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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Xaraguá (4 page)

BOOK: Xaraguá
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Estableció su campamento en un cerro que dominaba desde el Nordeste el poblado indígena, para asistir dos días más tarde a la llegada del Gobernador y su tropa, quienes por lo visto habían hecho parte del viaje en barco y parte a pie, dejando las naves fondeadas en la costa sur de la isla, para alcanzar más tarde la capital de Xaraguá en una corta jornada de cómodo paseo.

Debió ser el propio Ovando —cuya aversión al mar era sobradamente conocida y muy propia de un religioso castellano de su época— quien llegara a la conclusión de que su entrada en el último Reino Independiente de La Española sería mucho más espectacular a lomos de un caballo lujosamente enjaezado y rodeado de valientes capitanes, que si lo hacía desembarcando en una frágil chalupa, verde por el mareo y destrozado por una desagradable travesía, para tambalearse como un borracho al poner pie en tierra.

Fue con redoble de tambores y relinchos de briosos corceles como hizo su aparición la comitiva por el sendero de la playa, y lo primero que advirtió el gomero fue el hecho de que la mayoría de quienes la componían eran hombres de armas, sin más presencia religiosa que la de Fray Bernardino de Sigüenza, ni más personal civil que un escribano.

—Extraño séquito éste, en el que no está presente ninguno de los cuarenta ciudadanos más notables de Santo Domingo —musitó para sus adentros—. Más parece expedición de castigo, que visita de buena voluntad.

Hubiese deseado advertirle una vez más a la Princesa que desconfiase de las intenciones de los recién llegados, pero al observar cómo de entre el palmeral que bordeaba la playa surgían de improviso docenas de impasibles guerreros, que se alineaban marcialmente, se sintió más tranquilo.

El fasto con que la Princesa
Flor de Oro
recibió al Gobernador no desmereció en absoluto del que éste desplegaba, pues una veintena de preciosas muchachas apenas cubiertas con faldas de hojas transportaban a hombros un inmenso trono en el que se reclinaba la aún hermosísima Reina de Xaraguá, cuyos agresivos pezones parecían desafiar las leyes de la gravedad apuntando hacia la única nube que cruzaba el cielo.

Las flautas indígenas entraron pronto a rivalizar con los tambores españoles, y desde su privilegiado observatorio el isleño tuvo la sensación de que en lugar de dos pueblos que se reunían en son de paz se trataba de dos altivos pavos reales que exhibían su colorido plumaje en un inútil intento de deslumbrar a su adversario.

El encuentro entre Ovando y Anacaona fue tenso, pues se diría que ambos mandatarios estaban aguardando a que fuera el otro el que hiciera el primer gesto de acatamiento y pleitesía, pero como ni el primero descendió de su montura, ni la segunda de su trono, acabó por plantearse una embarazosa situación que podría haber llegado a hacerse eterna, de no ser por el hecho de que de improviso el caballo del Gobernador comenzó a caracolear nerviosamente por culpa del fiero ocelote que descansaba a los pies de
Flor de Oro
a modo de gran gato amaestrado.

Al poco la mayoría de los notables de ambos bandos desaparecieron en el interior de la mayor de las cabañas, y la vista de
Cienfuegos
fue a recaer en la escuálida figura de Fray Bernardino de Sigüenza, al que todos parecían haber olvidado, y que se limitó a alejarse por la orilla de la playa, para ir a tomar asiento sobre un tronco caído y comenzar a musitar por lo bajo mientras pasaba las cuentas de su rosario observando cómo el sol se iba inclinando mansamente sobre un mar que semejaba una balsa de aceite.

Fue entonces cuando al gomero se le ocurrió la gran idea.

La fue madurando mientras el cielo se cubría de las rojizas tonalidades de los fastuosos ocasos de Xaraguá, y había trazado ya un sencillo plan en todos sus detalles cuando con las primeras sombras de la noche el maloliente franciscano regresó lentamente al poblado e inquirió cuál habría de ser su alojamiento.

Cerrada ya la noche, el cabrero acudió en busca de Bonifacio Cabrera para exponerle su idea.

—¡Muy propia de ti! —se apresuró a señalar el renco sin poder evitar una divertida sonrisa—. ¿Es que nunca dejarás de darle vueltas a esa maldita cabeza?

—Supongo que no. ¿Me ayudarás?

—Naturalmente.

Fue así como al alba del día siguiente, Bonifacio Cabrera penetró en la choza que le habían asignado al frailuco, y, despertándolo con suavidad, le espetó en cuanto abrió los ojos:

—Os ruego que me acompañéis, padre. Un cristiano en peligro de muerte precisa que le administréis los sacramentos.

Como era de esperar, el hombrecillo no se hizo rogar, apresurándose a seguir al cojo por un escondido sendero de la floresta, hasta que al cabo de poco más de media hora de camino fue a toparse con su viejo conocido, el canario
Cienfuegos
.

—¡Dios me asista! —exclamó horrorizado—. ¿Vos de nuevo?

—Así es, padre —admitió el gomero sonriente—. Y me alegra veros.

—¡Pues a mí, no! —masculló el otro, furioso—. Sois la última persona de este mundo con quien quisiera tener tratos.

—Jamás imaginé que alguien como vos pudiera ser rencoroso —fue la divertida respuesta—. Al Fin y al cabo no hice nada censurable.

—¿Os parece poco censurable burlaros del Sacramento de la Confesión? —se indignó el fraile—. Lo utilizasteis en vuestro provecho y no fue para eso para lo que fue instituido.

—Lo imagino, y os pido perdón por ello. —Resultaba evidente que
Cienfuegos
se esforzaba por congraciarse con un personaje que le resultaba extremadamente simpático, pese a que el hedor que despedía obligaba a mantenerse a prudente distancia de sus sobacos—. Os ruego que lo olvidéis porque en verdad necesito vuestra ayuda.

—No estoy aquí para ayudaros, sino para administrar la extremaunción a un moribundo —masculló el franciscano—. Así que llevadme junto a él.

—¡Perdón! —le interrumpió Bonifacio Cabrera alzando el dedo en un ademán ciertamente cómico—. Yo no os hablé de «un moribundo», sino de alguien que se encuentra en peligro de muerte.

—¿Acaso no es lo mismo? —se amoscó Fray Bernardino.

—¡En absoluto! —le hizo ver
Cienfuegos
—. Estoy en peligro de muerte, puesto que si vuestro amigo Ovando me encuentra me ahorca, pero no soy en absoluto un moribundo.

—¡De modo que se trata de otra de vuestras malditas tretas! —El frailuco parecía a punto de echar espumarajos de rabia por la boca y se sorbía los mocos con tanta fruición que se diría que estaban a punto de ahogarle—. ¿A qué viene entonces eso de administraros los Sacramentos? ¿A qué clase de Sacramentos os referís?

—A todos —fue la sencilla respuesta.

—¿A todos? —se asombró el otro.

—Exactamente. Quiero que me bauticéis, me confeséis, me administréis la primera comunión y la confirmación, y, por último, me caséis con vuestra ex prisionera
Doña Mariana Montenegro
. Y ya puestos, y como habéis venido a eso, os autorizo a que me deis también la extremaunción por si me agarran y me ahorcan.

—¡San Judas Bendito!

—¡No empecéis con las jaculatorias o no acabaremos nunca!

—Sois un maldito descarado. ¿Así que no estáis bautizado?

—Una vez me bauticé yo mismo, pero no creo que pueda considerarse válido. ¿O sí?

—No sabría qué deciros. Supongo que depende de las circunstancias. —El religioso parecía haber recuperado en parte el dominio de sí mismo ante la posibilidad de atraer a aquel estrambótico gigante pelirrojo, al que en el fondo admiraba, al rebaño del Señor—. Lo que ahora importa es que el día en que acudisteis a mí pidiendo confesión aún no erais cristiano y no me lo advertisteis.

—¿Acaso resulta imprescindible? —quiso saber el canario—. ¿Os negaríais a confesar a un pagano si viniese a pedíroslo?

—Primero tendría que bautizarle. Si no pertenece a la Fe de Cristo no puede lógicamente beneficiarse de cuanto ésta ofrece.

—Es posible —aceptó el otro—. Pero aquello es agua pasada y poco importa ahora que no tengáis que acogeros al secreto de confesión. Ovando me ahorcaría por el simple hecho de desobedecerle. —Le miró a los ojos—. ¿Haréis lo que os pido? —quiso saber.

—Tengo que pensármelo.

—Os advierto que si aceptáis, no sólo me bautizaréis a mí, sino también a mis hijos. Y por si fuera poco, salvaríais a
Doña Mariana Montenegro
que vive en pecado y aspira a santificar nuestra unión. ¿Os arriesgaríais a perder cuatro almas por rencor hacia mí?

—¡Continuáis siendo un maldito enredador! —masculló furibundo el de Sigüenza—. Y a fe que jamás me topé con mente tan endemoniada y retorcida. ¿Dónde están vuestros hijos?

—A una hora de camino, más o menos.

—Llevadme ante ellos. Pero os juro que como me hagáis otra faena, apenas os bautice os excomulgo.

Emprendieron la marcha, el cabrero y su amigo Bonifacio Cabrera sonriendo abiertamente y el religioso aún mascullando entre dientes su indignación, pero ésta alcanzó su máxima cota cuando, al cabo de un rato,
Cienfuegos
se detuvo al borde de un riachuelo, y sacando de sus alforjas una gruesa pastilla de áspero jabón, le espetó sin el más mínimo respeto:

—Y ahora bañaos.

—¿Cómo decís? —se indignó el de Sigüenza, temiendo haber oído mal.

—Que si queréis continuar con vuestra misión de salvar almas, tenéis que quitaros de encima toda la mugre y el mal olor que lleváis en el cuerpo. ¿O es que acaso nadie os ha dicho que apestáis a veinte pasos?

—Bañarse en exceso incita al pecado.

—Y demasiado poco a la penitencia. Si imagináis que ése es el «olor de Santidad» de que tanto se habla, creo que estáis en un error. Lo vuestro es cuestión de ajo y pies sudados.

—¡Ofendéis mi dignidad!

—Y vos mi olfato. Y lo de la dignidad no sé cómo solucionarlo, pero lo de mi olfato se arregla con jabón, así que manos a la obra.

—¡Ni hablar!

—Os comunico que saldréis de aquí más limpio que una patena aunque nos lleve todo el día, así que no me obliguéis a desnudaros.

—¡No os creo capaz!

—¿Ah, no? —se sorprendió el cabrero—. ¡Caray, padre, creí que me conocíais! ¡Vamos pues!

Lo alzó como si se tratara de un fardo, se lo colocó bajo el brazo, y se introdujo en el agua con la pastilla de jabón en la otra mano dispuesto a quitarle de encima una costra de mugre de un par de milímetros de espesor.

—¡Soltadme! —gritaba histéricamente su víctima, presa de un ataque de ira que parecía a punto de degenerar en apoplejía—. ¡Soltadme he dicho!

Pero
Cienfuegos
hizo oídos sordos hasta que llegaron al centro del río, lo colocó de pie de modo que el agua le llegaba al pecho, y con un rápido gesto rasgó la putrefacta sotana que le arrancó a pedazos permitiendo que la corriente se la llevara.

—¡San Juan Bautista! —casi sollozó el franciscano—. ¿Qué voy a ponerme ahora?

—Tendréis ropa limpia cuando estéis limpio —le prometió su verdugo—. Pero si lo preferís, podéis regresar en pelotas.

Podría decirse que la sensación de saberse desnudo vencía toda resistencia por parte de Fray Bernardino de Sigüenza, pues sin decir una palabra más tomó la pastilla de jabón y comenzó a restregarse furiosamente.

Fue todo un espectáculo observar cómo su cuerpo iba cambiando de color mientras las transparentes aguas se enturbiaban, y resultó evidente que puesto a hacer las cosas el frailuco decidió hacerlas bien, tal vez abrigando la intención de que aquél se convirtiera en su último baño de la década, ya que probablemente se trataba del primero que tomaba en lo que iba de siglo.

Salió del río cubriéndose las vergüenzas con las manos, escuálido, arrugado, blanco y tiritando, y en verdad que provocaba risa y pena al propio tiempo, pues resultaría muy difícil encontrar un ser humano de apariencia más desvalida por mucho que se buscara.

Satisfecho,
Cienfuegos
abrió de nuevo su mochila y le tendió una impoluta túnica blanca que el otro contempló horrorizado.

—¿Blanco? —exclamó como si acabara de ver al mismísimo demonio—. ¿Acaso pretendéis que me vista de blanco?

—¿Qué tiene de malo el blanco?

—Que pareceré un dominico.

—¡Oh, vamos, padre! Más vale dominico limpio que franciscano mugriento. No creo que Dios se fije en los hábitos, sino en las conciencias, y me consta que la vuestra está tan limpia como vuestro cuerpo.

Una hora después llegaban a la cabaña, y a
Doña Mariana
le costó un gran esfuerzo reconocer en el reluciente hombrecillo que bailaba en el interior de una túnica demasiado holgada, al temible inquisidor que con tanta insistencia la interrogara en las mazmorras de la fortaleza de Santo Domingo.

—¿En verdad sois Vos? —inquirió sin querer dar crédito a sus ojos—. ¿El mismo Fray Bernardino de Sigüenza…?

—Lo que queda de él y lo poco que durará —se lamentó el otro—. Esta bestia me ha hecho coger un resfriado del que no creo que salga con bien en semejante tierra de paganos.

Como para corroborar sus palabras soltó un sonoro estornudo que le obligó a moquear más que de costumbre, y tras pasarse repetidamente el dedo por la nariz, añadió cambiando el tono de voz:

—Si queréis que os diga la verdad, me alegra estar aquí aun a pesar del baño. Es una gran cosa veros libre y rodeada de los vuestros.

—¿Acaso ya no tenéis interés en quemarme por bruja? —inquirió con intención la alemana.

—Nunca la tuve y lo sabéis. Aquél fue el peor de los encargos que he recibido nunca, y mi auténtica personalidad es la de ahora, pese a este hábito de dominico. —Sonrió levemente—. No nací para inquisidor, tenerlo por seguro.

—Lo sé, pero lo que no entiendo es qué diablos hacéis en el séquito del Gobernador.

—Soy uno de sus consejeros.

—¿Vos? —intervino el gomero sorprendido—. No tenía ni la menor idea. ¿Y qué clase de consejos le dais?

—Aquellos que me dicta mi buen entender y mi conciencia —replicó el otro, amoscado—. Pero no creo que sea ese negocio el que os ataña. Lo que importa es solucionar cuanto antes lo que he venido a hacer aquí. Empecemos por los bautizos y dejemos la boda para lo último.

—¿Boda? —se sorprendió
Doña Mariana Montenegro
—. ¿A qué boda os referís?

—A la nuestra, naturalmente —señaló
Cienfuegos
, un tanto desconcertado por el tono de la pregunta.

—¿La nuestra…? —repitió ella de igual modo—. Que yo sepa no hemos hablado para nada de boda.

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