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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Xaraguá (14 page)

BOOK: Xaraguá
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«La Caña que Habla» constituía desde siempre un curioso misterio que fascinaba a los nativos.

En una isla tan húmeda, donde con frecuencia diluviaba y los mensajes tenían que atravesar lagos y ríos, los españoles tomaron la costumbre de enrollar sus cartas para encerrarlas en una caña hueca que lacraban por ambos extremos, de tal forma que se transformaba en un recipiente totalmente impermeable.

Cuando se la entregaban a un indígena con instrucciones de llevarla a determinada persona, y el destinatario la abría interpretando lo que allí estaba escrito, el mensajero no podía evitar su asombro, y de ahí que con el tiempo a tan primitivo sistema de comunicación se le diese el significativo nombre de «La Caña que Habla».

Pero cuando una semana más tarde
Cienfuegos
recibió de su avispado indígena que había sabido encontrarle por medio de Vasco Núñez de Balboa, «La Caña que Habla» por la que
Doña Mariana
le notificaba lo ocurrido con Colón, fue el canario quien se asombró hasta el punto de lanzar tal cantidad de improperios, que el pobre indígena se acurrucó en un rincón, atemorizado.

—¿Qué ocurre? —quiso saber Pizarro para quien, como analfabeto, aquella carta constituía de igual modo un insondable misterio—. ¿Quién se ha muerto?

—Nadie en especial, pero pronto lo harán el mismísimo Almirante y más de cien de sus hombres…

A continuación puso en conocimiento de Balboa, Ojeda y el propio Pizarro el contenido de la misiva, y los tres coincidieron en señalar que aquello iba mucho más allá de lo que se le podía consentir a nadie, por muy Gobernador nombrado por los Reyes que fuera.

—Incluso olvidándonos de Colón, a quien respeto pese a nuestras pasadas desavenencias, no es de recibo que ese canalla juegue impunemente con las vidas de tantos cristianos —puntualizó Alonso de Ojeda indignado—. O envía de inmediato a buscarlos, o me alzaré contra él aunque me cueste la vida. Empieza a antojárseme un tirano tan deleznable como el mismísimo Bobadilla.

—A mi modo de ver sería preferible que os mantuvierais al margen —le hizo notar
Cienfuegos
—. Podrían alegar que como Gobernador que también sois, estáis conspirando contra él con tal disculpa, y eso no os favorecería, ni a Vos, ni al Almirante. Permitidme hablar con Fray Bernardino de Sigüenza; aún tiene influencia y está libre de sospechas.

En cuanto oscureció se encaminó al Convento, y al buen franciscano casi le dio un síncope al conocer la noticia de que su antiguo compañero de estudios había sido capaz de semejante bajeza.

—¿Estás seguro de lo que dices? —inquirió incrédulo—. ¿No serán calumnias o fantasías de algún loco?

—No se tienen noticias de esas naves desde hace año y medio —puntualizó el gomero—. Y sabido es que el converso Diego Méndez era hombre de confianza del Almirante. Si Ovando lo tiene retenido en Xaraguá, será por algo.

—Me cuesta aceptar tanta maldad en alguien consagrado a Dios.

—La vida me ha enseñado que el amor al poder suele estar por encima del amor a Dios incluso en aquellos que más fe demuestran. Y empiezo a creer que esa fe es una flor que se marchita en las alturas.

—Podrías ser un buen franciscano —sentenció el de Sigüenza asintiendo con un cansado gesto de cabeza—. Te sobra razón y duele comprobar cómo el triunfo en esta vida nos precipita al fracaso en la otra. He rogado a mis superiores que intercedan en favor de Anacaona, y cuanto más arriba llego, mayor indiferencia encuentro. Para un sencillo sacerdote, esa ejecución es un crimen abominable. Para el Prior, un simple acto de justicia. —Lanzó un leve lamento que pareció surgirle del alma—. ¿Tan diferente es la visión del mundo según la calidad del hábito?

—De hábitos no entiendo… —puntualizó el gomero—. Y empiezo a sospechar que de seres humanos tampoco. Tan sólo me siento realmente a gusto entre las bestias de la selva, y con ellas quisiera volver sin más demora. ¿Qué se puede esperar, si incluso
Flor de Oro
prefiere morir a pagar por ser libre?

—No sé lo que se puede esperar —admitió el fraile—. Pero lo que es yo, no pienso esperar mucho.

No lo hizo, en efecto, pues a la mañana siguiente subió al púlpito y con una voz de trueno impropia de un cuerpo tan endeble, lanzó una feroz diatriba contra quien se permitía abusar de su autoridad hasta el punto de ofender al Altísimo jugando con las vidas de un centenar de sus compatriotas y con la del Almirante y Virrey de Las Indias.

Un rumor de incredulidad corrió por los bancos de la iglesia y un capitán se alzó gritando que todo aquello era falso, pero el furibundo Fray Bernardino le apabulló con tal cantidad de datos, que el otro no pudo por menos que dejarse caer en el asiento, avergonzado.

Al mediodía, la ciudad era como un avispero, pues aunque el Virrey no fuera hombre que hubiese dejado buen recuerdo a su paso por la gobernación de la isla, ni fuera de ese tipo de personas que despiertan simpatías personales, la mayoría de quienes estaban allí sabían que estaban gracias a él, y que era sin duda alguna uno de los más destacados personajes de su época, por lo que su vida merecía un especial respeto aun por parte de sus peores enemigos.

Y existían además un centenar de hombres —no se sabía exactamente cuántos— que habían logrado sobrevivir a aquel largo año de calamidades, y que ninguna culpa tenían de las rivalidades políticas entre Colón y Fray Nicolás de Ovando.

Muchos de los miembros de la tripulación de las cuatro naves habían dejado familiares o amigos en Santo Domingo; gentes que se echaron a la calle, a protestar airadamente contra un Gobernador que rezumaba sorda ira contra su antiguo consejero y condiscípulo, y que mandó llamar de inmediato a su «Asesor Militar» —aquel altivo y ceremonioso Capitán Castreje que había planificado la captura de la Princesa Anacaona— para exigirle un detallado informe sobre la incómoda situación que vivía la ciudad y sus posibles consecuencias.

—La situación está bajo control —fue la convencida respuesta—. Y en cuanto a las consecuencias, dudo que las haya, pues sois Vos quien dicta las leyes, y yo quien hace que se cumplan. No habrá problemas.

Pero los hubo, puesto que aún estaba fresco el recuerdo del día en que la intransigencia de Ovando envió a la muerte a más de novecientos hombres, muchos de los cuales también habían dejado deudos en la isla a los que les gustaría pasar factura al Gobernador por tan triste e injustificada pérdida.

—No podéis permitiros el lujo de cargar más muertes sobre vuestras espaldas —le hizo notar su obeso Secretario, un hombretón melifluo y servil que pese a su repelente aspecto no dejaba de tener una clara visión política—. El huracán fue un castigo de Dios del que en justicia nadie puede culparos, pero dejar morir de hambre a tanta gente por capricho, suena distinto.

—Los Reyes me ordenaron que no permitiera que ninguno de los Colón pusiera los pies en la isla bajo ninguna circunstancia.

—Eso no quita para que enviéis un barco que los devuelva directamente a España —le hizo notar el otro—. Y en Jamaica sólo hay tres Colones. Los demás son compatriotas a los que debéis salvar a toda costa.

—No opinabais lo mismo cuando Méndez vino a verme a Xaraguá.

—Xaraguá es Xaraguá y Santo Domingo, Santo Domingo —fue la retorcida respuesta—. Nada objeté mientras se mantuvo el secreto, pero ahora el tema está en los púlpitos y la cosa cambia.

—Lo que me sorprende es cómo pudo enterarse Fray Bernardino —masculló el Gobernador visiblemente contrariado—. Haced venir a Diego Méndez y que nos lo explique.

—Llevará días.

—Continúo sin tener prisa. Al Almirante le viene bien una cura de humildad. ¿Sabíais que se considera dueño y señor de Las Indias, y casi tan importante como los Reyes que le concedieron todos sus títulos?

—Algo he oído —replicó el gordo sin comprometerse—. Pero en mi modesta opinión, un año de sufrimientos, la pérdida de cuatro naves, y la humillación que está padeciendo, ya es castigo suficiente.

Ovando no era de la misma opinión, y por lo que a él se refería, hubiese permitido que el Virrey se quedara para siempre en las costas de Jamaica, pero pareció comprender que había llevado las cosas demasiado lejos y que si bien la Corona nunca le había pedido cuentas por lo ocurrido con Bobadilla, el caso del Almirante presentaba un cariz muy diferente.

Se mostró implacable con Diego Méndez por haber desobedecido sus órdenes al no mantener el asunto en secreto, y tras presionarle inútilmente para que le permitiera tener acceso a la carta que Colón enviaba a los Reyes, le autorizó a que intentara fletar por su cuenta un navío que acudiera en auxilio de los náufragos, aunque dando instrucciones a su Secretario para que ningún armador aceptase el encargo por miedo a las represalias.

Comprendió sin embargo que todo aquel asunto había repercutido de forma harto desfavorable sobre su prestigio personal, y como suele suceder en tales circunstancias, no se culpó a sí mismo por sus iniquidades, sino que quiso achacarlo a la caprichosa e injustificada injerencia en asuntos políticos de Fray Bernardino de Sigüenza.

—Quiero que salga de la isla de inmediato —ordenó—. Que no vuelva a causarme más problemas.

Pero el mugriento franciscano, que ya volvía a ser el mismo hediondo Fray Bernardino de antaño, pues no había vuelto a tocar el agua desde su obligado baño en un riachuelo de Xaraguá, no era alguien a quien se pudiera obligar a hacer aquello que no estuviera dispuesto a hacer, y cuando le comunicaron que tenía que regresar a España, se negó en redondo alegando que ya tenía en sus manos el nombramiento de representante legal del Santo Oficio, en vista de lo cual tan sólo obedecería cuando su destitución le fuese notificada igualmente por escrito.

—¡Pero eso puede llevar meses! —se escandalizó Ovando.

—E incluso años… —le hizo notar su Secretario—. El día que Bobadilla tuvo la estúpida ocurrencia de elegirle no calculó las armas que le daba.

—Ese hombre es como un furúnculo en el trasero —se lamentó el Gobernador—. No he conocido a nadie que odie tanto la Inquisición, y sea a la vez tan hábil a la hora de utilizarla. Se le podría considerar el último mono de esta isla, pero es lo suficientemente astuto como para convertirse en el más poderoso. ¿Qué podemos hacer?

—Nada. Y mi consejo es que lo ignoréis, porque si un día se presenta aquí mostrando su nombramiento y exigiendo que nos encierren, ¡por Dios que nos encierran!

—¿Pretendéis hacerme creer que el poder de la Inquisición es en verdad superior al de la Corona? —inquirió Ovando a todas luces molesto.

—Yo no pretendo haceros creer nada, Excelencia —señaló el otro ladinamente—. Sois el único que puede dar respuesta justa a tal demanda, pero a mi modo de ver deberíais evitar un choque de imprevisibles consecuencias entre el terror que secularmente ha impuesto el Santo Oficio, y el respeto que hayáis sido capaz de imponer en poco más de un año. —Hizo una significativa pausa—. Al fin y al cabo, un Gobernador puede dejar de serlo cualquier día, mientras que la Inquisición es algo eterno.

No hacía falta ser un genio de la política para llegar a la conclusión de que el grasiento personaje ponía sutilmente sobre el tapete incluso su propio sentido de la fidelidad a la hora de elegir entre los poderes «terrenales» y »divinos», por lo que el Gobernador optó por zanjar definitivamente el problema.

—Centrémonos entonces en los asuntos que en verdad importan —señaló—. ¿Qué pasa con Anacaona? ¿Acepta o no acepta la rendición?

El otro le observó con cierta sorna, como si le molestara que estuviera utilizando con él un lenguaje que no tenía razón de ser, puesto que ambos conocían a fondo el espinoso tema.

—¿A qué rendición os referís, Excelencia? —inquirió con una leve sonrisa—. Si no hay guerra, Anacaona no tiene por qué rendirse, y lo que en verdad importa es que desaparezca cuanto antes. Se discute sobre un vivo, no sobre un muerto, y si la hubiéramos ejecutado en Xaraguá, estaría olvidada hace ya tiempo.

—¿Sin juicio?

—¡Dejemos la hipocresía, Excelencia! Para el juicio que se le va a hacer mejor sería que no tuviese ninguno. Creo que a nadie le agrada la idea de ahorcar a una mujer, ¡no somos sádicos!, pero la responsabilidad del cargo impone sacrificios. Empezamos a tener claro que ante nosotros se abre un Nuevo Mundo que exigirá mucho esfuerzo y mucho coraje para dominarlo, y no podemos empezar titubeando. Hay que demostrar desde el principio quién manda aquí.

—Me preocupa que ésa sea la única forma posible de mandar, y a menudo me pregunto si estamos en condiciones de afrontar tan magna tarea —musitó el Gobernador—. Somos una nación demasiado joven y hubiéramos necesitado unos años más para recuperarnos de la guerra y la expulsión de los judíos, asentándonos y cobrando fuerzas antes de lanzarnos a la conquista de ese supuesto Nuevo Mundo.

—Pues no hay tiempo —puntualizó el otro—. Ya está aquí, a nuestro alrededor, y si no nos apoderamos de él, otros lo harán. —Hizo una significativa pausa—. ¿Qué os cuenta Colón en la carta?

—¿Qué carta?

—La que Diego Méndez os entregó en Xaraguá, y que os he sorprendido releyendo en varias ocasiones. Al parecer os preocupa. ¿Por qué?

El Gobernador Fray Nicolás de Ovando tardó en responder; y cuando lo hizo pareció haber repasado mentalmente aquella larga misiva que se sabía de memoria.

—Es extraña —admitió al fin—. La carta de un loco, un enfermo, o un visionario, en la que se mezclan los fracasos y los triunfos en tales proporciones que nunca puedes determinar dónde empiezan unos y acaban otros. —Agitó la cabeza como si pretendiera desechar pensamientos que le confundían íntimamente—. No miente, pero exagera, y no consigo averiguar hasta qué punto. Habla de inagotables minas de oro, imperios poderosos y riquísimas tierras. ¡Fabulaciones…!

—Siempre fue un iluso.

—Pero un iluso que se atrevió a cruzar el Océano Tenebroso y demostrar que cuanto aseguraba era cierto. ¿Por qué no puede serlo también ahora? ¿Por qué no puede existir esa fastuosa Veragua de la que habla y donde afirma que el oro abunda como en España el hierro?

—¿Si tenéis tales dudas por qué no le habéis hecho venir y que os lo aclare personalmente?

—Porque es el mayor embaucador que ha dado la Humanidad desde que existe, y actúa como un prestidigitador que en lugar de hacer desaparecer conejos y palomas, juega con países, continentes, o el diámetro de la Tierra… Y jamás encuentro argumentos con los que rebatirle.

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