A bordo del naufragio (13 page)

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Authors: Alberto Olmos

BOOK: A bordo del naufragio
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Beverly Hills 90210
; número nueve: se han acabado las rebajas; número diez: su padre se ha ido de casa con una joven profesora de serbocroata porque su esposa no era capaz de comentar con él (post coitum) las páginas pares de
El ser y la nada
; número once: no le ha tocado el cupón de los ciegos; número doce: no hay uvas para fin de año; número trece: se considera destinada a la desdicha; número catorce: Humphrey Bogart se murió el día de su cumpleaños; número quince... Parece que el llanto remite y Laotra pasa a la fase de perdona que te llore vaya espectáculo que he dado yo normalmente ya sabes que soy muy fuerte pero es que esto ha podido conmigo gracias eres muy buena amiga si algún día tienes algún problema no lo dudes y llámame que yo estaré allí para ayudarte. (Aplausos). Y hablan, hablan, hablan, hablan, hablan, hablan. Y tú empiezas a mirar para todos los lados. Nunca habías estado por aquí, aunque no queda lejos de tu casa. De todos modos, tampoco importa mucho: no hay nada que ver distinto de lo que se ve en tu calle, o en cualquier calle. La Gran Cacharrería dicen que es muy grande, pero qué más dará que sea grande si es todo más o menos igual. Miras a los transeúntes. Un joven moreno, coleta, gafas de Lennon, poncho de Chavela, botas Panama Jack. Una señora recienpeinada, cincuentona, kilos, sonrisa de carmín caducado, bisutería. Un negro alto, delgado, bolsa noélica no roja (probablemente tampoco está llena de regalos), zapatillas marrones, ropa sucia. Una niña de la mano de su madre, chupando una piruleta, rubita, ojos azules, te mira, la madre está bastante buena, no te mira, falda granate, cola de caballo, unos treinta. Una colilla de tabaco rubio, encendida, rodando, se para, humea, alguien la pisa, ceniza, la patean, ya no la ves. Opel Vectra índigo. Seat Toledo azul cantábrico. No sabes. Coño: Porsche Carrera necesariamente rojo. Lancia Delta blanco. Seat Ibiza blanco. Cielo azul, nubes exangües, restos del reactor de un avión. Calvo con corbata, treinta y tantos
...en Miquel en Miquel
... camisa azul, gafas plateadas, abre la puerta, está dentro, pide, café con leche, sacude el sobrecito, rasga y vierte, Dulcinea sale, disimulas, Laotra sale tras ella, te levantas, las sigues, Laotra tiene mejor culo que Dulcinea, Laotra no es Dulcinea, a lo mejor ni siquiera Dulcinea es Dulcinea. Llegáis al metro y resulta que Laotra no entra, besitos y hasta otro día. Te alegras de que por fin os hayan dejado solos, aunque no te da muy buena espina que Dulcinea se meta de nuevo en el metro. La sigues más de cerca que antes, a unos cinco metros, porque lleváis juntos una cantidad de tiempo respetable y has ido cogiendo confianza. Dulcinea se agacha y toma algo del suelo, un guante o un pañuelo, y acelera, y corre hacia alguien, agitando la prenda. Ese alguien (chico moreno, feúcho) se vuelve, mira el guante (es seguro), sonríe y lo coge. Se separan con un leve gesto de despedida. El tren entra en la estación. Se abren las puertas, sale gente, entra ella, entras tú, entra gente. Suena el silbato. Se cierran las puertas. Has de tener cuidado de que no te vea. Si te ve, te reconocerá. Y puede que te pregunte si la estás siguiendo. Sería lo mejor. Si hemos de esperar a que tú hagas algo, nos perderemos la boda del príncipe Felipe. Dulcinea está sentada (tú de pie) y no hace sino mirarse las manos, que no lucen anillo alguno ni tienen las uñas pintadas. Son unas manos menudas, de dedos ligeramente alabeados y uñas cortas. A veces levanta la vista para mirarse en el espejo (llamémoslo ya así) y arreglarse un poco el flequillo. No es fea de cara. Tiene un rostro agradable. (No, ahora resultará ser miss Mundo.) Además, no va maquillada. Esto te gusta, lo que ves es lo que hay, sin camuflajes. Se ha dejado abierta la cazadora y puedes ver sus tímidos senos bajo el jersey naranja pastel de cuello redondo. (Horrible, por cierto, como todo color apastelado.) Lleva algo al cuello. Sólo ves la cadena, plata, que avanza al encuentro de sí misma desde el cuello y termina uniéndose bajo el jersecito, entre los senos. Probablemente lleve una cruz, o la estampita de la Virgen María. O, por el contrario, algo tan mundano como su nombre. Eso: ¿cómo se llamará la pava ésta? (¿Y cómo te llamas tú?) Los primeros nombres que se te ocurren coinciden indefectiblemente con los de la tradición cristiana: Ana, María, Marta, Magdalena, Asunción, Ascensión, Crucifixión o Circuncisión. Luego pasas a nombres más agradables. Vanessa es un buen nombre: es un buen nombre para La Bella, no para Dulcinea. Dulcinea se llama María, seguro, Vanessa de ningún modo, son demasiadas curvas en el nombre para quien no las tiene en el cuerpo. Abre su carpeta azul y saca una revista de cine. (Bueno, vale, no es un libro, pero al menos son letras.) El chico que tiene al lado (gordo, gafas, bozo, aspirante a
serial killer)
, lee por encima de su hombro. A lo mejor le está mirando las tetas. O a lo mejor ese gordo de ahí no existe, está sólo en tu mente, eres tú con unos kilos de más, una proyección de tus deseos. A veces ves gente que no existe; o que, si existe, no está presente. Estás loco. El gordo sigue ahí, ya no mira a Dulcinea (posiblemente María), sino que mira a un negrito muy salado que incordia a su madre, una mujer enorme, toda ensortijada, con un bolso de cuero negro sobre el regazo. El negrito tiene los dientes blancos y separados, la mirada chispeante, los carrillos de trompetista, y señala al techo con un índice breve y dinámico, como una mariposa negra. Miras el techo y no encuentras nada. Pero el pequeño Armstrong sigue indicando la cosa a su madre, hasta que ésta se cansa, le sujeta la mano y le dice, no, hijo, aquí no puede entrar tu dragón. Por momentos crees que todo el pasaje está mirando al niño. Le miras tú, le mira el gordo (o sea, tú), y le mira Dulcinea, con una sonrisa de madre en los labios (la mujer es madre siempre), con las pupilas iridiscentes y un alfanje de cabellos cruzándole la frente; ella lo aparta con parsimonia, sin dejar de observar al niño negro, amplía su sonrisa y vuelve a la revista. Estás impresionado. Empiezas a pensar que es posible enamorarse de todo el mundo sólo con observarle el tiempo preciso. Todo el mundo es bueno, sólo hay que darles tiempo. Algunos necesitan mucho, es cierto, y ya se sabe que el tiempo es oro y que el oro/tiempo no se puede dilapidar en otra cosa que fútbol y famosos (o en famosos futbolistas, para abreviar más todavía). Y, te repito, ésa puede ser la mujer de tu vida (concepto que, por otra parte, tampoco está muy claro: ¿qué es, qué significa la mujer de tu vida? ¿Existe una mujer para cada vida, para cada hombre, o esa mujer no es sino la mujer-puzzle que se va formando con todas las mujeres de una vida?). No puedes seguir mirándola con tanto descaro. Será mejor parapetarse tras uno de esos libros de bolsillo que llevas en la mochila. Abres la cremallera lo suficiente para introducir la mano y sacas el primer libro que pillas. «Cuando has entregado el alma, lo demás sigue con absoluta certeza, incluso en pleno caos. Desde el principio no hubo otra cosa que el caos...» Joder, ¿por qué no lees otra cosa? Dulcinea se ha mirado el reloj, no parece tener prisa, se lo ha mirado casi mecánicamente, como si fuera algo que tiene que hacer por fuerza, día a día, igual que respirar, latir y demás funciones vitales. Han pasado ya tres estaciones y te agrada la sensación de incertidumbre que acompaña a esto que estás haciendo. Nunca habías seguido a nadie, y ganas no te faltaron. Hay tanta gente en el mundo que no sabes por qué has de conformarte con la que se cruza en tu camino. Quizá ésa, justamente esa que coincide en un espacio y un tiempo contigo, es la menos indicada para hacerte compañía. En el mundo tiene que haber mucha gente como tú, miríadas de solitarios, pero como su peculiaridad es estar solos, resulta complicado conocerlos. Ya se fue el gordo lecteriano que Dulcinea tenía a su derecha. Ahora el asiento está libre. Podrías ocuparlo. Sí, podrías ocuparlo en este preciso instante, mirarla a los ojos y decirle, hola, te estoy siguiendo, ¿te apetece un café?, ¿cómo te llamas?, ¿te quieres casar conmigo? Pero ¿qué es mejor, la vista o el tacto? Para los occidentales, la vista y el oído son los sentidos predilectos. Los árabes (creo que son los árabes, no me hagas mucho caso) prefieren el olfato y el tacto; y hay que admitir que en esto tienen razón los árabes. Si ocupas el asiento libre, tu muslo izquierdo tocará su muslo derecho y tu codo izquierdo su codo derecho. Y podrás olerla. Aunque no te lo creas, sabrías más (en cierto sentido) de Dulcinea si pudieras olerla que mirándola. Es cuestión de vibraciones, de aura (la tele lo llama de varias maneras). Tú eres totalmente escéptico, no crees en la magia, en lo mágico, por eso no te levantas y te pones a su lado y le pides que se case contigo. Sí, has decidido ir a lo seguro, nada de noviazgo, no quieres salir con ella, quieres casarte con ella, algunas chicas tienen cara de salir con ellas y otras de casarse con ellas, tú quieres tener un papel que diga que es tu esposa, un papel al que rezar todas las noches por solidificar el peregrino, volátil, huidizo y frágil líquido del amor. Tú no sabes mucho de amor, sabes menos de amor que Forrest Gump, pero tienes claro lo que es el matrimonio, conoces su función y es justamente lo que todos critican de él lo que a ti te gusta: ese atar, unir, pegar, dificultar la separación. Eres así de tradicional, te ha llevado tiempo darte cuenta, querías ser como Blanqui o Rimbaud, un
outsider
, radical, iconoclasta (en ciertas cosas lo eres), pero la vida es breve y el amor es más breve todavía, así que hay que mentir, descaradamente. Otro hombre impolutamente trajeado. Mira, en eso no eres tradicional. Si hay un envoltorio que nunca usarás, es el traje, sobre todo por la corbata, ese pene sedeño y planchado, soga al cuello, precinto de garantía, marbete de clase, pedazo inservible de tela con forma de espada. El tipo que cuelga de la corbata es guapo, mucho, excesivamente. Es moreno, raya a la izquierda, pelo corto, afeitado perfecto, mirar oscuro, mandíbula de transatlántico. Seguro que es agente de seguros o banquero. Banquero, según tu abuela, son todas aquellas personas que trabajan en un banco, que si a lo mejor no ganan mucho dinero, por lo menos lo ven. A tu abuela le hubiera gustado, le gustaría, que llegaras a ser banquero; pero debe de ser tan aburrido. ¿Aburrido?, pues dime un trabajo que no lo sea. El trabajo es de por sí aburrido, y es aburrido porque es rutina, y es rutina porque, si no, no podría vertebrar la vida del hombre, y, si no vertebrase la vida del hombre, no sería trabajo, pues ésa es su función. Dulcinea se levanta. Tú haces lo mismo con rapidez, como un reflejo. Ella te mira, desvías la mirada y sientes que toda la sangre se te concentra en la cara. Te has puesto de pie demasiado pronto, eres un pésimo espía, vas a acabar muerto antes del capítulo final. Ya no te está mirando, ha sido una falsa alarma, has tenido suerte por esta vez. El tren disminuye su velocidad, arriba a la estación, que está al aire libre, y se detiene bruscamente. Baja y bajas. Hay mucha gente. Estás en el sur de la Gran Cacharrería. Lo notas, lo hueles; esas cosas siempre se huelen. Hay mucho pantalón vaquero arrugado y sucio, mucha niña procaz, mucho negro con bolsa noélica, mucho joven de pelo largo con la mirada pasada de fecha. Y hay mucho sudor, en vivo o en la memoria, mucho madrugar y afeitarse a la deriva, o peinarse a la deriva, antes de salir a la mañana (puta) a construir el día. El cielo va rompiendo del gris al azul. Hay mucho cielo en esta parte de la ciudad. Las construcciones no se tienen muy en cuenta las unas a las otras y surge aquí un solar y allí un multicine y acá una laguna de asfalto y acullá un bloque de viviendas. Dulcinea se encamina hacia El Toboso (quiere decirse que, probablemente, va a su casa). Cruzáis el paso de peatones y te fijas en que también ella pisa sólo los tramos blancos. Buena señal. Avanzáis a lo largo de un muro que habla de insumisión y otras historias. Ella se detiene un momento y enciende un cigarrillo. No sabes de dónde ha sacado el mechero. Reanuda la marcha y te acuerdas del cuento aquel de las migas de pan en el bosque, sí, ese de los niños (¿cómo se llamaban?) que iban dejando migas de pan para no perderse; y te viene esto a la memoria porque puedes oler la senda de humo afortunado que Dulcinea va sembrando a su paso. Empiezan a llegar esquinas, primero dobla a la derecha, luego, cincuenta metros más adelante, dobla otra vez a la derecha. Habéis llegado a un entramado de calles que son todas iguales. Mires donde mires, no hay sino bloques de seis o siete pisos sin ningún tipo de concesión a la estética, pura funcionalidad de contraventanas, toldos verdes y raídos, ropa tendida, antenas en el tejado y la bombona en el balcón. Dulcinea cruza el portal de uno de estos bloques y tú decides permanecer un rato fuera. A lo mejor hay un ascensor nada más entrar. Te toparías con ella y no sabrías qué hacer. Puedes ir memorizando la dirección, es el bloque número cuatro, ¿y la calle?, no ves la plaquita por ningún lado, sería cojonudo que se llamara calle Cervantes o algo por el estilo, y tampoco sería muy extraño, a esta ciudad los escritores sólo le sirven para ponerles nombre a las calles, igual que los políticos del siglo
XIX
sólo sirven para bautizar estaciones de metro. Decides entrar en El Toboso. No hay nadie en el portal. Subes un tramo de escaleras, tomas un pasillo a la derecha y el corazón se te hace escarcha. Ahí está, fumando de espaldas a ti. La miras unos segundos y te ocultas detrás de unas enormes plantas de plástico. Estás literalmente acojonado. Ya sí que no sabes qué demonios estás haciendo. Tú, aquí, agazapado, nervioso, y ella esperando el ascensor tan tranquila. Es ridículo. Si viniera alguien por ese pasillo, te daría un infarto: no..., yo..., nada..., estaba mirando el pulgón de esta planta. Deberías salir de aquí. Oyes el ruido del ascensor descendiendo. Cuando te asomas, las puertas se están cerrando. Ella no está. Podemos decir que la has perdido, podemos decir que no eres Philip Marlowe, podemos decir tantas cosas que no vamos a decir ninguna. El edificio tiene siete pisos, y en cada piso habrá cuatro o cinco domicilios. La colmena, o sea. No sabes qué hacer. Ya que has venido hasta aquí, podrías al menos conocer con exactitud la dirección de Dulcinea. Vuelves sobre tus pasos y te detienes en los buzones, tres filas de cajas blancas que cuelgan de la pared como una pajarera. Empiezas a leer nombres: Honorio de la Iglesia Pérez, Eulalia Rojas Rojas, Enrique de la Iglesia Rojas, Manuel de la Iglesia Rojas; Luciano Gómez Martín, Felisa Serrano Manrique, Julia Gómez Serrano; Pedro Rubio de Lucas, Josefa López Quiroga, Luis Rubio López; Juan José de Miguel Frutos, María Santos Cuéllar, Pedro de Miguel Santos, María de Miguel Santos; Rubén Muñoz Maestro, Mónica Marugán Sanz; Conrado García del Vado, Ana María Martínez Fernández, Iván García Martínez, Luis García Martínez, Rosa García Martínez; Santiago Vara Merino, Lucía Pedrosa Mínguez, Álvaro Vara Pedrosa; Daniel Jiménez Segado, Leonor Molina Díez, Carmelo Jiménez Molina; Juan Antonio Hernangómez Ayuso, Patricia Blázquez Mansilla, Alberto Hernangómez Blázquez; Silvia Santiago Creus, Sonia Fornieles Sánchez; Anastasio de la Morena Rubio, Pilar Martínez Ruiz, Borja de la Morena Martínez; Javier Zarzuela Gutiérrez, José Rascón Olmos; Mario Asensio Bota, María Garrido Boadilla, Teresa Asensio Garrido; Miguel Ángel Duarte Pino, Mónica Barragán Isla, Pascual Duarte Barragán, Itzíar Duarte Barragán; Iván Turnes Gómez, María Cortés Arroyo, María Turnes Cortés; Pablo Useros Martín; Rebeca de Frutos Muñoz; Enrique Goitia Herrero, Yolanda San Juan Llorente, Enrique Goitia San Juan; Héctor González Castro, Natalia González Castro; Carlos Ballesteros Bollaín, Rosa López del Río... Estás mareado. Te sientes como una guía telefónica o como uno de esos imbéciles que se aprenden guías telefónicas para ir a los concursos de la tele. Todavía te quedan bastantes. ¿Por qué lo haces? ¿Quizá crees que su nombre estará escrito con letras de oro, con trazo gótico, con una marca especial que te haga saber que es el suyo? Nombres, hay algo ridículo en esto de poner tu nombre en un buzón. No sabes por qué, pero, después de leer todos estos antropónimos, te queda en el alma una sensación que sólo aciertas a calificar de ridícula: un sentirse anónimo teniendo nombre, anonimato nominado, anomia bautizada..., qué disparate. El ascensor está bajando. Oyes su ronroneo de poleas revisadas periódicamente. Tienes un presentimiento y, antes de comprobar su certeza, te encaminas con premura hacia la calle. La mañana sigue deshaciéndose con lentitud. Señoras con permanente y carrito pululan por las esquinas. Hay un olor a naranjas recién compradas, a pan recién hecho, un olor, en fin, a toda la recencia de las primeras horas del día, esas horas tan desesperantes para alguien como tú, que no tiene muy claro el motivo por el que se ha levantado de la cama. Te escondes detrás de un Fiat Tipo marrón, un poco tomado por el polvo,

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