—No todo tiene por qué ser útil.
—Supongo que no, pero al menos matar a un hombre debe serlo. —Se puso en pie como dando por concluida la charla—. Deja en paz a Ovando —concluyó—. Lárgate con los tuyos a esa isla con la que sueñas, y que Dios te acompañe. Te juro que si tuviera mujer e hijos no me quedaría a esperar a que algún loco me ofreciera la oportunidad de participar en la conquista de un fabuloso imperio.
Al día siguiente el canario se despidió de Alonso de Ojeda y Vasco Núñez de Balboa, al que rogó que le despidiera de Fray Bernardino de Sigüenza, y agradeciendo una suave lluvia que caía con desgana refrescando el ambiente, emprendió el camino de regreso a Xaraguá, convencido de que jamás volvería a poner los pies en Santo Domingo.
Guardaba amargos recuerdos de aquella ciudad; muy amargos recuerdos, pues si bien era cierto que durante un corto período de tiempo disfrutó en ella de la felicidad de su reencuentro con la mujer que amaba, pronto se vio en la necesidad de enfrentarse a la Santa Inquisición, más tarde asistió a la destrucción de la Gran Flota, y por último tuvo que pasar por el horrendo trance de acabar de tan mala manera con el desgraciado Capitán León de Luna.
Asistir además a la ejecución de
Flor de Oro
se le antojaba excesivo, y sabiendo, como sabía, que nada más se podía hacer por evitarla, prefería estar lo más lejos posible cuando ocurriera, aferrándose a la idea de que, al fin y al cabo, aquél era el destino que su fiel amiga había elegido.
Al caer la tarde se tropezó en un recodo del sendero con el cuerpo de un indígena colgado de una alta rama, y se detuvo a observarlo largo rato esforzándose por entender las razones de aquel pobre hombre para hacer lo que había hecho.
Cienfuegos
era uno de los escasos españoles que quedaban en la isla de cuantos llegaron en el primer viaje de Colón, el único sobreviviente del malhadado «Fuerte de La Natividad», y el único, también, que había recorrido el interior de Haití antes de que comenzara la conquista, y era por todo ello, el que en mejor situación se encontraba de comprender hasta qué punto había cambiado en aquellos años.
El número de sus habitantes había disminuido casi a la cuarta parte por culpa de las epidemias, las guerras o las deportaciones, y los pocos que quedaban se apiñaban en torno a las «ciudades», trabajaban en las minas y las plantaciones de caña de azúcar, o habían huido a lo más profundo de la selva, donde a duras penas malvivían como acosadas alimañas.
Ya no se podían distinguir sus pequeños poblados salpicando las orillas de los caminos o poniendo una nota de color en las playas, ni se escuchaban las risas de los niños jugando en la foresta. El mundo del interior de La Española se había vuelto un mundo triste, pues cuando raramente se encontraba alguna señal de vida humana, se trataba casi siempre de una hacienda en la que un malhumorado colono parlanchín explotaba a unos silenciosos y atemorizados indígenas.
Los inmigrantes españoles no estaban contentos, porque aquella dura existencia en un clima tórrido y devorados por los mosquitos no era el sueño de ocio y riqueza que habían venido buscando, mientras que los aborígenes se sentían a su vez desgraciados, ya que habían pasado de ser los seres más libres del mundo, a ser los más esclavizados.
El primer choque de dos formas tan distintas de entender la vida y la felicidad había sido a todas luces nefasto, y observando el cuerpo de aquel desgraciado sobre el que convergían millones de moscas, el gomero llegó a la conclusión de que por años —o siglos— que pasaran, nadie conseguiría acoplar de forma coherente culturas tan opuestas.
—Si Dios puso a los indios en las Indias, los chinos en China, los negros en Africa y los europeos en Europa, será por algo… —masculló—. Y todo intento que se haga para mezclarlos o cambiarlos de lugar, acabará en desastre.
Durmió en la mayor de las cabañas de un poblado abandonado a la orilla de un río de aguas transparentes, y el alba le sorprendió observando cuanto quedaba de lo que antaño fueran fértiles chacras que daban de comer a una docena de familias.
Pero no se sintió verdugo sino víctima, pues en lo más profundo de su alma anidaba el convencimiento de que el gomero
Cienfuegos
, hijo de una cabrera guanche y un noble aragonés, se encontraba mucho más cerca de los indígenas vencidos que de los conquistadores extranjeros.
Y le importaban mucho más las cabañas destruidas, y los campos abandonados, que los trapiches de caña, o los amazacotados edificios de piedra de la flamante capital.
Cuando reemprendió el camino, la fina lluvia se transformó en diluvio.
Y es que la isla entera lloraba.
Lloraba por la hermosa reina que ese día iba a ser cruelmente asesinada, y lloraba por cuantos habían nacido para vivir dichosos pero el destino había querido que tuvieran que morir profundamente amargados.
Con Anacaona desaparecía una época, o más bien un período histórico que abarcaba desde el día en que los primeros seres humanos pusieron el pie en aquel prodigioso paraíso muchos siglos atrás, hasta el momento en que un puñado de aventureros lo arrasaron en menos de una década.
«Desolación» era el término que mejor cuadraba a cuanto el canario encontraba a su paso, y era como si esa misma desolación contagiara su espíritu sumiéndole en densas tinieblas y obligándole a sentirse terriblemente pesimista.
Fue un viaje largo, y lo hizo largo a propósito, no tanto por retrasar la noticia del trágico final de Anacaona, como por darse tiempo a sí mismo en un intento de encontrar la serenidad interior que iba a necesitar a la hora de encarar la difícil misión de emprender una forma de vida muy diferente.
Cualquier cosa se le antojaba más apetecible que el clima de intrigas, luchas y ambiciones de la ciudad que acaba de abandonar, pero aún no tenía claro hacia dónde encaminaría sus pasos, ni qué era lo que podía encontrar en la inmensidad de aquel Nuevo Mundo repleto de misterios que comenzaba más allá de las costas de Xaraguá.
Se alejó de las rutas seguidas por los españoles y de los asentamientos que habían ido alzando en los valles y las vegas, para acabar adentrándose en una escarpada cordillera, en la que se sentía tan a gusto como en su agreste y lejana isla de La Gomera.
El sol le marcaba el rumbo a la hora del ocaso, y como estaba acostumbrado a sobrevivir sobre el terreno con lo poco que la Naturaleza fuese capaz de ofrecerle, su marcha constituía apenas un paseo en el que se detenía de tanto en tanto a contemplar el paisaje y meditar sobre su vida y su futuro.
Por último, tras bordear una inmensa montaña de más de tres mil metros, atravesar una amplia región pantanosa y permanecer más de diez días sin distinguir un alma, escuchó voces, y aproximándose con el sigilo que había aprendido de su viejo amigo Papepac, espió al grupo de indígenas que se afanaba a la orilla de un diminuto riachuelo.
Lo componían una docena de hombres, mujeres y niños que por lo que pudo entender estaban lavando arena en busca de oro, pero lo que le obligó a lanzar una corta exclamación de asombro fue el comprobar la personalidad del hombretón de larga barba que aparecía balanceándose tranquilamente en una hamaca colgada entre dos árboles, y que fumaba un grueso cigarro mientras en la otra mano sostenía una jarra de la que de vez en cuando bebía con delectación.
—¡Santo Cielo! —murmuró por lo bajo—. ¡
El Turco
!
Se trataba, en efecto, de aquel Baltasar Garrote, alias
El Turco
, que fuera durante un tiempo lugarteniente del Capitán León de Luna; el mismo que acusara a
Doña Mariana Montenegro
de brujería, y que pasó más tarde por todas las penas del infierno cuando llegó a creer que le desangraban los demonios.
No vestía más que un taparrabos, sin lucir su famoso turbante, el alfanje o la gumía, y su expresión era la del hombre más feliz del mundo, sobre todo cuando se colocaba el cigarro entre los dientes y extendía la mano para acariciar los pechos de la hermosa muchacha que se sentaba a su lado.
—¡Veo que los dioses os son propicios! —exclamó surgiendo de improviso de entre los árboles de tal forma que
El Turco
dio un salto que le obligó a caerse de la hamaca—. Es la escena más bucólica que jamás he visto.
—¡
Brazofuerte
! —aulló el otro entre sorprendido y aliviado— ¡Por los clavos de Cristo! ¿De dónde salís?
Le estrechó con afecto contra su enorme humanidad, pues había engordado por lo menos diez kilos que se le habían ido casi exclusivamente a la barriga, para apartarle luego tomándole por los hombros y observándole como si le costara trabajo admitir que se trataba de la misma persona que le había «salvado» del infierno.
—De las montañas… —señaló el gomero haciendo un gesto hacia su espalda—. Me encamino a Xaraguá.
—Lejos estáis de vuestro destino, y no es ésta la ruta más lógica. ¿A qué se debe semejante rodeo?
—El Gobernador puso precio a mi cabeza —sonrió con intención—. Y tengo entendido que también a la vuestra.
—¡Lo sé! —admitió Baltasar Garrote—. Por lo visto no le gustó que nos lleváramos a la tal
Doña Mariana
. —Le abrazó con fuerza nuevamente—. Por cierto: ¿Qué sabéis de ella?
—Nos casamos —replicó el canario seguro de que no iba a creerle—. Y el Inquisidor Fray Bernardino de Sigüenza ofició la ceremonia.
—¡Oh, vamos! —rió el otro—. Veo que seguís conservando vuestro absurdo sentido del humor. —Le estudió de arriba abajo—. Aunque tengo la impresión de que la vida no os trata demasiado bien. Estáis más flaco que un lagarto.
—Vos por el contrario habéis engordado en exceso.
—La buena vida, amigo mío; la buena vida. —Hizo un gesto indicando cuanto le rodeaba—. Esto es lo más parecido al Paraíso que pueda imaginarse. El clima es magnífico, la caza abundante, las mujeres ardientes y la gente pacífica. —Rió de nuevo—. Y por si no fuera suficiente, ese riachuelo arrastra tanto oro que basta con agacharse y recogerlo.
—No da la impresión de que os agachéis en exceso.
—Ellos lo hacen por mí —admitió
El Turco
—. Y lo hacen contentos. A cambio les protejo. ¡Pero venid! —añadió—. Vamos a la casa. Estáis famélico y sin lugar a duda tenéis hambre. —Chasqueó los dedos haciendo un gesto a la muchacha que se encontraba a su lado—. Adelántate y prepara algo de comer —ordenó en un arawac bastante aceptable—. Quiero que mi amigo disfrute de lo mejor. Le debo más que la vida, y siempre fui un hombre agradecido.
La «casa» era una amplia, fresca y cómoda cabaña alzada bajo un inmenso castaño a la orilla de una diminuta laguna circundada por campos cuidadosamente cultivados, con patos, cerdos y gallinas correteando por los alrededores, en un auténtico paraje de ensueño que respondía con toda exactitud a la descripción que
El Turco
acababa de hacer.
Mientras almorzaban, Garrote le puso al corriente de cómo prefirió poner tierra por medio tras la toma de posesión del Gobernador Ovando, y cómo en su vagabundeo fue a parar a aquel perdido rincón de la isla, en el que pronto llegó a un provechoso acuerdo con los nativos que lo ocupaban.
—Mantengo alejados a los extraños enseñando un título de propiedad falso y un alfanje auténtico —concluyó—. No permito que toquen a mis «indios», ni que se los lleven como esclavos, y ellos me lo agradecen.
—¿Sacando oro del río?
—Compartiendo su vida conmigo.
—¿Su vida y sus mujeres?
—¡Desde luego! —
El Turco
lanzó una sonora carcajada—. A ellos no les molesta, que me acueste con sus mujeres, ni a mí que se beban mi ron.
—¿Ron? —se sorprendió el gomero.
—¡El mejor de la isla! —admitió el otro—. Me lo trae de La Vega un proveedor que me abastece de todo cuanto preciso. —Chasqueó la lengua con un gesto que pretendía indicar que el mundo era perfecto—. Le pago con oro del río, y todos tan contentos.
—Veo que habéis encontrado la piedra filosofal —señaló
Cienfuegos
divertido—. ¡Ron, oro y mujeres! ¿Qué más se puede pedir?
—Nada, amigo mío. Nada, os lo aseguro. —Le sirvió una generosa ración de aquel excelente ron que tanto alababa y que era ciertamente magnífico, y añadió—: Y nunca podré olvidar a quien se lo debo. Si no fuera por Vos, aquellos malditos demonios chupadores de sangre me habrían arrastrado a los mismísimos infiernos.
Por un instante, ¡sólo por un instante!, el gomero
Cienfuegos
abrigó la tentación de confesarle que aquellos supuestos demonios no habían sido más que repugnantes murciélagos-vampiros, pero desechó la idea convencido de que su anfitrión no encajaría con excesivo entusiasmo tal arranque de sinceridad y corría el riesgo de que tratara de cortarle en rodajas con ayuda de su inmenso y temido alfange.
—Lo pasado, pasado —se limitó a replicar—. Pero lo que me gustaría saber, es si os volvieron a atacar alguna vez, o se marcharon definitivamente.
—¡Se marcharon, se marcharon! —se apresuró a responder Baltasar Garrote al tiempo que hacía un significativo gesto con la mano como si estuviera ahuyentando a alguien—. Y mejor será no mencionarlos por si se les ocurriera regresar. —Cacheteó las nalgas de la indígena que recogía los platos—. Llama a la gente —señaló—. Basta por hoy.
La muchacha obedeció haciendo repicar una pequeña campana de barco que colgaba sobre la puerta de la choza, y al tiempo que ofrecía al cabrero un enorme cigarro idéntico al que estaba encendiendo,
El Turco
añadió:
—Jamás les permito trabajar más de tres horas diarias. —Aspiró con delectación el humo y tras toser, comentó—; ¡Es fuerte el maldito…! Y es que he descubierto que a partir de ese tiempo ya no se concentran y se ponen de un humor de perros. —Agitó la cabeza sonriente—. ¡Son como niños! —masculló—. Buscar oro durante un rato les divierte, pero si lo conviertes en una obligación no vuelven nunca.
—Se me antoja una medida inteligente —le hizo notar
Cienfuegos
—. La mayoría de los indígenas de la isla prefieren suicidarse a trabajar.
—¡Lógico! —admitió el otro—. Si alguien llegara de muy lejos, me quitara lo que es mío, se acostara con mi mujer e intentara que además trabajara gratis para él, también me suicidaría si es que no conseguía cortarle el cuello. Pero yo no trato de comportarme como «amo», sino como «socio», y el sistema funciona.
Funcionaba, en efecto, porque al poco rato hicieron su aparición los indígenas que habían estado trabajando en el río, y que llegaron riendo, alborotando y haciendo alarde de las pepitas o el polvo de oro que habían obtenido durante la mañana y que fueron depositando en una especie de cesta común que ocupaba un rincón de la cabaña.