. Estás solo. Gozas solo y sufres solo. Si no mueres en la batalla, considérate victorioso, no importa que todos los demás pereciesen. La Autoridad trata de decirte lo contrario: si se gana una guerra y tú eres la única víctima, ellos van a decir que ha sido una buena guerra, sólo una baja. Pero tú estás muerto y ni siquiera puedes escupir al general que te impone la medalla. De modo que empieza a pensar en la insumisión antes de que se haga demasiado tarde. La negación de lo que tú no eres afirma lo que eres. Todavía no sabes lo que eres. Haz sólo aquello que tienes miedo de hacer. Abre las páginas centrales del periódico y llama a una que no cobre demasiado. No pienses en el amor ni en el sexo. Las palabras confunden los conceptos de tu sesera. Sabes lo que quieres pero lo olvidas justo cuando lo nombras. Olvida las palabras, el lenguaje es nuestro modo de ordenar el mundo: quebranta el orden. Has leído suficientes libros para darte cuenta de que todos dicen lo mismo: nada. Deberías leer atentamente el poema que aparece en el espejo. Deberías alzarte diez metros sobre el suelo y estudiar fríamente lo que queda debajo, ese resto de ti. Asciende y observa quién eres. Fíjate bien: estás en la última fila de un aula inmensa. La puerta está cerrada. Estás sentado en una silla mirando ciegamente a la pizarra. No mueves ni un músculo. Has convertido la clase en tu pecera. El perfume barato llega hasta el techo y no sabes para qué sirven todas esas cosas, las sillas, las mesas, las papeleras. No encuentras ninguna diferencia entre una silla y la sombra de una silla. Todo lo que perciben tus sentidos es rematadamente inútil. Tú mismo, ocupando la última silla de un montón de sillas inútiles, eres inútil. Te levantas y te sientas en la primera fila del desfile inútil de sillas. Tu inutilidad es exactamente la misma. Puedes subirte por las mesas, emborronar la pizarra, romper las ventanas, da lo mismo. Inútil. El hecho de que el aula, las sillas, las mesas, la pizarra, los cables, las tuberías, los radiadores, carezcan de función te sugiere algo, pero no sabes qué. Y nunca lo sabrás si piensas en «aulas», «sillas», «mesas». Han echado demasiada tierra sobre tu nombre como para que puedas desenterrarlo. Te han dicho que existe el bien y el mal, la felicidad, la familia, los amigos, el sexo, Disneylandia, la felación. Pero nadie te ha dicho que existes tú, ante todo tú, principalmente tú. Están empeñados en que aprendas los conceptos y te unas al rebaño. Hasta las críticas y las disensiones deben ajustarse a modelos precedentes, 1789 o 1968. No importa que se quemen las iglesias, sólo importa que la fe perdure. Puedes levantar todo el adoquinado, demoler los edificios, voltear un retrete y llamarlo arte. Lo que importa son las leyes arquitectónicas y las normas higiénicas. Costará tiempo y dinero, pero todo volverá a su antiguo orden. A veces piensas:                , pero no puedes hacerlo durante una hora, como querrías. Quizás los ascetas, los místicos o los lamas lo consigan. Pero tú no eres un jodido lama. Te duele la cabeza enormemente. Te sientes como en tu habitación: náufrago. Te acercas a la silla de Lolita. Sabes perfectamente cuál es. Te sientas en ella. Te levantas y la acaricias. Pasas la mano por el respaldo, por el asiento; detienes tus dedos en el borde curvo: ahí descansa su sexo. Vuelves al fondo de la clase. Miras por la ventana. Volvo 400 negro. Te sientas sobre la mesa. Miras el reloj, las ocho y treinta y cuatro. Deberías haberte quedado en la cama. Vuelves a mirar la habitación. Oyes un ruido. La puerta se abre. Van entrando alumnos. Te miran. Tú bajas los ojos. Te sientes incómodo. Hasta que ellos llegaron estabas solo, pero no te sentías solo. Ahora la habitación ya no es tuya. Ahora las cosas adquieren significado, y tú no eres tú, sino ese que está siempre solo al fondo de la clase. Te preguntas si alguno de ésos habrá pensado alguna vez en saber tu nombre, tu procedencia, tu función. A veces crees que están hablando de ti. Lo más probable es que te ignoren. Mientras no estorbes te dejarán tranquilo: una papelera existe más cuando está llena que cuando está vacía, un ascensor estropeado que uno en funcionamiento, un atentado terrorista que el alba. Tendrías que hacer algo para disimular. No puedes estar mirándolos descaradamente: sospecharían. Sospecharían que los odias y que a la vez te son indiferentes; sospecharían que los examinas, que aprendes de memoria sus gestos, sus ademanes, el nombre de sus vaqueros; sospecharían que eres un tipo peligroso. Abres tu mochila verde y remendada y sacas un libro al azar. «Hecha esta promesa relajó su voluntad, reconoció sus fracasos anteriores, y se vio recompensado por una gran experiencia, disfrutando durante siete días del gozo de la emancipación. Comprendió entonces que la causa de todas las miserias humanas era el deseo...» En este momento te acuerdas de que tienes un par de libros de la biblioteca. Probablemente hayas sobrepasado ya el plazo de devolución. Te da igual que te sancionen. Estás harto de leer. Sin embargo, no puedes dejar de hacerlo. Es una droga más; pero por lo menos tienes la seguridad de no estar haciendo rico a un cabrón colombiano que habita un palacete con grifos de oro. A veces deseas drogarte porque Baudelaire o Michael Stipe lo hicieron. A veces te alegras de no drogarte porque la mayoría de los gilipollas lo hacen. Hay una gran diferencia entre no haber probado nunca las drogas y haberlas probado. Es como la diferencia entre el nueve y medio y el diez: hay más diferencia entre ellos que entre el cinco y el siete. Es cuestión de todo o nada. El diez es la perfección, el todo; el nueve y medio es casi diez, pero no es diez. Tampoco son diez el cinco, el seis, el siete, el tres. Todos ellos son la nada, la parte negativa, el no. Las drogas son el sí y la virginidad alucinatoria es el no. Hay una gran diferencia. Te levantas, agarras tu mochila verde y remendada, y te diriges hacia la puerta. La clase está casi llena. Los alumnos han vuelto de la cafetería y ocupan sus asientos respectivos. Lolita también. La miras de reojo cuando pasas a su lado, pero sólo captas formas imprecisas. Sales y sientes cierto alivio porque el murmullo comenzaba a lancinar tu, de por sí, maltrecho cerebro. Tropiezas con varias personas antes de llegar al ascensor. Aprietas el botón. Te miras las manos y compruebas que no puedes mantener firme el pulso. Recuerdas a tu abuelo. El ascensor llega. Salen dos personas, una chica morena, baja y fea, y un chico con cara de empollón. Entras y cierras rápidamente. Aprietas el botón del primer piso. Suenan cables y engranajes. Te gustan los ascensores. A veces hasta piensas en voz alta dentro de ellos. Tienen una intimidad de confesionario. Miras al suelo. Tus zapatos dan pena

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