—¡Lo dudo!
—¡Vamos! Un poco de fe —pidió el de Cuenca—. Esta es tierra de desesperados. No comencéis también a desesperar. —Hizo un gesto al elegante y pulcro caballero que acababa de hacer su entrada y le invitó a aproximarse—. ¡Venid! —suplicó—. Venid y mostrarle las manos a Doña Gertrudis Avendaño para que se convenza de que en Santo Domingo también hay gente normal y no todos somos monstruos —pidió— ¡Sentaos! Sentaos por favor y enseñad vuestras manos.
—¡Como queráis! —replicó amablemente Hernán Cortés—. Pero os advierto que yo jamás he creído en estas cosas.
Navegaron rumbo al Noroeste hasta que hicieron su aparición las innumerables islas del Jardín de la Reina y más allá, a lo lejos, las costas de aquella Cuba en la que Cien fuegos aprendiera a fumar hacía ya tantos años.
Vagaron sin prisas en busca del paraíso, y lo encontraron tres semanas más tarde, pues en cuanto la divisaron en lontananza abrigaron el convencimiento de que aquélla era la tierra prometida que no sólo ellos, sino toda la Humanidad, venía buscando desde que puso el pie sobre la superficie del planeta.
Tenía playas tranquilas, un arrecife que protegía el pequeño puerto natural, espesos bosques que trepaban en suave pendiente hasta una atalaya desde la que se podían otear todos los horizontes, y diminutos riachuelos de agua clara en los que construir embalses que permitieran retenerla por si llegaba la sequía.
Aves de todo tipo anidaban desde la cumbre hasta la orilla, sabrosas iguanas se deslizaban entre los matorrales, e infinidad de monos jugueteaban en las más altas ramas observando sin miedo a quienes se negaban a creer que nadie hubiese tomado posesión de tan maravilloso lugar anteriormente.
Estaba allí, como si el Creador hubiese escuchado sus plegarias y quisiera premiar la fe de quienes tanta fe tenían en sí mismos y en su obra, contribuyendo así a demostrar que cuando el hombre acepta poner límites a su ambición, Dios es capaz de ofrecerle cuanto pueda ambicionar.
Ingrid y
Cienfuegos
recorrieron la isla cogidos de la mano sin necesidad de decirse una palabra, pues pese a que lo habían alcanzado con años de retraso, aquél era sin duda el sueño que siempre compartieron aunque en ocasiones lo tuvieran a miles de leguas de distancia uno del otro.
Aquél era el lugar perfecto para vivir, amar y tener hijos; el lugar para trazar surcos y hacer crecer las simientes; el lugar para tumbarse bajo una palmera a ver ponerse el sol por el Oeste, y el lugar para observar a los niños pescando entre las rocas, bañándose en la ensenada, o corriendo libres de todo peligro por el tranquilo bosque. Un lugar, en fin, para alcanzar esa dicha que tan sólo consiguen alcanzar los que aprenden a limitarse a ser dichosos.
Había que trabajar muy duro, eso era cierto; había que levantar viviendas, desbrozar la tierra, construir presas y un pequeño fuerte que les permitiera rechazar cualquier posible ataque, y había que aprender sobre todo a aprovechar cuanto la Naturaleza ofrecía sin llegar a agotarla, pero eran hombres y mujeres a los que no asustaba el trabajo que daba fruto, pues lo único que siempre les asustó fue la inutilidad del esfuerzo baldío.
No le pusieron nombre a la isla pues de común acuerdo llegaron a la conclusión de que no existía un solo nombre capaz de describirla, y cada cual eligió el enclave que más le apeteció para edificar su casa, cercar su granja y cultivar su huerto.
Lo hicieron, eso sí, siempre hacia dentro, para que ningún extraño pudiese sospechar que allí habitaban seres humanos, y se estableció que ninguna ventana se abriera hacia el mar para evitar el resplandor de una luz en mitad de la noche.
La campana del
Milagro
fue trasladada a hombros hasta la cima, y bastaba con que un punto sospechoso apareciera en el horizonte, para que el vigía la hiciese repicar ordenando que todos los fuegos se apagaran en el acto.
Aquel paraíso no tenía por qué ser compartido y no lo fue.
Días de sol siguieron a amaneceres tormentosos; noches de amor precedieron a difíciles partos, e incluso la muerte recibió su tributo, pues aunque aislado y pacífico, era aquél un mundo que seguía las reglas de cualquier mundo.
Nadie experimentó la tentación de escribir la historia de una isla que jamás tuvo historia, ya que al igual que la aventura del hombre empezó en el momento en que fue expulsado del paraíso y hasta ese mismo día careció de memoria, su aventura concluirá en el instante en que retorne a ese mismo paraíso, puesto que la auténtica felicidad, ni anuncia su llegada ni deja atrás sus huellas.
Esa felicidad es sólo flor de un día que se debe recoger cada amanecer para llevársela a la cama cada noche pidiendo a Dios que al despertar haya puesto allí otra flor para empezar de nuevo.
Hacer acopio de ellas resulta casi siempre esfuerzo inútil, puesto que lo más insospechado o lo más nimio suele hacer que todas esas flores se marchiten de improviso, y era aquélla una realidad que
Cienfuegos
había ido aprendiendo con el tiempo, a lo largo de todos los caminos de las montañas, los valles y las selvas.
También había aprendido que estaban en manos de una naturaleza violenta y generosa que de igual modo lo daba todo como lo arrebatada al día siguiente, y quienes en ella habían vivido desde el comienzo de los siglos le habían hecho comprender la inutilidad de atesorar cualquier tipo de riqueza cuya duración fuera más larga que la propia existencia.
Muchas naves cruzaron en los años siguientes a uno y otro lado de la isla; al Norte y al Sur, al Este y al Oeste. Algunas iban en busca de la gloria y otras regresaban de la derrota; unas acudían al olor de las riquezas y otras volvían cargadas de tesoros, pero ellos se limitaron a continuar allí, dando la espalda a cuanto no fuera su propia existencia, y cuando en alguna ocasión recibieran visitas, supieron hacerles comprender con amabilidad que no eran bien recibidas.
Cienfuegos
tuvo otro hijo de Ingrid y cuatro que le dio Araya, y el tiempo también le enseñó que el amor es como esas células que en un determinado momento se dividen, pero que aciertan a crecer y vivir cada una por su lado e incluso en ocasiones contribuyen a formar un nuevo amor mucho más firme.
Gobernó su pequeño mundo con prudencia, resucitando un viejo concepto de clan que su raza parecía haber perdido, y aceptando en cierto modo la estructura social de las tribus indígenas, en las que el individuo vive sometido al bien de la comunidad pero la comunidad busca en primera instancia el bien del individuo.
Alzaron una pequeña iglesia a la que acudían aunque no tuvieran sacerdote, y una escuela en la que Ingrid enseñaba a los niños y les hablaba de lejanos países y costumbres por las que no merecía la pena sentirse atraídos, y quizá su mayor victoria fue la de saber vencer a la nostalgia.
Y es que esa engañosa porción de la memoria que incita a olvidar lo peor de los hechos dejando tan sólo flotar en la superficie del pozo de los recuerdos los mejores momentos, se transforma a menudo en el más cruel enemigo de quien ha dejado atrás una vida difícil.
Quienes emigran no suelen tener más equipaje que la continua evocación de su pasado, pero
Cienfuegos
desterró de la isla esa nostalgia, ayudando a su gente a comprender que más allá de la tierra que proporciona el sustento, y la familia que da las alegrías y las tristezas, tan sólo está Dios, y lo demás no es más que una quimera inalcanzable.
En pos de esa quimera marcharían hombres como Alonso de Ojeda, que tras infinitas derrotas y sufrimientos, acabaría sus días como pordiosero en un convento; Vasco Núñez de Balboa, acusado de traición y decapitado tras alcanzar la gloria de descubrir el Océano Pacífico; Francisco Pizarro, asesinado por los suyos cuando estaba en la cima del poder como Virrey del Perú, o el propio Hernán Cortés, que murió olvidado y en la ruina a pesar de haber sido el más genial capitán de la historia conquistando un imperio sin más ayuda que un puñado de locos.
Probablemente, ninguno de ellos hubiera cambiado su destino por el del cabrero, o quizá todos, nunca se sabe, porque en verdad resulta muy difícil dilucidar si cuando cierto tipo de hombres van en pos de la gloria lo hacen siguiendo los dictados de una necesidad que les proporciona una íntima satisfacción, o lo hacen guiados por el ansia de pasar a la Historia aun a sabiendas que el triunfo les conducirá a un terrible desastre.
Resulta hasta cierto punto curioso constatar, dé que ni uno sólo de los considerados «grandes» en el descubrimiento del Nuevo Mundo llegó nunca a ser feliz ni tuvo un final digno de su genio.
Colón, Ojeda, Balboa, Pizarro, Cortés, Benalcázar y tantos otros como se jugaron locamente la vida, disfrutaron tan sólo de una efímera gloria, pues para todos ellos fue dura y agotadora la ascensión y brutal la caída, y cuando
Cienfuegos
tuvo noticias de cuál había sido el final de todos aquellos con los que había convivido, y hasta qué punto la caprichosa fortuna les ofreció lo mejor que tenía para darles por último la espalda, miró a su alrededor, se extasió con el hermoso paisaje de la isla, observó a sus nietos correr sobre la playa y acudió como cada atardecer a tomar asiento bajo el árbol que daba sombra a la tumba de
Doña Mariana Montenegro
, a confesarle una vez más su amor y a agradecerle que le hubiera hecho tan feliz durante tantos años.
Ni los tesoros de México o el Perú, ni aun todas las aguas del Pacífico valían lo que para él habían valido los incontables días de paz de que había disfrutado, ni mucho menos la serenidad que había sabido encontrar bajo aquel cielo tranquilo y estrellado.
En compensación la Historia no le dedicó ni siquiera una línea, pero a decir verdad parece ser que tal olvido no le importó nunca demasiado.
Y es que la Historia acostumbra a dedicar mucho espacio a lo que hacen los hombres, y muy poco a lo que sienten.
Lanzarote, setiembre 1991.
LIBRO SÉPTIMO: TIERRA DE BISONTES
Alberto Vázquez-Figueroa
(1936). Nació en Santa Cruz de Tenerife. Antes de cumplir un año, su familia fue deportada por motivos políticos a África, donde permaneció entre Marruecos y el Sahara hasta cumplir los dieciséis. A los veinte años se convirtió en profesor de submarinismo a bordo del buque-escuela
Cruz del Sur
. Cursó estudios de periodismo, y en 1962 comenzó a trabajar como enviado especial de
Destino
,
La Vanguardia
y posteriormente de Televisión Española. Durante quince años visitó casi un centenar de países y fue testigo de numerosos acontecimientos clave de nuestro tiempo, entre ellos las guerras y revoluciones de Guinea, Chad, Congo, República Dominicana, Bolivia, Guatemala… Las secuelas de un grave accidente de inmersión le obligaron a abandonar sus actividades como enviado especial. Tras dedicarse una temporada a la dirección cinematográfica, se centró por entero en la creación literaria. Ha publicado más de cuarenta libros, entre los que cabe mencionar:
Tuareg
,
Ébano
,
Manaos
,
Océano
,
Yáiza
,
Maradentro
,
Viracocha
,
La iguana
,
Nuevos dioses
,
Bora Bora
, la serie
Cienfuegos
, la obra de teatro
La taberna de los Cuatro Vientos
,
La ordalía del veneno
,
El agua prometida
y
Alí en el país de las maravillas
. Nueve de sus novelas han sido adaptadas al cine. Alberto Vázquez-Figueroa es uno de los autores españoles contemporáneos más leídos en el mundo.
[1]
En principio era el último libro de la saga, pero quince años mas tarde —en 2006— se publicaría
Tierra de bisontes
, séptimo y último por ahora... (Nota del editor).
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