Xaraguá (22 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Xaraguá
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—¿Quién eres? —quiso saber al fin.

—Diego de Salcedo,
El Jabonero
—replicó el otro sin sentirse en absoluto ofendido por el hecho de no haber sido reconocido—. Alguien que os debe todo cuanto es y acude a devolvéroslo.

Se diría que al Almirante le costaba un gran esfuerzo asimilar el hecho de que existiera un hombre que demostrase de tal forma su agradecimiento, y tras permanecer largo rato en un extraño silencio que nadie se atrevió a romper, musitó roncamente:

—Curioso resulta comprobar que quien como yo ha ofrecido países y fortunas sin recibir a cambio más que odio y desprecio, venga a ser socorrido por alguien a quien sólo le ofreció la oportunidad de ganarse la vida honradamente. ¡Levántate! —añadió—. Y siéntate aquí, a mi lado.

—¡Eso nunca, Señor! —protestó
El Jabonero
casi escandalizado—. Sé bien cuál es mi puesto.

—Tu puesto estará de ahora en adelante junto a mi corazón, en un pequeño lugar que tan sólo ocupan media docena de seres muy queridos. —Tosió repetidas veces dado que la salud parecía querer escapársele por cada uno de los innumerables ángulos de su esquelético cuerpo, y cuando al fin consiguió recuperar un hilo de voz añadió fatigosamente—. Más alegría me produce que seas tú quien acude en mi ayuda, que si lo hiciera el Gobernador en persona con acompañamiento de timbales y fanfarrias.

De ese modo tan extraño pasó a la historia uno de los hombres más grises e ignorados de su tiempo; un avaro que jamás diera una moneda al más necesitado, ni fiara una pastilla de jabón al más mugriento, y por mucho que algunos lo intentaran, nadie consiguió nunca averiguar por qué lo hizo.

De regreso a Santo Domingo, Salcedo se negó a que le fuera devuelto el dinero, rechazó con firmeza cuantos títulos y honores pretendió concederle el Almirante, e incluso renunció poco más tarde al monopolio que tan jugosos beneficios le reportaba, volviendo a convertirse en el personaje anónimo y sin personalidad que siempre fuera, sin que se sepa con exactitud si concluyó sus días en la isla, o por el contrario eligió irse a morir a España.

Tal vez la gratitud era un mérito que ensombrecía en él cualquier otra virtud, o tal vez estuviera consciente de que con su acción había comprado una línea en la historia, pero fueran cuales fueran sus motivos, a él le bastaron y jamás volvió a mencionar el hecho de que había entregado años de duro trabajo a una causa que consideraba justa.

El viaje hasta La Española, con mar brava y viento en contra resultó muy duro, siendo necesarias tres semanas de navegación para recorrer la distancia que
Cienfuegos
recorriera en ocho días, pero al llegar a la capital el Almirante se sorprendió al descubrir que el Gobernador Ovando, que tanto le había ignorado y ofendido, le recibía con honores de Virrey y le dedicaba toda la atención y el afecto que no le había dedicado en más de un año.

Cenaron juntos, sin más compañeros de mesa que el joven y entusiasta Hernán Cortés, que ya se había ganado la confianza y el afecto del tío segundo de su padre, y fue aquélla una cena muy especial, pues se diría que en el ánimo de los comensales anidaba el convencimiento de que constituía uno de los últimos actos «oficiales» del hombre que había cambiado los conceptos de lo que eran el mundo y sus fronteras.

Inapetente, el Virrey se limitaba a urgar, en el plato, y tan sólo de modo esporádico parecía prestar atención a cuanto los otros comentaban.

Mucho más tarde, sentado ya ante la apagada chimenea y con la pierna extendida, lo que al parecer aliviaba notablemente sus dolores, observó a sus acompañantes y con voz tranquila, como si no estuviera hablando de sí mismo, sino de alguien con quien apenas tenía trato, señaló:

—Las cosas ocurrieron tal como estaba escrito que ocurrieran, y no hay razón para pedir explicaciones ni afear actitudes —comenzó—. Se atravesó el océano porque el Señor así lo había dispuesto y anunciado a través de sus profetas, al igual que dispone y anuncia todo cuanto ocurre o ocurrirá en el futuro. Hizo una pausa como si buscara palabras que expresaran con toda exactitud cuanto pretendía decir, y añadió por fin en idéntico tono—; El Señor tuvo a bien concederme el máximo honor que se le puede conceder a un ser humano: ensanchar los límites que él mismo había impuesto al planeta, pero para no ser demasiado injusto con el resto de los mortales, me envió de igual modo terribles sufrimientos que me veo obligado a aceptar con la misma naturalidad con que acepté la gloria. La mía ha sido la existencia más apasionante que hombre alguno haya tenido, y por ello agradezco a cuantos, para bien o para mal, formaron parte de ella, que la templaran como se templa el acero, pasando del frío al calor y golpeándolo con fuerza. —Lanzó un hondo suspiro—. Gracias a ello llegué tan lejos aunque me encuentre ahora tan cansado.

Resultaba evidente que los años y las humillaciones habían humanizado a un hombre cuyos principales defectos habían sido el desmesurado orgullo y la prepotencia, pero cumplido ya el medio siglo, Colón había adquirido una visión de la vida mucho más acorde con la realidad, hasta el punto de que podría decirse que había tomado plena conciencia de que el naufragio de sus naves en las costas jamaicanas, había sido más bien el naufragio final de todas sus ambiciones.

Estaba ya muerto en vida y lo sabía.

Durante los dos años escasos que su maltratado cuerpo habría de continuar arrastrándose por tierras castellanas, él, que hubiera preferido mil veces morir recorriendo mares lejanos, no tuvo fuerzas más que para intentar salvar algún resto de ese naufragio con destino a sus hijos, consciente como estaba de que los descendientes de personajes extraordinarios no suelen saber desempeñarse por sí mismos.

A última hora de la noche, el joven Hernán Cortés, que apenas había abierto la boca, impresionado sin duda por la personalidad del Almirante, no pudo contener por más tiempo su curiosidad e inquirió tímidamente:

—¿Os importaría responder a una pregunta, Excelencia?

—Dime, hijo.

—De todos los sufrimientos, malos ratos y calamidades sin cuento que se han abatido sobre Vos en estos años, ¿cuál ha sido el más difícil de sobrellevar?

Su Excelencia Don Cristóbal Colón, Almirante de la Mar Océana y Virrey de Las Indias meditó largo rato; tan largo, que podría llegar a creerse que estaba pasando minuciosa revista a cada uno de aquellos cincuenta años de vida y las infinitas vicisitudes que le habían deparado, y por último, asintiendo como si él mismo estuviese absolutamente convencido de sus palabras, replicó:

—Los mosquitos.

—¿Cómo habéis dicho? —musitó el futuro conquistador de México, temiendo haber oído mal.

—He dicho que los mosquitos —replicó el otro—. Y a fe que cuanto más lo pienso, más me reafirmo en ello.

—¡Los mosquitos! —exclamó Hernán Cortés incrédulo—. ¡Es absurdo!

—¿Qué tiene de absurdo? —inquirió Colón con naturalidad—. Si algún día visitas las costas de poniente, que bauticé con toda propiedad «Costa de los Mosquitos», te asaltarán por millones causándote un dolor insufrible, volviéndote loco con sus zumbidos, haciendo que todo tu cuerpo se hinche como si fuera a estallar atacado por las fiebres, e impidiéndote dormir como me ocurrió en Jamaica durante todo un año. —Sonrió con amargura a sus recuerdos—. El ser humano puede soportar muchas cosas a condición de descansar de tanto en tanto, pero si no logra pegar ojo y esos zumbidos se convierten en una auténtica obsesión, te juro que se acaba llorando de impotencia y prefiriendo que te arranquen el corazón con tal de obtener una hora de sueño.

Días más tarde, cuando Cortés comentó en la «Taberna de los Cuatro Vientos» las palabras del Almirante, Alonso de Ojeda, que escuchaba atentamente asintió con un gesto.

—Estoy de acuerdo —dijo—. Yo, que los sufrí en las selvas de Venezuela puedo confirmar que es preferible librar una feroz batalla contra los salvajes, que esa sorda lucha cada noche con miríadas de mosquitos. Llega un momento en que se diría que con la sangre, te han despojado hasta del último pensamiento.

—Algo habrá para combatirlos —aventuró Balboa que de igual modo se mostraba poco propenso a aceptar semejante afirmación.

—Dormir vestido, muriéndote de calor y casi ahogándote con un trapo en la cara, pero se cuelan incluso por las costuras de la ropa y a las gentes de nuestra piel y nuestra sangre nos convierten la vida en un infierno, tenedlo por seguro.

—Aquí también hay mosquitos —le hizo notar Pizarro—. Y no es para tanto.

—Los de «Tierra Firme» son diferentes. —Sentenció Ojeda—. No sé por qué, pero estoy de acuerdo con el Almirante en que se trata del peor de los martirios. ¿Cómo lo habéis encontrado? —concluyó volviéndose a Cortés.

—¿Al Almirante? —inquirió el aludido—. Acabado. No le conocía y no puedo saber cómo era antes, pero lo que sí sé es que ya arrió la mayor y la mesana y está a punto de echar el ancla.

—Me pregunto si debería ir a visitarle —musitó Ojeda—. Navegamos mucho tiempo juntos, y aunque jamás conseguí romper la coraza con que se rodea, en el fondo le admiro.

—Sin duda agradecería vuestra visita —señaló Cortés—. Parece necesitado de amistad.

No lo creo —fue la respuesta—. Y tampoco creo que le gustara mirarse en mi espejo. Somos dos fracasados que hace tan sólo unos años surcábamos estos mares creyéndonos dueños del mundo. ¡Aspirábamos a tanto y hemos conseguido tan poco…!

—¡Vos lo conseguiréis! —señaló Pizarro seguro de lo que decía—. Aún estáis a tiempo.

—Lo dudo.

El Capitán Alonso de Ojeda continuó dudando de su destino, hasta la mañana en que entró en la taberna una menuda y casi esquelética mujer de inquietante mirada, que tras tomar asiento con gesto de fatiga y rogar a Pizarro que le sirviera una limonada, observó al de Cuenca que continuaba enfrascado en su tarea de escribir sin descanso, estudió con profunda atención cada uno de sus gestos, y acabó por inquirir con voz que parecía surgir del fondo de una tumba:

—Perdonad mi atrevimiento, caballero. ¿Por casualidad estáis redactando vuestras Memorias?

—Así es, en efecto —replicó Ojeda sorprendido—. ¿Cómo lo habéis adivinado?

—Intuición —fue la sencilla respuesta—. El movimiento de vuestra mano no es el de alguien que escribe una carta de amor o de negocios, sino el de quien cuenta cosas que surgen de lo más recóndito de la memoria.

—¡Os felicito! —señaló el de Cuenca—. No cabe duda de que sois una sagaz observadora.

—Es mi oficio. —Aquel esqueleto andante parecía leer en efecto en los ademanes de la gente—. Permitid que me presente —añadió—. Soy Gertrudis Avendaño, y acabo de llegar a la isla.

—¿Gertrudis Avendaño? —repitió el conquense interesado—. ¿La famosa Gertrudis Avendaño de Avila?

—La misma.

—¿Y qué hacéis tan lejos de Castilla?

—Buscar nuevos horizontes. Un día soñé que cruzaba el mar y me establecía en un lugar en que podría ser testigo de cómo el futuro se convertía en presente, y aquí estoy.

—Extraña explicación para tan largo viaje.

—Lo verdaderamente extraño nunca tiene explicación, pero cuando alguien como yo tiene un sueño semejante, debe convertirlo en realidad. —Sonrió casi con una mueca—. ¿Me permitiríais estudiar vuestras manos más de cerca? —añadió.

—Os advierto que no tengo ni un mal maravedí con que pagaros —fue la respuesta—. Ni por desgracia creo que llegue a tenerlo en mucho tiempo.

—No he cruzado el océano para hacer fortuna —respondió la mujer con absoluta calma—. Mi fortuna ya está hecha, y mi sueño es de otro tipo. ¿Me permitís?

Se había puesto en pie para ir a tomar asiento frente al desconcertado Ojeda, que alzó la vista hacia Pizarro como pidiendo consejo sin obtener más que un escéptico encogimiento de hombros, por lo que concluyó por alargar ambas manos con las palmas hacia arriba.

Gertrudis Avendaño, la inquietante abulense que había alcanzado renombre internacional por ser la más brillante quiromántica de su tiempo, y a cuyos salones acudían en peregrinación nobles y príncipes en busca de respuesta a las más absurdas demandas, pareció aislarse de cuanto le rodeaba, como si de improviso el mundo hubiera dejado de existir y nada contara para ella más que aquellas dos manos. Por último, y tras limpiar con un poco de saliva un par de manchas de tinta, se quedó tan inmóvil que se diría que se había convertido en una estatua de piedra.

Ojeda la miraba y de tanto en tanto lanzaba una ojeada en dirección a Pizarro que se mantenía en un respetuoso silencio, incapaz siquiera de parpadear, y si algún extraño hubiese hecho su aparición en aquel momento, a buen seguro que hubiese quedado absolutamente desconcertado.

Por último, la esquelética mujer cerró los ojos y se le diría aún más ausente, como en trance.

—¿Y bien? —inquirió al rato el de Cuenca impaciente—. ¿Qué habéis visto?

—Sangre —fue la severa respuesta—. Demasiada sangre y demasiado dolor sin motivo aparente. Es sangre derramada sin ambición, sin rencor y sin odio. No acabo de entenderlo.

—Eso es ya cosa del pasado —musitó Ojeda—. Acepto que provoqué demasiada sangre inútil, pero no pienso volver a hacerlo. ¿Qué más habéis visto?

—Muchas cosas —le miró a los ojos, como tratando de llegar hasta lo más profundo de su alma—. ¿Queréis saber la verdad? —inquirió con firmeza—. La verdad sin tapujos.

—Supongo que no habéis venido tan lejos para contar mentiras, ni yo estoy aquí para escucharlas —fue la respuesta.

—¡Bien! —admitió la otra—. Como queráis. Pero os advierto que a veces la verdad asusta.

—Lo único que siempre me asustó fue la mentira.

Gertrudis Avendaño hizo una nueva pausa, al final de la cual alzó el rostro hacia el estático Pizarro que parecía como alelado.

—¿Os importaría dejarnos? —inquirió—. Lo que tengo que decir tan sólo atañe a una persona.

El trujillano emitió un sonoro gruñido que mostraba bien a las claras cuánto le desagradaba semejante propuesta, y tras lanzar una bovina mirada a su amigo cómo solicitando permiso para quedarse, dio media vuelta y se alejó hacia el mostrador mascullando denuestos.

El esqueleto ambulante, del que se podría asegurar que en lugar de llegar en una nave lo había hecho en un ataúd y aún le sobraba espacio, aguardó hasta asegurarse de que no podía oírles, y serenamente con voz ronca y firme, señaló:

—Vuestras manos son como un gran libro con palabras tan claras que incluso a mí, que tantas manos he visto, me sorprenden.

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