—¡Bobadas! Aún eres joven. Y hermosa.
—Soy abuela. Y estoy cansada; muy cansada. No quiero acabar como una vieja reliquia que asiste impotente a la aniquilación de su pueblo. —Hizo una larga pausa en la que acarició con afecto las manos que se aferraban a los barrotes—. Si Ovando me ahorca pasaré a la Historia como la reina que se rebeló hasta el último momento contra la injusticia a que sometían a los suyos, pero si pago por mi libertad, no seré más que otra cobarde entre millones de cobardes sin historia. —Le sonrió con afecto—. ¡Déjalo así! Este final me gusta.
—Me niego a aceptar que a nadie le guste que le ahorquen.
—Será mi venganza —musitó ella—. Si me ejecutan, me convertiré en una mancha indeleble en la memoria de tu pueblo. Pasarán siglos, y cada vez que se hable de la gloria de España, alguien alzará el dedo para recordar que fue capaz de ahorcar a una inocente. ¿No crees que vale la pena a cambio de los años que me quedan de vida?
—Es Ovando el que te ahorca. No España.
—En estos momentos Ovando es España del mismo modo que yo soy Xaraguá. —Ensortijó los dedos en la espesa barba del de Cuenca y susurró con dulzura—: ¡Te he amado tanto! Te he amado desde el día en que te vi aparecer sobre aquel enorme caballo, y por mucho que aborrezca a tu país siempre le agradeceré que me permitiera conocerte. —Sonrió con picardía—. Lo único que necesitaría para morir feliz, es que hiciéramos el amor por última vez.
—Lo veo difícil —señaló Ojeda—. No soy contorsionista.
—¡Siempre el mismo! —Sonrió ella—. El simple hecho de verte, ya me alegra. —Le besó en la punta de la nariz—. ¿Cómo van las cosas por ahí fuera?
—¿Cómo quieres que me vayan estando tú aquí dentro y Ovando en el poder? —Se asombró él por la pregunta—. Mal. Muy mal.
—Isabel es una buena mujer y he oído decir que tenéis dos hijos preciosos. —Anacaona sonrió con amargura—. Me hubiera gustado ser yo quien te los diera.
—Eras demasiado importante para compartir las desgracias de un capitán de fortuna —fue la respuesta—. Pero no es tiempo de hablar del pasado, sino del presente. —Ahora fue él quien le acarició el rostro con el dorso de la mano—. ¡Está bien! —añadió—. Si no quieres pagar, te sacaré de aquí por la fuerza. En un par de noches cortaré estos barrotes.
—¡Olvídalo! No me iré porque no pienso convertirme en una eterna fugitiva.
—
Cienfuegos
y
Doña Mariana
te llevarían con ellos.
—¿Adónde? ¿Al destierro? ¡Jamás!
Alonso de Ojeda quiso protestar pero se interrumpió haciendo un gesto para que ella también enmudeciera, porque en la esquina había hecho su aparición la figura de una mujer pequeña y regordeta, que avanzó sin prisas para detenerse a orinar a unos tres metros de la vertical de la ventana a la que se encontraba aferrado.
Aguardaron pacientes confiando en que concluyera y continuara su camino, pero no sucedió así, porque la desconocida se limitó a apoyarse en el muro y esperar hasta que los tres soldados doblaron la esquina y llegaron a su altura.
Al parecer era aquél el ritual que debía tener lugar casi cada noche, puesto que tras un corto cuchicheo y unas risas, dos de los soldados continuaron su ronda mientras la mujer se tumbaba tranquilamente sobre una manta que había extendido sobre la hierba y abría las piernas.
El soldado comenzó de inmediato una entusiasta faena, gruñendo y resoplando, y el desconcertado Ojeda tuvo que agitar repetidas veces la cabeza como desechando un mal pensamiento o negándose a aceptar que le obligaran a ser tan privilegiado testigo de la singular escena.
Dos tristes farolas brillaban en las esquinas y la claridad que daban apenas permitían distinguir lo que ocurría allá abajo, pero resultó evidente que el punto de vista de la mujer era mucho mejor, puesto que de pronto pareció reparar en el extraño bulto que se recortaba contra el cielo sobresaliendo de uno de los ventanucos de la prisión.
El de Cuenca se aplastó todo lo que pudo dentro de su diminuto refugio, pero no le cupo duda de que la gorda le había visto, ya que pareció desentenderse por completo de los afanes amorosos de su pareja, preguntándose sin duda qué era lo que colgaba allá arriba.
No hizo sin embargo el menor comentario, limitándose a permitir que su compañero acabara de estremecerse lanzando un par de lamentos, permaneciendo muy quieta mientras el hombre se ponía en pie y se ajustaba los calzones casi en el mismo momento en que sus compañeros de ronda hacían su aparición por la esquina.
—Me temo que se va a organizar la de Dios —susurró Ojeda al oído de
Flor de Oro
—. Espero que los de abajo acudan en mi ayuda, o me van a cazar como a un pollo en el nido.
Pero no ocurrió lo que temía, puesto que cuando los soldados llegaron a la altura de la pareja, uno de ellos comenzó a desabrocharse el cinturón, mientras el que ya había concluido ocupaba su puesto.
—¡Mierda! —exclamó Ojeda casi para si—. Es capaz de tirárselos a los tres.
Así fue, en efecto, y por segunda y tercera vez tuvo que ser testigo de una escena cuyo punto culminante llegó en el momento en que la prostituta, convencida de que quien estaba allá arriba era un hombre, se dedicó a saludarle con la mano a espaldas de un cliente que permanecía ajeno a todo, inmerso en su entusiasta trabajo.
Agazapados entre los matorrales, a no más de veinte metros de distancia,
Cienfuegos
, Balboa y Pizarro dudaban entre intervenir arma en mano, o estallar en carcajadas al imaginar la expresión del rostro de Ojeda en el momento de devolver el cómplice saludo suplicando que no le delatara.
Quince minutos más tarde la gorda se alejó agitando el brazo sobre su cabeza sin siquiera volverse, y tras esperar el próximo paso de la patrulla, los tres hombres corrieron al muro para organizar de nuevo la torre humana y rescatar al agotado Ojeda que se deslizó hasta el suelo lanzando sapos y culebras en el colmo de la indignación.
—¡La madre que la parió! —exclamó cuando al fin pudo ponerse en pie ya que las piernas le flaqueaban tras permanecer tanto tiempo en tan incómoda posición—. ¡El mal rato que me ha hecho pasar la muy puta!
Entre el canario y Balboa tuvieron que llevárselo en volandas, pues se diría que se le habían entumecido los músculos o la indignación le impedía dar un paso, y tan sólo cuando al fin se dejó caer en un rincón de la cabaña de Pizarro pareció recuperarse rompiendo a reír nerviosamente.
—¡Golfa! ¡Si la cojo la mato! —masculló entre indignado y divertido.
—Gracias debemos darle por no haberte delatado —señaló Balboa—. Es Agustina Carmona, una granadina especializada en la tropa a la que debo cinco maravedíes.
—¿Y a quién no? —quiso saber Ojeda.
—Dejemos eso —intervino el gomero—. ¿Qué ha dicho la Princesa?
—Que prefiere la horca.
—¡Bromeáis!
—¡En absoluto! Ni ella tampoco. —El de Cuenca hizo una corta pausa y acabó por encogerse de hombros—. Y a fe que la entiendo. Si le dan a elegir entre convertirse en una hermosa reina que sufrió martirio, o una vieja fugitiva que arrastra sus achaques por tierras desconocidas, opta por lo primero. —Chasqueó la lengua—. Creo que yo haría lo mismo.
—¡Absurdo! —protestó Balboa—. Pura palabrería.
—Lo dudo.
—Y yo… —señaló
Cienfuegos
—. Estoy de acuerdo en que más vale morir a tiempo, aunque sea en la horca, que vivir de recuerdos. —Les observó uno por uno—. ¿Qué vamos a hacer ahora? —quiso saber.
Alonso de Ojeda, Vasco Núñez de Balboa y Francisco Pizarro se miraron, y resultó evidente que ninguno de los tres tenía respuesta válida alguna.
—Mi nombre es Méndez; Diego Méndez de Segura, y en estos tiempos que corren, y en los que quienes más le tienen que agradecer reniegan de él, no me avergüenza admitir que soy fiel servidor de Su Excelencia el Almirante Don Cristóbal Colón, por quien lo daría todo, incluso la vida, que ciertamente me he visto obligado a arriesgar por salvar la suya en múltiples ocasiones.
»Estúpido no me considero, ni sordo o ciego, y aun admitiendo, como admito, que son muchos y graves sus defectos, seguro estoy de que cuando de la memoria de los Reyes —cuyas vidas guarde Dios muchos años— y de los intrigantes y villanos que tanto le ofenden y menosprecian, no quede ni siquiera el polvo del olvido, aún se hablará con respeto y devoción de mi Señor Don Cristóbal, pues antes se acabará el mundo que se acallarán los ecos de cuanto de maravilloso ha realizado a lo largo y ancho de su prodigiosa existencia.
»Dicho esto, y advertido como estáis de cuáles son mis sentimientos hacia el Virrey, me esforzaré por relatar de la forma más objetiva posible, la historia de su Cuarto y más terrible viaje, y del que me correspondió ser amargo protagonista, así como os aclararé las razones por las que llegué a estas olvidadas tierras de Xaraguá, en las que aún permanezco en tan mísera condición.
»Sabed que partimos del puerto de Cádiz hace ya casi dos años, y que si bien los vientos nos fueron propicios y todo marchó a pedir de boca en un principio, la fortuna comenzó a esquivarnos a partir del momento en que mi Señor decidió poner rumbo a La Española, pese que sus Majestades le habían prohibido con gran empeño y autoridad que intentara tal cosa bajo ninguna circunstancia.
»El exceso de orgullo, y la incapacidad de acatar una orden ni aun viniendo de reyes, es uno de esos defectos capitales de mi Señor a que antes aludía, y bien sabe Dios que le rogué en todos los tonos para que desistiese de tan incongruente visita.
»Por si no bastaran las reales advertencias, los cielos nos enviaron a su vez serios avisos, mas desoyéndolos de igual modo, el Almirante dejó caer sus anclas frente a Santo Domingo con la intención de demostrar a sus múltiples enemigos que volvía a estar al mando de una Flota Real y seguía siendo por tanto «Virrey de Las Indias».
»Gran pedante sin duda, pero genial marino, comprendió no obstante que el huracán que se avecinaba opacaría su gloria en un instante, por lo que buscó abrigo seguro en Puerto Hermoso, donde desembarcamos a unos cuantos enfermos, y asistimos a la terrible catástrofe de la Gran Flota que Ovando envió al mar desoyendo los sabios consejos de mi Señor Colón.
»¡Tanta muerte inútil por mero rencor personal o celos políticos!
»Tras la tormenta, y con la mar aún agitada, seguimos viaje a Jamaica, donde todo se trocó en gran calma con fuertes corrientes que nos empujaron hasta ese piélago de islas que han dado en llamar Jardín de la Reina y que a mi modo de ver constituye la auténtica antesala al Paraíso.
»Seguimos desde allí, rumbo sudoeste, hacia el soñado Cipango y el Catay, pero con lo único que tropezamos fue con una interminable costa azotada por una galerna de tal calibre, que en setenta días apenas avanzamos el mismo número de leguas.
»Tres meses nos zarandeó la tempestad, Señor, ¡tres largos meses!, y puedo aseguraros que en todos mis años de navegar, que muchos son, y todo cuanto he oído contar a esos viejos marinos que tanto suelen exagerar, jamás vi, ni nadie mencionó siquiera, borrasca remotamente parecida, pues dejó los navíos como pingajos de feria tras la lluvia, y a sus tripulantes tan alicaídos, aterrorizados y enfermos, que de ciento cuarenta hombres no quedábamos ni diez con fuerzas suficientes como para izar una vela.
»Ochenta y ocho días sin ver ni el sol ni las estrellas, vagando sobre un mar gris y encrespado, bastan para desorientar incluso a quien, como el Almirante, parece tener espíritu de paloma mensajera, y casi milagro se me antoja que a aquellas alturas aún nos mantuviéramos a flote y a la vista los unos de los otros, aunque ignorantes de nuestra posición, rumbo y destino.
»A falta de sacerdotes, los hombres se confesaban entre sí, rezando a todas horas y haciendo peregrinas promesas de imposibles peregrinaciones a lejanos Santuarios si el Altísimo tenía a bien permitirles escapar con vida de semejante trance, y mi Señor sufría como jamás le he visto sufrir, a causa de los padecimientos de su desgraciado hijo Fernando, enfangado contra su voluntad en tan nefanda aventura cuando aún no contaba más que trece años.
»Alcanzamos al fin un cabo que nombramos Gracias a Dios, pues en bordeándolo sobrevinieron las calmas, y a fe que ver salir de los sonados a aquellas gentes, era como ver emerger a los muertos de sus tumbas.
»Pero si lamentable era el aspecto de los hombres, indescriptible era a mi modo de ver el de las naves, pues con el velamen hecho trizas, destrozadas las jarcias y abiertos los cascos, ni aun el mismísimo Almirante entre los Almirantes conseguía gobernar semejantes gabarras desvencijadas.
»Buscamos refugio en un lugar que los nativos llaman Cariay, donde primero se atendió a la salud de los tripulantes para que éstos pudieran a su vez sanar los buques, y fue allí donde al fin entendí hasta qué punto era majestuoso y mísero el destino de mi Señor Colón, Virrey de Las Indias y Almirante de La Mar Océana, pues pese a la pomposidad de tales títulos y la innegable grandeza de su persona y de cuanto había llevado a cabo a lo largo de su azarosa existencia, aparecía con el jubón raído y el semblante famélico, perdido en la más perdida de las tierras ignotas, al mando de cuatro pedazos de madera putrefactos, y Comandante en Jefe de un centenar de sombras a punto de sucumbir bajo el feroz asalto de un ejército alado en aquella costa plagada de mosquitos.
»Nada tenía, ni allí, ni aun en España, ni tan siquiera un muro de ladrillos que le brindara sombra, o una teja que le cubriera de la lluvia; nada en ninguna parte, excepción hecha de sus sueños, pero los sueños de mi Señor bastan, Señor, para cubrir de oro todos los muros y los techos del planeta.
»Sueños o realidad, jamás conseguiré saberlo, puesto que él era el único que al parecer se entendía con los desnudos en su curiosa jerga, y se excitaba al traducirnos que —según los salvajes— a diez días de marcha hacia Poniente, existía un lugar, Veragua, en el que el oro abunda como los guijarros en los ríos, hasta el punto de que se empleaba en forrar mesas y arcones, y a menudo las mujeres andaban inclinadas de lo mucho que les pesaban los collares, anillos y pendientes.
»También le hablaron al parecer de un país de gentes vestidas, que tienen grandes casas, naves con bombardas y carros de guerra tirados por caballos, y añadieron que de allí en otras diez jornadas de marcha hacia el Oeste, se alcanzan las bocas del Ganges, que como sabréis es el río más sagrado y más importante de la India.