—¿Dónde? —repitió el otro machaconamente.
—No se me ocurre ningún sitio seguro.
—En las montañas orientales —señaló Calla Huasi—. Siguiendo el cauce del Vilcanota y el Urubamba. Si nos dirigiéramos a la región del Titicaca, nos atraparían de inmediato. Nací allí y conozco bien la zona: es terreno abierto y los «urus» nos denunciarían porque jamás quisieron a Huáscar.
Chabcha Pusí se volvió a Naika:
—¿Qué opinas…? —quiso saber.
—Creo que tiene razón. Quedarse a esperar una muerte segura es una estupidez. Si existe una sola posibilidad de escapar debemos aprovecharla.
El «curaca» observo a su hija.
—¿Tú que dices? Será un viaje muy duro.
—¡Vámonos…! —replicó Shungu, Sinchi sin dudar—. He oído contar lo que hacen los soldados con las mujeres que capturan en las guerras y cualquier cosa es mejor.
Chabcha Pusí meditó unos instantes y por último lanzó un hondo suspiró de resignación:
—¡De acuerdo! —dijo—. Nos encaminaremos al Nordeste… —Se volvió al eunuco—. Reúne a los criados —ordenó—. Que recojan todos los víveres que haya en la casa… Saldremos de inmediato.
El sol caía a plomo cuando dejaron a la derecha la gran plaza de Huaccapayta y los palacios, e iniciaron la dificultosa ascensión hacia la majestuosa fortaleza de Saqcsaywaman que dominaba el Cuzco por su parte más alta en dirección opuesta a la que traían las tropas invasoras.
Cientos de fugitivos habían tomado también idéntico camino y una aterrorizada masa humana invadía el sendero volviéndose de tanto en tanto en un inútil afán por distinguir las vanguardias de Quisquis, y les llevó por lo tanto más del doble del tiempo acostumbrado alcanzar la amplia explanada que se extendía al pie de las murallas, para contemplar desde allí —tal vez por última vez— la inimitable «Ciudad de las Ciudades».
Los tejados de oro refulgían al sol y a Chabcha Pusí se le antojó que jamás había asistido a un espectáculo tan tristemente hermoso, pues sabía que fuera donde fuera llevaría el recuerdo de aquel amargo momento en lo más Profundo de su corazón, ya que en el interior de aquellos muros quedaban para siempre, sus dioses y los más dichosos años de su existencia.
Lejos, hacia el Oeste, por el camino que conducía al Huaca-Chaca y Abancay se distinguían claramente las agresivas columnas de humo que ensuciaban de miedo el cielo, y su progresión marcaba con tan perfecta exactitud el avance de las huestes del tirano, que un buen conocedor de la región podía determinar sin miedo a equivocarse qué palacios habían pasado ya a convertirse en humo.
—Será una noche negra para el Cuzco —sentenció Calla Huasi—. Tan negra como aquella en que le saquearon los «chancas».
El español no respondió, absorto como estaba en la contemplación de las gigantescas rocas que conformaban la primera línea de defensa de Saqcsaywaman, preguntándose qué clase de cíclopes o cuántos miles de hombres habrían sido necesarios para trasladar hasta allí y clavar en su sitio tan inconcebibles piedras.
«Nada existe en Europa que pueda compararse a esto —musitó para sus adentros—. Nada de nada, y sin embargo, aún habrá quien alegue que sus constructores son salvajes a los que tenemos la obligación de civilizar».
Continuaron al poco su lento y trabajoso avance por el cañón del Vilcanota que aún tardaría en tomar su definitivo y sonoro nombre de Urubamba, y poco más de una hora después abandonaron el cauce del río para adentrarse hacia el Este por un serpenteante senderillo que trepaba hacía las primeras colinas boscosas.
La columna de fugitivos se había ido aclarando a medida que cada cual elegía la ruta que a su entender más aprisa le alejaba del peligro, y al atardecer se encontraron prácticamente solos en la cumbre de un cerro desde el que dominaban el Valle Sagrado de los Incas que quedaba a sus espaldas, y abriéndose ante ellos la serena majestuosidad de la Cordillera Oriental.
Las dos muchachas comenzaban a sentirse fatigadas los porteadores sudaban y resoplaban bajo sus pesadas cargas, ya que el sendero se había ido haciendo cada vez más empinado, estrecho y resbaladizo, dificultando terriblemente la marcha.
—Acamparemos aquí… —señaló por fin el «curaca»—. Pronto caerá la noche y descender por la ladera significaría un suicidio. Por el momento estamos a salvo.
Con la llegada de las sombras el resplandor de los incendios iluminó el horizonte y Chabcha Pusí tuvo que perderse entre los árboles para que nadie advirtiese que estaba llorando por el triste destino de la ciudad que amaba.
Más tarde trepó hasta la cima del otero y tomó asiento sobre una losa de piedra sin apartar la vista de las llamas que se iban adueñando de la noche, puesto que los campos de maíz y los espesos bosques habían comenzado a arder también, y experimentó un dolor tan hondo al advertir cómo todo su mundo se derrumbaba que le pidió a los dioses que su corazón se partiera en mil pedazos para no tener que sufrir el castigo de un amanecer cubierto de cenizas.
Se sintió solo; solo y vencido porque las más amargas profecías comenzaban a cumplirse, ya que la leyenda aseguraba que el Cuzco tan sólo sería gobernada por doce «Hijos del Sol» y el último se encontraba ahora en manos de un bastardo indigno de ocupar el trono de los «Incas».
La segunda parte de aquellas profecías hablaba de la llegada de extraños hombres de otros mundos; falsos «Viracochas» que aniquilarían su cultura para siempre y recordó a Guzmán Bocanegra preguntándose cuántos como él desembarcarían la próxima vez en Túmbez.
Alonso de Molina le había hablado a menudo del ansia de rapiña de sus compatriotas, y por su mente cruzó, como una pesadilla, el repulsivo rostro del marino y su asquerosa expresión al contemplar a Naika con ojos de cerdo hambriento. ¿Qué destino aguardaría a todas las Naike y Shungu Sinchi del Imperio cuando un ejército de Guzmán Bocanegras se precipitase sobre ellas…? ¿Quién les haría frente cuando el poder estaba en manos del traidor que había arrasado el Cuzco y al que la mayor parte de su pueblo odiaba?
El tiempo que llevaba junto al andaluz le había servido para no hacerse ilusiones consciente de que pronto o tarde los españoles volverían, y Pizarro, aquel tenebroso jinete que a menudo se le aparecía en sueños, se abalanzaría sobre su país como un cóndor sobre un «cuí» clavándole unas garras de las que ya jamás conseguiría zafarse.
¡Pizarro…! Su solo nombre le estremecía y había aprendido a temerle más que al bastardo Atahualpa o al demoníaco Sopay, porque le constaba que era el único de los tres que poseía el poder suficiente como para barrer del mapa a una nación. Atahualpa traicionaba a su hermano y Sopay robaba las almas de los hombres u ocultaba el fuego de su «Mal» en el interior de las mujeres, pero Pizarro era como el huracán que todo lo destruye o aquel largo diluvio que una vez sumió al universo en el más profundo caos.
Sentado allí, indiferente al frío y la fatiga, Chabcha Pusí, «curaca» de Acomayo, tuvo la clara visión de que nada de cuanto había aprendido a amar desde que tenía uso de razón prevalecería, su estirpe sería borrada de la faz de la tierra, y su pueblo se convertiría en un pueblo de esclavos y concubinas al que le serían arrebatadas las casas, los campos, los hijos y los dioses. Incluso la historia de sus antepasados sería borrada de la memoria de los sabios «amautas» para ser sustituida por otra falsa memoria hecha de signos y contra la que nada podrían nunca los humanos.
Comenzó a lloviznar y el resplandor de los incendios desapareció tras una cortina de agua que fue ganando espesor minuto a minuto, hasta que al advertir cómo le empapaba el cabello resbalándole a lo largo del cuerpo para acabar formando un charco bajo sus muslos, comprendió que los cielos le enviaban un mensaje y había llegado el momento de abandonar para siempre una existencia en la que no había sabido ser útil a su «Inca» ni salvar los peligros a su patria.
Arrojó al vacío la bordada túnica que proclamaba su origen y su rango, permaneció totalmente desnudo bajo la lluvia el resto de la noche, y con la primera claridad del alba llamó al eunuco y le ordenó que le rapara completo la cabeza y le trajera el más burdo vestido del más miserable de los siervos.
Luego pidió que todos acudieran a tomar asiento a su alrededor, y tras dirigirles una larga y dulce mirada, señaló:
—Abandoné a mi Señor, mi ciudad y mi casa. Abandoné cuanto fui desde el día en que me trajeron al mundo, y me he convertido por tanto en un sucio fugitivo que tan sólo confía en salvar una vida miserable. Si tal como perdí mi hacienda y mi honor, hubiera perdido también mi fe en los dioses de mis antepasados, pondría fin a mi triste existencia lanzándome a este abismo, pero como aún mantengo la esperanza de salvar un alma que es lo único que me queda, he decidido prescindir de cuanto fui por el resto de mis días…
Se dejó sentir un hondo lamento surgido de lo más profundo de las gargantas de Naika y Shungu Sinchi, y algunos de los criados inclinaron la cabeza bruscamente cerrando los ojos con gesto de resignación porque habían comprendido ya cuáles eran las auténticas intenciones de su amo.
—He renunciado a mi nombre, mi rango y mi estirpe. He renunciado a mis esposas, mis hijos y mis nietos. He renunciado a mi casa, mis tierras y mis siervos. He renunciado a todo cuanto no sea mi esperanza en un futuro mejor en otro mundo, y por lo tanto de ahora en adelante no seré más que un «Runa», y a nada responderé más que a ese tratamiento y a esa triste condición.
Se puso en pie y se alejó colina abajo con paso lento y cansino, seguido por el crispado dolor de todos los presentes, y cuando al fin se hubo perdido de vista entre los árboles, Alonso de Molina advirtió que tanto Naika como Shungu Sinchi y la mayoría de los criados lloraban mansamente.
—¿Qué ha querido decir? —inquirió volviéndose a Calla Huasi que se mordía los labios tratando de dominar sus emociones—. ¿Nos abandona?
—No. No nos abandona, pero ha preferido convertirse en el más miserable y desamparado de los seres porque es la única forma que tiene de lavar en vida sus pecados y evitar la perdición eterna el día de su muerte. Ya tan sólo será para siempre un «Runa», un «Hombre», y por lo tanto ha pasado a situarse más allá del bien y del mal.
N
o debes entristecerte por mí… —le hizo notar Chabcha Pusí tomando asiento sobre un podrido tronco durante el alto que hicieron al mediodía—. No estoy enfermo, ni muerto, y la decisión que he tomado atiende ante todo a lo que debe ser ya mi única preocupación: el más allá. Convertirse en «Runa» significa buscar la paz interior, y dicen que cuando lo consigues descubres que has encontrado al propio tiempo la auténtica felicidad.
—Lo entiendo… —admitió el español—. En mi país hay ermitaños que se retiran a meditar y a ponerse a bien, con Dios en un lugar apartado, pero no por ello renuncian incluso a su nombre.
—Es una antigua costumbre de mi región, y como la decisión es sólo mía no debo implicar a mis parientes. Al convertirme en «Runa» es como si oficialmente estuviese muerto y por lo tanto ya no les cabe ninguna responsabilidad sobre mi comportamiento. Nuestras leyes especifican que los delitos de un miembro de la familia pueden repercutir sobre el resto de ella, y si se me acusa de traidor, mis esposas, mis hijos y mis criados deben ser ejecutados. Pero desde el momento en que elijo ser «Runa» quedan exculpados porque a todos los efectos ya no existo.
—¿Pero qué será de ellos?
—Vivirán mejor sin mí, ya que ha quedado demostrado que no supe protegerles y les arrastré en mi caída.
—No tuviste la culpa. Tan sólo aquellos que aspiran al poder son culpables de una guerra civil…
—Pero soy culpable de no haberles puesto a salvo en Acomayo cuando aún estaba a tiempo. Allí nadie habría ido a buscarles. —Le golpeó afectuosamente la mano que mantenía sobre el tronco—. Al fin y al cabo —añadió— ya nada de eso tiene importancia; pertenece al pasado y la principal virtud de un «Runa» es que jamás tiene pasado… —Agitó la cabeza como si estuviera dirigiéndose a sí mismo—. Tendré que acostumbrarme a eso —murmuró—. Sé que conseguiré dominar mi cuerpo y mis sentidos, pero me consta que me resultará muy difícil dominar mi memoria.
—¿Seguirás con nosotros?
—Siempre que no moleste y os sobre un plato de comida. Tan sólo puedo aspirar a las sobras de los criados, y si no las hay dar gracias a los dioses porque cada día de hambre aquí arriba será un día de menos en las heladas cavernas del centro de la tierra… —Hizo una corta pausa—. Ten en cuenta que al ser derrotado mi Señor Huáscar he dejado de pertenecer a la casa del «Inca» y he perdido el lugar al Sol que tenía asegurado. Desde ayer estoy sujeto a las mismas leyes que el más humilde campesino, y mis pecados me pueden enviar a los infiernos. Antes jamás tuve que preocuparme por ello, pero ahora esa posibilidad me aterroriza.
Al español le hubiera gustado argumentar que aquélla constituía sin duda una forma ridícula de enfrentarse a la vida, la salvación eterna o la muerte, pero comprendió que no era momento para ponerse a discutir y lo que en verdad necesitaba su amigo era un silencio y una paz que le permitieran adaptarse al hecho de que acababa de convertirse en paria y debía desprenderse incluso de sus más profundos sentimientos hacia quienes habían constituido sus seres queridos.
Media docena de sus siervos, al saber que a partir de aquel momento eran libres y ningún vínculo les unía —para bien o para mal— a la casa del «curaca» de Acomayo, decidieron emprender el regreso al Cuzco, aunque la mayoría prefirieron sumarse a la aventura de la huida, atemorizados por cuanto estaba ocurriendo en la ciudad. Eran pobres gentes acostumbradas a que fueran otros los que tomaran las decisiones que afectaban a su futuro, y por lo tanto se sentían profundamente desorientados por el hecho de que unos acontecimientos tan desgarradores como los que se estaban sucediendo vinieran a desestabilizar una forma de vida que tradicionalmente no había sufrido alteraciones apreciables en el transcurso de los siglos.
Entre dos cargaron con el cañón que Alonso de Molina se había negado a abandonar en el Cuzco, y el resto se hizo cargo de las provisiones con aquella inconcebible capacidad de resistencia de que se mostraban capaces cuando, como en aquella ocasión, se trataba de subir y bajar empinadas montañas.
La majestuosa Cordillera Oriental se abría ante ellos constituyendo la última frontera que separaba los altiplanos de las inmensas selvas amazónicas, y en algunos profundos valles de la agreste orografía comenzaba a advertirse la influencia tropical en forma de espesos bosques, tupida vegetación de monte bajo y un calor húmedo y denso que hacía sudar a chorros a los porteadores.