A bordo del naufragio (6 page)

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Authors: Alberto Olmos

BOOK: A bordo del naufragio
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... en Miquel en Miquel repites mirándote en el espejo en Miquel en Miquel estás detrás de mí a mi lado derecho a mi lado izquierdo en derredor eres tú en Miquel tienes también los ojos oscuros tienes también pelo castaño eres rubio calvo rico piensas en mí dónde estás estás quién soy yo mi abuelo te odia malditos catalanes le oí decir yo no puedo odiarte quiero odiarte odio a demasiada gente él no me gusta a mi madre sí le gusta y también le gusta a ella la pequeña la de los ojos azules yo tengo los ojos oscuros la dicen mi hermana yo tengo los ojos oscuros no es mi hermana no puede ser mi hermana soy pequeño dicen que luego me lo explicarán algún día cuando sea mayor cuando sea mayor será demasiado tarde ella no es mi hermana él no es mi padre estoy triste en la noche oigo ladrar a los perros tu abuelo dice vamos de caza y tú piensas no quiero ir pero no dice nada tu abuelo dice coge de la correa al perro y tú coges de la correa al perro camináis hacia el pinar un sol de odio caminos polvorientos ni un solo hálito en la tarde tu abuelo dice los jóvenes de ahora sois unos haraganes y tú piensas los jóvenes de ahora somos unos haraganes tu abuelo dice catalanes y vascos no son buena gente y tú piensas catalanes y vascos no son buena gente llegáis al bosque o pinar o sitio con árboles cuyo nombre ignoras y tu abuelo dice no sabes nada y tú piensas no sé nada y él dice te haré un hombre de provecho y tú piensas qué es un hombre de provecho y te respondes un hombre de provecho es el que caza y es fuerte y trabajador y los catalanes y vascos no son buena gente y ya oyes los disparos por primera vez oyes los disparos que suenan distinto que en la tele y que en el cine sólo has ido una vez al cine distinto que en la tele más bajo o grave o no sabes cómo pero distinto peor menos bonito da miedo mucho más miedo y caen las perdices o codornices o lo que sea muerto no sabes nada tu abuelo dice no seas crío tienes trece años no seas tan crío sólo es una perdiz muerta cógela y tú piensas voy a vomitar y dices de dónde la cojo y él dice no seas imbécil y tú vomitas sobre el romero y te llega el olor oscuro del romero y el hedor horrible del vómito y de nuevo devuelves y tu abuelo está ahí detrás mirando sin hacer otra cosa que mirar sin hacer otra cosa que mirar sin hacer otra cosa que mirar y la noche es triste si estás solo y no tienes un espejo que responde a tus preguntas como en el cuento que te contó la abuela y que no sabes cómo se llama ni cómo empieza ni cómo acaba sólo que había un espejo que decía cosas y a lo mejor eran todas mentira pero al menos decía algo no como el tuyo que no sabe hablar ni responder mentiras que maten tu deseo de buscar la
... Tienes que centrarte, así no vamos a ningún sitio. Nadie te ayuda, y si tú no lo haces la llevas clara. ¿Dónde estás? (Lo primero es saber dónde se está.) ¿En qué lugar del mundo te encuentras?, ¿qué rige aquí?, ¿qué prima?, ¿qué llevan las niñas los domingos para ir a misa? Ésas son las preguntas importantes. Encuentra las respuestas y cálzatelas como puedas. No puedes salir a la calle con los zapatos que tú mismo fabricas. Todos se van a reír de ti. Viste su misma marca, su misma sonrisa, sus mismos tópicos, sus mismas rebeliones. Ya sabes que lo importante es que no sepan que estás loco. Te encerrarían, como a Linda Hamilton en
Terminator II
, dirían que estás como una puta regadera (vesania lo llaman ellos, queda más fino, más respetuoso. Ya conoces toda esa mierda del lenguaje políticamente correcto. Tú desearías que el lenguaje fuera primero correcto, o sea preciso, y luego ir poniéndole adjetivos. Aquí nadie piensa como tú). Lee sus libros, los primeros de las listas, y deja los prohibidos para tu pecera, para tu soledad anónima, allí donde nadie pasa páginas por ti. Hay en el mundo demasiados gilipollas diciéndote lo que tienes que hacer. Incluso los que te dicen que hagas lo que quieras, esperan en realidad dirigirte. Engáñales, apréndete la música de la canción, sílbala, tararéala, pero nunca aprendas la letra, diles que tienes mala memoria, cualquier mentira vale; pero no aprendas la letra. Desconfía de todo lo que no venga de los labios marchitos de tu abuela. Ella ha visto morir a un hombre y sabe lo que dice. Otros también han visto morir a uno, dos o tres hombres, pero no son tu abuela, no son nadie, en todo caso son famosos, es decir, gente que te dice lo que tienes que hacer para que ellos sigan siendo famosos. No los odias. En realidad te importa un huevo que haya tanto profesional de la fama, pero, joder, que no sean tan conocidos, que sean famosos entre los famosos, que no se inmiscuyan en el detergente que usas para lavar los calzoncillos sucios, en las compresas que usas para limpiar las vaginas sucias, en la cerveza que usas para desparasitar los estómagos sucios, en las causas nobles que usas para blanquear las conciencias sucias. Que te dejen en paz, que se vayan todos de vacaciones dos o tres meses, que quieres oír tu voz, que quieres saber qué es lo que tú piensas, si es que algo piensas. ¿Piensas algo tú? Todos creen que no piensas. El que está callado piensa mucho, pero el que está triste no piensa, sólo está triste. Ellos lo saben. La aflicción no está especialmente dotada para el raciocinio o la cordura. La aflicción es más bien simplota, más bien monotemática, se concentra en una idea y la vivisecciona sin éxito ni otro fruto que el aumento del dolor y la mayor cercanía de la locura. La locura, ¿te asusta esa palabra? La locura está bien si es para anunciar refrescos de cola o vaqueros rotos; pero estar locos de veras, en serio, cuerdamente loco, está mal, muy mal. Ellos lo dicen. Estar loco supone que algo no te funciona dentro de la cabeza. Ellos pueden arreglar la lavadora y el contestador automático, pero si estás loco te encierran y ahí se acaba todo. No es bueno estar loco, la gente se desconcierta ante la locura, no la entienden. No la entienden porque viene de dentro, de ese sitio al que nadie quiere mirar. Pero no temas, si consigues sonreír en los momentos adecuados, no te descubrirán. Aprende a dominar el petróleo de tu sesera. No es fácil (lo sé), pero tienes que hacerlo. Si no, te descubrirán y te llevarán a uno de esos sitios acolchados por todas partes donde sí te vuelves loco intentando averiguar cuál es la cama. Y, sin embargo, hay algo legendario en la locura. ¿Qué quiere decir legendario? No lo sabes, pero es una palabra bonita. Nictémero también es una palabra bonita. Y nefelibata. Y cornucopia. Y bulbul. Y tantas otras palabras cuyo significado olvidas para poder perder el tiempo inventándoles uno. Es importante perder el tiempo. Si te quedas con él dentro, puede darte un cólico al riñón o una gastroenteritis aguda. Somos seres que cagamos pasado y devoramos futuro. No puedes quedarte con nada en el recto. Te han enseñado a cambiar de coche y de ropa y de trabajo y de canal y lo han hecho por tu bien, para que no pienses demasiado. No estás siguiendo sus consejos. Vas a descubrir que la vida es una putada. Te van a entrar deseos de sentarte y dejar que se caduquen todos los postres. Eso es peligroso. Ellos saben que la vida no tiene sentido, pero creen que es un defecto subsanable, entre otras cosas, porque es el único defecto de la vida. ¿Qué otros defectos tiene?, te dirán, ¿encuentra usted alguno?, ¿no le gustan los libros de Antonio Gala?, pues lea a Umbral, tenemos para todos los gustos; ¿no le apetece el teatro?, pues vaya al cine, o váyase de putas, hacemos la vista gorda, hasta dejamos que viole usted a niñas de tres años; ¿no le gusta la televisión?, pero, vamos a ver, ¿no le gusta la televisión o sólo algo de la televisión?, le ponemos a W. C. Fields de madrugada, le ponemos a Bogart de madrugada, sabemos cómo le gusta ver cine a altas horas de la noche, sí, sabemos que le encanta sentirse mártir de la cultura, el último erudito; ¿qué más quiere, hombre de Dios?, la vida carece de sentido: ¡pero eso es todo!, déjelo de nuestra cuenta, nosotros le haremos olvidar, elija, elija, tenemos un póster cojonudo de David Bowie. Son las nueve y tres minutos de la mañana. Repito: las nueve y tres minutos de la mañana. Vamos, céntrate; las nueve y tres minutos. Asimila los signos, interpreta, busca en la memoria, sé consciente. Te levantas como si acabaras de despertar sobre la vía de un tren y sales corriendo. Sientes los libros moverse en la coctelera de tu mochila. Bajas la escalera de caracol con un zapateado que atrae hacia ti todas las miradas. Esquivas mesas, sillas, gente, funcionarios, pechos y sales por la puerta de entrada, dejándola abierta de par en par. Ves el ascensor. Se está cerrando la puerta. Está casi cerrada. Introduces la mano. Abres. Va lleno. Sonríes levemente. Entras. Tienes delante de ti una chica alta, displicente de espetera, a la que decides degollar en cuanto las circunstancias lo permitan. El ascensor no asciende sino que empieza a pitar. Estás ansioso. Miras el reloj. No ves la hora. Cuando alzas la cabeza, todos te miran. No entiendes. No hay palabras. ¿Cómo quieren que uno entienda las cosas si no usan las jodidas palabras? Pues sigue sin haber palabras, pero hay que reconocer que sus ojos inyectados en sangre tienen un gran poder comunicativo. Largo: eso están diciendo sus seis miradas, sus doce ojos de hidra imperfecta. Sales y empiezas a correr escaleras arriba sin saber adónde vas. Ya en el primer descansillo, notas que tus cualidades físicas son netamente inferiores a las de Fermín Cacho. Sientes el aire entrar en tu organismo como si fuera hidrógeno líquido y las rodillas desencajadas de dolor y esfuerzo. Tienes la cabeza cada vez más próxima al suelo y empiezas a pensar seriamente en no llevar siempre la mochila repleta de libros que conoces de memoria. Tropiezas con un señor trajeado y panzón que te mira indignado y al que no haces ni puto caso. Afrontas el último tramo de escalera intentando recordar quién es el profesor que te toca ahora y si es de los que exigen más puntualidad que un parto. Desgraciadamente, acuden a tu memoria varios precedentes nada halagüeños: el tal profesor goza ridiculizando al que llega tarde y le vacila entras/no entras como si su clase fuera la panacea, y no el churro que en realidad es. Coronas la cima de la escalera con la sensación de ser el imbécil más grande de la facultad (lo cual es decir bastante) y con la duda de si entrar o no entrar por esa puerta cerrada, por la cual suena ya, monótona y desquiciante, la voz del señor profesor. Intentas recuperar tu ritmo normal de respiración para poder así articular las palabras justas, precisas, que te den acceso al paralelepípedo de los lelos. Lo que tienes que hacer es llamar, abrir, meter la cabeza, poner cara de seminarista y preguntar del modo más modoso posible si se puede pasar. No, mejor no decir una palabra, sólo mirarle y gestualizar en busca de su aquiescencia. También puedes abrir la puerta sin más, entrar, cerrar y ponerte en tu sitio sin comerte la cabeza con estas chorradas. Eso es lo que deberías hacer, lo que harías si no fueras un mierda, un auténtico montón de mierda, impersonal, bobo, misántropo, patético; un tipo que se siente en un apuro tremendo por fruslerías como pedir algo en un bar, preguntar una dirección o entrar con retraso en clase. Eres un enclenque medroso, de calva incipiente, que vino del pueblo a la Gran Cacharrería sin conocer las reglas del juego. Y así te va, provinciano resinero, lejos de tu Castilla cereal y soleada, de encina y trigo, ríos menudos, arroyuelos sin nombre y nubes levelivianas. Así te va, abandonado, vagabundo, inconsciente, con esa sensación que tienen los que vienen del campo, una sensación como de haber perdido todos los trenes, como de haber descubierto el violoncelo justo en el momento en que ya no puedes ser Rostropóvich. Pero eso ya lo sabías antes, mucho antes, de ahora; de modo que no empieces tu diatriba contra todo, el plañido social contra la injusticia y la nula igualdad de oportunidades y todas esas zarandajas. No vas a entrar en clase y eso es todo. Podrías haber entrado; puedes todavía entrar. Si quisieras asistir a clase, lo harías aunque sólo quedasen cinco minutos para su término. Sin embargo, te faltan arrestos, castellano sin castillo, te falta la imaginación y la acracia del
outsider
. No tienes nada pero quieres conservarlo. Y esa forma de ser no depende de ti; no está en el tiempo, está debajo del tiempo, antes del tiempo, es tu sustrato. Eres como un preso: conoces tu situación y lo único que puedes hacer es no pensar mucho en ello, hacer rayitas en la pared, hacerte pajas, buscar banderas de cielo en lo alto de los muros, o cerrar mucho los ojos. Ya respiras con normalidad. Miras a ambos lados. No se ve a nadie. Esto es reconfortante. La soledad es una putada de todos modos, pero lo es menos si se está solo. La soledad es una especie de desnudez, un encalatamiento del alma, que es menos vergonzante si nadie puede ver lo pequeña que la tienes. Has leído muchos libros sobre soledad, pero ninguno la entiende, ni siquiera la capta. Puedes traer a la memoria veinte novelas con la palabra soledad en el título o en el fondo y sólo puedes concluir: la soledad no era eso. Pensando estas cosas, resuelves ir a la biblioteca, no por nada en especial (has desistido de lo de Pessoa), sino porque es el único sitio de silencio asegurado. Te encaminas hacia el ascensor, con calma, pues ya has adoptado las pautas de comportamiento adecuadas para que el reloj corra más deprisa. Tienes por delante casi cuarenta y cinco minutos de esos que echarás de menos el día que te mueras. Aprietas el botón de llamada y te asombras de obtener una respuesta tan rápida del invento. Sobre la puerta metálica y roja, hay varias pegatinas en plan reivindicativo que critican el sistema de enseñanza. Empiezas a rasparlas con las uñas y consigues quitar una antes de que llegue el ascensor. Abres, entras, aprietas el uno, escuchas un ruido nasal. Se suceden las puertas con sus rectángulos de luz y tú no haces otra cosa que mirarte la punta de los zapatos. Te gustan los ascensores. Te gustan cuando sólo te llevan a ti, claro. El ascensor podría ser otro de esos sitios en los que siempre piensas como refugio. La cama es el más atractivo de todos. El baño no carece de alicientes. Pero nunca habías pensado en un ascensor. (Abres la puerta, sales y caminas sin apartar la vista del suelo.) Un ascensor puede ser un buen hábitat, todo depende del edificio donde se encuentre. Si está en una facultad o en un convento, la cosa no funcionaría. Sería mejor ubicarlo en un burdel, o en un cine, o en una pastelería, o en un restaurante de comida macrobiótica; o, mejor aún, en uno de esos rascacielos que hacen en Japón, y a los que llaman inteligentes porque tienen burdeles, cines, pastelerías y restaurantes de comida macrobiótica todos juntos. Sí, no deja de ser interesante vivir en el ascensor de un edificio inteligente: subes al cine, bajas a la piscina; subes al jardín, bajas a comprar la prensa; y así todo el día. Llegas a la biblioteca y entras por la puerta que pone salida para no perder la costumbre. No hay mucha gente. Sólo hay mucha gente en las épocas de exámenes, que es cuando tú no apareces, porque hay colas de dragón en los ordenadores, ruido de sillas, ruido de carpetas, ruido de gente que va o viene, y una sensación como de ultimátum, de nervios con ojeras y propósito de enmienda. Subes al segundo piso, por la escalera de caracol, siguiendo un culo femenino de excelente hechura. Después del rostro, lo más importante es el culo. El culo conforma la cintura y las piernas, hace que la ropa quede bien o mal, crea las curvas. Coronas la escalera y sigues el culo hasta que se sienta. Entonces das un rodeo por las mesas para encontrarte de cara con la poseedora de tan magnífico trasero. Y lo que hallas es un rostro empotingado y feo, hombruno, acre y apócrifo. Y piensas: no te puedes fiar de un culo. Te alejas de ella mirando para el suelo, viendo cómo las puntas de tus zapatos sucios penetran el aire como un minero de la nada y para la nada. Es a lo que viene a reducirse todo lo que existe, a la nada. Si piensas un poco (qué ironía) en lo que te rodea y en lo que haces, pronto, sin un esfuerzo exagerado, terminas ante el cero, el vacío, un desierto, en fin, la nada. Y, en cierto modo, tiene sus ventajas la reducción de la realidad a la nada. Como, por ejemplo, el hecho de no tener que preocuparse por ser un mierda rata de biblioteca. Te diriges hacia tu asiento favorito, que está situado en la zona más recóndita de la biblioteca, y lo ocupas como si fuera de tu propiedad. Desparramas los brazos sobre la mesa y apoyas en ellos tu frente, mirando hacia una estantería de libros de historia contemporánea. Te asaltan dudas sobre tus conocimientos de historia contemporánea, pero desaparecen al recordar que esa asignatura ya la tienes aprobada, no sin esfuerzo, y que, por tanto, le pueden dar mucho por el culo a tus conocimientos históricos. Eres así de haragán. Nunca lo has negado. Si alguna vez estudiaste, fue sólo para saciar una curiosidad: ¿qué se siente al sacar sobresaliente? Y, una vez conocida esta anodina sensación, decidiste sacar cincos y dedicar el tiempo a trajines no más provechosos pero sí más personales, como la masturbación, la lectura o los pasteles. Te gustan mucho los dulces, cosa que contribuye a ennegrecer todavía más tus dientes, pero, como ya no tienen solución, te da bastante igual. Además, ya sabes que esa afición desmedida por el azúcar no es sino un sustitutivo del sexo (todo exceso es un sustitutivo del sexo, incluido el exceso de sexo). Cierras los ojos para abrirlos a la oscuridad que precede al sueño, pero los abres de nuevo porque siempre te fue difícil dormir fuera de tu cama. Sin embargo, estás tan destrozado de sueño y desidia que vuelves a pegar los párpados bostezando sin sonido. Tu cabeza se desliza lentamente por el antebrazo y sientes en la mejilla el frío contacto de la madera. Se inicia entonces la huida que conduce al sueño, ese deshojarse de la conciencia, que te deja vacío, desnudo, recién nacido. Y sucede que estás indefenso

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