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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Xaraguá (11 page)

BOOK: Xaraguá
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—¿La gastaríais en una posibilidad tan remota de salvar a esa india?

—¡Desde luego!

—No lo entiendo, pero lo respeto —señaló Pizarro—. ¿Cuánto podrías reunir?

—Unos cinco mil maravedíes como máximo.

—Muchos pagarían el doble por verla balancearse al extremo de una soga.

—¿Quién puede desear tal cosa? —se sorprendió
Cienfuegos
.

—Todos aquellos que aspiran a que los nativos sean considerados esclavos, o al menos siervos a los que no haya que pagar un salario —fue la respuesta—. La caña de azúcar prolifera y puede llegar a convertirse en un negocio fabuloso siempre que se consiga mano de obra barata. Pagando los jornales que exige un español, no resulta rentable.

—No sé qué relación puede existir entre la muerte de Anacaona y un cambio en las leyes —señaló el canario un tanto incrédulo—. La decisión de la Reina a ese respecto parece inquebrantable.

—Pero la Reina no es eterna, y de hecho ya no gobierna con la firmeza de antaño —puntualizó el de Trujillo—. Lo digo por lo que oigo. Hay un jovenzuelo; un tal De Las Casas, que cada noche reúne a su alrededor a un grupo de adeptos a la esclavitud. Imagina que una vez que desaparezcan Anacaona e Isabel sólo será cuestión de tiempo el implantarla.

—¿De Las Casas? —repitió el gomero—. Nunca oí hablar de él.

—Bartolomé de Las Casas —especificó el otro—. Un sevillano, hijo de un tal Casaus de origen francés, que españolizó su nombre, y que acompañó a Colón en su segundo viaje. Por lo visto tiene dinero y muchas influencias entre la gente que rodea a Ovando.

—Me niego a aceptar que exista alguien dispuesto a consentir que se ejecute a una mujer inocente por puro interés económico —musitó
Cienfuegos
con amargura—. Jamás lo aceptaré por más que me lo digan.

—En ese caso jamás comprenderás cómo funciona este lugar —puntualizó Pizarro calmosamente—. Yo no estoy aquí porque me guste sudar a chorros, que me devoren los mosquitos o me asalten las arañas y las serpientes. Ni yo, ni la mayoría de quienes se jugaron la vida cruzando ese gran charco. Estamos aquí porque dejamos atrás una existencia miserable que necesitábamos cambiar a toda costa. —El trujillano se había acurrucado en un rincón de la estancia abrazándose las piernas en una posición que adoptaba con frecuencia, como si eso le ayudara a concentrarse—. Emigrar constituye un acto desesperado y cuando te encuentras tan lejos de tu casa no te importa quien caiga con tal de conseguir que lo que has hecho tenga un sentido.

—¿Aun a costa de ahorcar inocentes?

—¡Desde luego! —fue la sincera respuesta—. Si te detienen semejantes nimiedades es mejor quedarse a cuidar cerdos.

—¿Realmente serías capaz de aceptar la esclavitud?

—Con los ojos cerrados.

—¿Y si te correspondiera ser el esclavo? —quiso saber el gomero.

—¿Y qué he sido hasta ahora? —replicó el otro con amargura—. ¿Qué recibía de mi padre más que desprecios y un mendrugo de pan a cambio de helarme en invierno o achicharrarme en verano apacentando puercos, mis hermanos vivieran en un cómodo caserón y se comieran esos mismos cerdos?

—No todos los que están aquí han pasado por eso.

—Cada cual tendrá su historia, pero cuando les den a elegir entre trabajar para otros, o que otros trabajen para ellos, no creo que abriguen dudas.

No hacía falta ser muy listo para comprender que a Pizarro le sobraba razón, ya que muchos de cuantos aceptaban en aquellos momentos la obligada igualdad entre indígenas y españoles lo hacían a regañadientes, y la mayoría eran profundamente racistas pese a que en algunos casos llevasen sangre judía o morisca en las venas.

Los campos dominicanos aparecían inconcebiblemente generosos y de una fertilidad casi inimaginable para un castellano o un extremeño, pero constituían al propio tiempo tierras durísimas de trabajar, con un sol de fuego que abrasaba desde muy entrada la mañana, lo que provocaba que se elevase del suelo un denso vaho de calor húmedo y pegajoso que agotaba a quien no hubiera nacido y se hubiera criado en semejante clima.

Por las noches, un bochorno que no remitía hasta casi el alba, y el asalto de millones de insectos impedía un reposo completo, y si a todo ello se unían fiebres y disenterías que causaban estragos entre los recién llegados, se entenderá por qué razón los españoles no se encontraban en óptimas condiciones a la hora de extraer su justo provecho a semejante vergel paradisíaco.

Pero estaban allí y eran los amos, y un miserable que en su Badajoz o su Soria natal no había sido dueño más que del polvo de sus zapatos, se encontraba de pronto con que le habían adjudicado docenas de hectáreas en las que plantar una caña de azúcar podría hacerle inmensamente rico.

Resulta comprensible que en semejantes circunstancias se negara a aceptar el hecho de que no disponía de brazos con que hacerlo, y que en un gran número de casos volviera los ojos hacia unos nativos a los que la dureza del clima no parecía afectar como les afectaba a ellos.

Al fin y al cabo, unos eran los «conquistadores» y los otros los «conquistados», y ésa era una realidad que un simple Decreto nunca conseguiría cambiar por más que lo intentase.

Corría el rumor de que el Gobernador Ovando tenía en estudio un plan de «Repartimiento de Tierras» a los colonos que aceptasen establecerse de modo permanente en pequeños núcleos urbanos del interior de la isla, consolidando de ese modo el dominio español, «Repartimientos» a los que iría unida una «Encomienda de Indios» a imagen y semejanza de la que había tenido lugar en las Islas Canarias con los nativos guanches.

Este controvertido sistema de la «Encomienda» se basaba en el principio de entregar a los terratenientes un número determinado de indígenas para los trabajos de campo o la mina, con la única obligación de darles techo y comida, y «sobre todo», hacer de ellos unos buenos católicos.

Como se comprenderá, tal sistema no constituía en el fondo más que una hipócrita forma de esclavitud, en la que en lugar de con un salario se pagaba al siervo con «La Palabra de Dios».

Jamás esa «Palabra de Dios» pudo ser considerada como moneda de más fácil aplicación y más extendido uso, pues se podía azotar a un «salvaje» para obligarle a cortar caña de sol a sol, siempre que al final de la jornada se le recompensara con un sermón, un Padrenuestro y dos Avemarías.

A nadie debe sorprender, por tanto, que docenas de inmigrantes que habían llegado a la isla con una mano delante y otra detrás, se mostrasen nerviosos ante la posibilidad de que tal proyecto saliese adelante, y si alguno imaginaba que la Princesa Anacaona constituía un serio obstáculo, estuviese deseando verla colgar de un árbol.

El hecho de que uno de los principales cabecillas del movimiento que con más virulencia intrigaba para que el sistema de «Encomiendas» se pusiese en práctica; el fanático Bartolomé de Las Casas, cambiase años más tarde de opinión, convirtiéndose en fraile dominico y enarbolando con aún mayor fanatismo la bandera de la defensa de los maltratados nativos, de poco habría de servir una vez que el mal estaba hecho, y la fórmula que consiguiera imponer el racista Ovando tomó carta de ley extendiéndose por todos los territorios que más tarde habrían de conquistarse en el Nuevo Mundo.

Su posterior obra redentora, y las implacables acusaciones a la Corona de Fray Bartolomé de Las Casas, fueron el germen de la tristemente famosa Leyenda Negra Española, pero pocos se han detenido a meditar en el hecho de que él mismo fue uno de los principales artífices de que tal «Leyenda Negra» tuviese razón de ser.

Para el canario
Cienfuegos
, incapaz lógicamente de captar con una cierta óptica histórica las consecuencias de los acontecimientos que se estaban desarrollando a su alrededor en aquellos momentos, lo único importante era el hecho de que el destino de Anacaona no dependía ya de una supuesta acusación de rebelión contra los invasores, sino de una serie de intereses políticos y económicos que estaban librando una oscura y cruel batalla de la que no alcanzaba a tener una noción demasiado clara.

Salvar a la Princesa de la horca significaba aceptar que los nativos disponían de un líder reconocido y eran dueños de unos derechos inquebrantables, mientras que ejecutarla en público sería tanto como dejar bien sentado que la vida de un «salvaje» —ni aun el más conocido y conspicuo de sus representantes— carecía de valor en la colonia.

En dos palabras,
Flor de Oro
se había convertido en el símbolo del futuro de millones de seres humanos, la mayoría de los cuales tardarían siglos en nacer.

Y todo ello quedaba por desgracia en mano del Gobernador de La Española, Su Excelencia Fray Nicolás de Ovando, Caballero de la Orden de Alcántara.

Balboa se oponía rotundamente al uso de la fuerza para liberar a la cautiva, Pizarro la aprobaba, y Alonso de Ojeda libraba una difícil lucha interior entre su inquebrantable fidelidad a los Reyes y su profundo afecto por la que había sido su amante.

—¡Si al menos pudiera verla! —se lamentó una noche—. Si consiguiera hablar con ella la convencería para que me proporcionase ese oro con que agitar a unos cuantos.

—Olvidadlo —replicó Balboa convencido—. Ovando no permite que nadie se le acerque, y desde luego Vos seríais el último al que se lo consintiera.

—Algún medio habrá —masculló el conquense.

—¿Acaso sabéis volar? —Ante el silencio de su interlocutor, el extremeño abrió las manos con gesto de impotencia—. En ese caso no hay nada que hacer. La han encerrado en la nueva torre.

—¿Estáis seguro?

—Completamente. Varios indígenas se pasan el día en el descampado que hay detrás, esperando que se asome al ventanuco de su celda.

—¿Está muy alto?

—Unos ocho metros —replicó el otro—. Pero no os hagáis ilusiones —añadió—. Ya he estudiado el terreno y no hay forma de trepar.

—Eso habría que verlo —replicó Ojeda molesto—.

Siempre me he considerado un óptimo escalador de fachadas.

—De mansiones de doncellas, imagino… —Sonrió con intención Balboa—. No de prisiones. La pared es lisa, sin puntos de apoyo, ni saliente al que lanzar un garfio. —Lanzó un resoplido—. Y por si fuera poco, una patrulla pasa por debajo cada diez minutos.

El diminuto conquense permaneció un largo rato meditabundo, aunque por sus astutos ojillos cruzó de improviso un relámpago, como si el difícil reto tuviera la virtud de hacerle recuperar su dormido espíritu aventurero.

Por último se quedó observando a
Cienfuegos
, e inquirió zumbón:

—¿En verdad sois tan fuerte como dicen?

A la noche siguiente al canario no le quedó más remedio que demostrarlo, pues apenas la ronda compuesta por tres hombres fuertemente armados dobló la esquina de la torre, surgió en silencio de las sombras, corrió hasta el muro y se apoyó en él afirmando las botas en la hierba.

Vasco Núñez de Balboa le siguió descalzo, se subió a sus hombros para apoyarse de igual forma en el muro, y tras éste llegó Pizarro que compuso el tercer peldaño de la endeble escalera humana. Por último fue el ágil Alonso de Ojeda el que trepó sin que apenas lo notaran, para alzarse sobre las manos del trujillano y lanzar al interior de la celda una gruesa cuerda unida a un ancla que al segundo intento se afirmó a los barrotes de la ventana.

—¡Ya está! —susurró hacia abajo atándose la cuerda a la cintura.

Pizarro se dejó deslizar, Balboa le siguió, y seguidos por el gomero se perdieron de vista en las tinieblas.

A los pocos instantes la patrulla hizo su aparición en la esquina del macizo edificio de piedra para cruzar bajo la celda de Anacaona sin imaginar siquiera que un hombre colgaba en el vacío a ocho metros de altura.

Cuando una vez más se perdieron de vista por el extremo opuesto, Ojeda se alzó a pulso hasta tomar asiento en el estrecho pretil de la ventana y susurrar hacia el interior de la celda:

—¡Princesa! ¡Soy yo, Alonso de Ojeda!

Pero la Princesa roncaba.

No es que roncara con el estruendo del borracho, o de quien tiene las fosas nasales obstruidas, sino tan sólo con ese suave rumor del sueño profundo del que resulta a menudo extremadamente difícil despertar.

—¡Princesa…! ¡Por favor, Princesa!

Como último recurso, el de Cuenca se vio en la obligación de abrir su escuálida bolsa, extraer las últimas monedas que le quedaban y lanzarlas hacia el camastro una tras otra hasta que al fin consiguió que
Flor de Oro
abriera los ojos y se aproximara sorprendida a la informe silueta que se apretujaba contra la ventana.

—¿Qué ocurre? —susurró, incrédula—. ¿Quién anda ahí?

—¡Yo: Alonso de Ojeda! Y no ando. Estoy colgado.

—¿Pero qué haces? —se alarmó la otra—. ¡Te vas a matar!

—Estoy atado.

—Lo que estás es loco. ¿Cómo se te ocurre…?

—Necesitaba verte. Vamos a sacarte de aquí.

—¿Quiénes?


Cienfuegos
y dos amigos.

—¡El bueno de
Cienfuegos
! —exclamó Anacaona—. Estaba segura de que intentaría algo, pese a que me advirtió del peligro que corría al confiar en Ovando. ¿Cómo está
Doña Mariana
?

—Supongo que bien, pero no es hora de preocuparse más que de ti. —Hizo un gesto para que guardara silencio, pues la patrulla cruzaba de nuevo bajo él, y por último añadió—: Si consiguiéramos dinero podría comprar tu libertad.

—¿Comprar mi libertad? —repitió ella incrédula—. ¡Qué cosa tan absurda! ¿Por qué habrías de pagar por algo que es mío y nadie tiene derecho a arrebatarme?

—¡Oh, vamos! —se impacientó el otro—. Déjate de tonterías que estoy a punto de romperme la crisma. ¿Tienes de dónde sacar dinero?

—¡Naturalmente! —fue la respuesta—. Es más; podría señalarte el lugar exacto en que se encuentra la mayor mina de oro de la isla, pero no pienso hacerlo. Una reina no paga por su vida.

—¿Es que te has vuelto loca? ¡Vivir es lo único que importa!

—Eres el último hombre de quien esperaba oír eso. Vivir sin honor no merece la pena, y si no salgo de aquí con honor, prefiero no hacerlo.

—¡Pero es que te van a ahorcar!

—Es una forma como cualquier otra de morir; rápida y poco dolorosa. Mucho mejor que la vejez, o que una larga enfermedad. —Anacaona cambió el tono de voz, que se hizo serio y profundo—. Yo ya he vivido demasiado, Alonso. Y muy a fondo. Y lo que por lo visto el destino me reserva, no merece la pena. Prefiero acabar ahora.

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