—Nunca me has enseñado cómo salvar a los míos de las iras de Atahualpa —señaló el «curaca»—. Indícame un camino y lo seguiré, pero me consta que no conoces ninguno.
—Lo buscaremos juntos.
—¿Cuándo? —quiso saber Chabcha Pusí—. Desde el momento en que Huáscar pierda la última batalla, las tropas de Calicuchima tardarán dos días en ponerse a las puertas del Cuzco. A la espalda no tendremos entonces más que montañas inaccesibles, y «aucas» hostiles. ¿Qué haremos, di, qué haremos?
La pregunta quedó flotando en el ambiente, y esa noche Alonso de Molina le dio una y mil vueltas en busca de una solución, hasta que al amanecer, cuando tan solo Naika y su inseparable
Punchayana
se encontraban ya en pie, salió al jardín y le pidió que despertara a su esposo.
—¿Para qué?
—Tú llámale.
Regresaron juntos, y cuando el somnoliento «curaca» se encontró frente a él, el andaluz le espetó sin preámbulos:
—Envía un mensaje a Huáscar. Si me da un mes de tiempo, tal vez pueda proporcionarle la victoria. ¿Recuerdas cómo rugió el caramillo la noche que maté, Poma Yaguar…? Pues conseguiré lo mismo centuplicado. Lo único que necesito es azufre, salitre y carbón de madera… —Hizo una corta pausa—. Y tiempo…
—¿Y de dónde piensas sacar el tiempo? Atahualpa atacará en cualquier momento.
—Si Huáscar se retira a esta orilla del Apurímac y corta el puente, dispondremos de todo el tiempo que queramos.
—¿Cortar el Huaca-Chaca? —se asombró—. ¡No sabes lo que dices! Es un puente sagrado y quien se atreviera a cortarlo atraería sobre su cabeza las iras de los dioses.
—¡No empieces con tus malditas supersticiones! —protestó el español—. No es más que un puente.
—Que aísla el Cuzco del resto del Imperio… Los ejércitos de Huáscar aquí encerrados acabarían debilitándose por el hambre, mientras los de Atahualpa se fortalecerían día tras día. ¡No! —repitió—. Atravesar el Apurímac sería como meterse voluntariamente en una ratonera.
—De todas formas envía ese mensaje —insistió el otro—. Si me proporciona tiempo, un mes a lo sumo, le puedo conseguir cañones. Auténticos cañones que de una sola andanada destrozarían para siempre las filas enemigas.
—¿Qué es un cañón?
—Un «Tubo de Truenos» cien veces más potente.
Chabcha Pusí, «curaca» de Acomayo, pareció impresionado por la idea de que pudiese existir semejante tipo de arma, pero al fin negó con la cabeza.
—¡Eso es absurdo! —dijo—. No sé de qué está hecho, pero lo he estudiado y te garantizo que ese metal no existe entre nosotros.
—Lo sé —admitió el andaluz—. Se trata del mejor acero toledano, pero para una sola batalla no necesito cañones de acero; me basta con que resistan dos o tres andanadas.
—¿Y de qué los fabricarías?
—De oro.
—¿De oro? —repitió el inca—. ¿Te has vuelto loco? ¿Pretendes fabricar armas de oro?
—¿Por qué no, si oro es lo que os sobra? Si fabricáis flores, plantas, animales, paredes e incluso techos de oro… ¿por qué no armas?
—Porque es demasiado blando y funde a muy baja temperatura.
—A mí me basta. Para disparar tres o cuatro veces, hacer mucho ruido y escupir metralla aunque sea sin ninguna precisión, me basta y me sobra. Y te garantizo que en cuanto retumben, esos hijos de puta echan a correr.
Chabcha Pusí, que se alisaba una y otra vez, maniáticamente, el borde la túnica, alzó por último la cabeza y observó con fijeza al «hombre-dios» que nunca cesaba de asombrarle.
—¿Serán esos «cañones» lo que traerá tu gente cuando decida regresar?
—Probablemente.
—¿Cuentan con ellos para derrotar a nuestros ejércitos?
—Con ellos y la caballería.
—Entiendo… —susurró el «curaca»—. Enormes bestias capaces de transportar velozmente a un guerrero… —Agitó la cabeza con gesto pesimista—. Avisaré a Huáscar —dijo—. Pero no puedo garantizar que te escuche. Yana Puma le aconsejará que no se fíe de ti.
—Correremos el riesgo. Mientras llega la respuesta, manda a tu gente a por azufre, salitre y carbón de madera.
—¿Para qué?
—Para fabricar «pólvora».
—¿«Pólvora»…? ¿Qué es «pólvora»?
El andaluz sonrió de nuevo al replicar:
—«El espíritu del trueno».
C
habcha Pusí tenía razón y Yana Puma se opuso rotundamente a las pretensiones de Alonso de Molina porque cada día nuevos desertores se pasaban al bando rebelde atraídos por las promesas de saqueo y rapiña, con lo que unas instituciones que se habían mantenido intactas a través de los siglos comenzaban a tambalearse peligrosamente.
—¿Quién asegura que no está de parte de Atahualpa? —inquirió agresivo—. Nos pide tiempo cuando todos sabemos que el tiempo corre en contra nuestra y estoy de acuerdo con Atox en que debemos plantar batalla antes de que el desorden y la anarquía concluyan por apoderarse del país.
—¿Y si es cierto que puede disponer de armas capaces de salvarnos? —insinuó con cierta timidez su desmoralizado sobrino—. ¿No valdría la pena intentarlo?
—¿Salvarnos…? —repitió airadamente el anciano sacerdote—. ¿Quién habla de salvarnos? Es Atahualpa quien tiene que pensar en salvarse. Los dioses están de nuestra parte.
—Últimamente nos han vuelto la espalda. ¿Por qué?
—Porque sus caminos son más oscuros que los de la más cerrada noche. Están intentando ponerte a prueba para que demuestres que eres un auténtico Hijo del Sol, digno de tus antepasados, al que la adversidad no consigue abatir. Esta mañana sacrifiqué a una llama negra, y el mensaje de sus pulmones no admite lugar a dudas: obtendrás una gran victoria y la sangre de tus enemigos teñirá las aguas del Apurímac hasta el punto en que se une con el gran río, allá en Oriente.
Lo único que deseaba en aquellos momentos el atemorizado Huáscar, era poder creer en las profecías de su tío, y poner en manos de dioses y augures el destino de su trono. Tras la cruel batalla de Cocha-Huaylas, en la que sus mejores cuerpos de ejército —honderos, arqueros y lanceros de contrastado valor y efectividad— habían resultado masacrados, su confianza en Atox se había esfumado, y pasaba los días y las noches buscando cómo enfrentarse a la astucia de Rumiñahui y Quisquis con unas mínimas garantías de triunfo.
—Tal vez el «Viracocha»… —se atrevió a apuntar de nuevo.
—El «Viracocha» es la encarnación de Sopay, el maligno, aliado de Atahualpa, y lo mejor que podrías hacer es ordenar su muerte. ¿A quién vas a escuchar: a un demonio extranjero, o a quien te ha cuidado y protegido desde el día en que naciste?
—Si en verdad me hubieras protegido, nunca hubieras consentido que mi padre —tu hermano— le entregara a Atahualpa las provincias del Norte.
—Tu padre, Huayna Capac, fue uno de los más valientes y poderosos «Incas» de nuestra historia, nadie osó discutir jamás sus decisiones, y si cometió un error poca importancia tiene frente a la magnitud de sus aciertos. A él le debes el trono, y tu misión es conservarlo.
—¿Cómo?
—Si me hubieras hecho caso ajusticiando al traidor cuando lo tenías en tus manos, ya todo sería agua pasada. Pero aún estás a tiempo.
—¿Cómo? —insistió el «Inca» tercamente—. Atox tiene miedo, lo sé.
El Zorro
se ha enfrentado por dos veces ese viejo tigre que es Rumiñahui, y por dos veces salió malparado. Ahora no sabe hacer otra cosa que lamerse las heridas y preguntarse, atónito, qué puede hacer para evitar nuevos zarpazos. Medio millón de hombres al mando de un general acobardado, no serán nunca más que medio millón de cobardes.
—Sustitúyelo.
—¿Por quién? ¿Por ti, que eres hombre de dios, o por mí, que apenas sé en qué se diferencia la estrategia de un regimiento de lanceros de la de uno de maceros…? —Paseó de un lado a otro de la estancia como un oso enjaulado, y por último pareció tomar una decisión irrevocable—: Enviaré un mensajero a Quisquis —señaló—. Si se pasa a mi bando lo nombraré general en jefe de todos los ejércitos y gobernador del Norte con rango de miembro de la realeza. ¿A qué más puede aspirar alguien que comenzó de simple peluquero?
Seis días más tarde el «Inca» Huáscar recibió la respuesta a tal pregunta, ya que su mensajero entró en Jauja a hombros de ocho porteadores. Había sido desollado en vida y su piel armada sobre un esqueleto de ramas cuyo estómago formaba una gran caja de resonancia que la convertía en un macabro tambor. Entre las agarrotadas manos sostenía un pífano encajado entre los dientes, y de las enormes orejas le colgaban pequeños platillos que le convertían en un dantesco y espeluznante cadáver de hombre-orquesta de órbitas vacías.
Fue un duro golpe. El golpe que le empujó, quizás, a tomar la decisión de comenzar a moverse abandonando Jauja donde sabía que sus enemigos jamás le atacarían limitándose a permitir que continuara debilitándose por la imparable sangría de hombres que desertaban, para buscar las abruptas laderas del Apurímac desde las que confiaba en plantar cara con unas mínimas garantías de éxito a las ansiosas y sanguinarias huestes de su hermanastro.
El general Atox, aunque desmoralizado, se puso una vez más al frente de sus tropas dispuesto a vender cara su vida y hacer bueno, aunque fuera por última vez, el viejo dicho de que era un astuto zorro del que siempre cabía esperar una nueva e imprevisible añagaza.
Alonso de Molina trabajaba a marchas forzadas.
A la espera de la respuesta del «Inca» había dedicado todo su tiempo y saber en preparar la mezcla que conformaba «El espíritu del trueno», y aunque los elementos de que disponía no eran en absoluto los idóneos, consiguió fabricar una pólvora, que si no muy potente, producía al menos un humo espeso y negro, y un estruendo notable que causaba a todas luces más espanto que daño.
Dos de los mejores orfebres del palacio real le concluyeron en pocos días un cañoncito que no era en realidad mucho mayor que una corta y gruesa culebrina de salvas de honor, y el andaluz lo montó sobre una pesada cureña afianzada con grandes bloques de piedra en un extremo del gran patio, lo cargó de pedazos de oro y pequeños guijarros, y apuntando a una plancha de madera que había colocado contra el muro, prendió la mecha y corrió a esconderse junto a Naika, Shungu Sinchi, Chabcha Pusí y Calla Huasi.
La mecha, un simple cordel untando en pólvora y puesto a secar, comenzó a crepitar lanzando chispas, y por primera vez en mucho tiempo Alonso de Molina se sorprendió a sí mismo suplicándole a Santa Bárbara que no le abandonara.
El oro del cañón lanzó destellos al sol, la mecha cesó de chisporrotear al desaparecer de la vista el extremo encendido, transcurrieron unos segundos que se dirían eternos, y de improviso una espantosa explosión pareció conmover hasta los cimientos del palacio del «curaca» de Acomayo.
Un áspero humo que obligaba a toser se adueño gran patio, las dos muchachas dieron un alarido cayendo, de espaldas para quedar cómicamente espatarradas en el suelo. Calla Huasi escondió la cabeza cubriéndose los oídos con las manos y Chabcha Pusí concluyó por desgarrarse la túnica de tanto intentar alisársela.
Cuando por fin se disipó la humareda y el acre olor se perdió en la distancia barrido por la suave brisa cuzqueña, contemplaron, entre felices y horrorizados, el montón de astillas en que se había convertido la gruesa plancha de madera.
—¡Santo cielo! —exclamó el español—. ¡Menudo zambombazo!
Se aproximó a observar el estado del cañón, casi arrancado de cuajo de su soporte, y comprobó, satisfecho, que no mostraba síntomas de haber sufrido demasiados desperfectos, aunque el desgaste interior evidenciaba que el oro no era un metal en absoluto indicado para fabricar armas.
—¡Funciona! —masculló—. ¡Por los clavos de Cristo, esto funciona…! Aún aguanta por lo menos dos cargas más, y con treinta iguales consigo que esos cabrones se caguen patas abajo. —Se volvió a Chabcha Pusí que se esforzaba por vencer el ligero temblor de sus rodillas—. ¿Qué te parece? —inquirió—. ¿Tenía o no tenía yo razón?
—Obra del diablo… —fue todo lo que acertó a replicar el anonadado inca—. Esto no puede ser otra cosa que obra de Sopay, o de Pachacamac que ha despertado de su sueño para agitar el mundo.
—¡Ni Sopay ni Pachacamac, ni cuernos…! Cosa de chinos. Dicen que fueron ellos los que inventaron la pólvora aunque tan sólo la empleaban para fuegos de artificio. Nosotros la aprovechamos para la guerra, y a fe que se pueden hacer milagros. ¡Envía un mensaje a Huáscar! Asegúrale qué en quince días estaremos listos.
Pero el «chasqui» que corría hacia Jauja se cruzó cerca del puente de Huaca-Chaca con otro que llegaba.
Sus noticias no eran buenas. Más al Norte, a orillas de aquel mismo Apurímac cuyas aguas bajaban oscuras, frías y turbulentas, los ejércitos de Huáscar habían tomado posiciones y al amanecer del día siguiente se enfrentarían por última y definitiva vez a las tropas del traidor Atahualpa. El «Inca» ordenaba, por tanto, que todos los habitantes del Cuzco acudieran a los templos a rogar por la victoria de su dueño y señor, único heredero legítimo del dios Sol.
—¡Estúpido! —exclamó indignado Alonso de Molina—. ¡Mil veces estúpido! Le bastaba con un poco de fe… ¡Tan sólo un poco! Yo hubiera puesto en fuga a sus enemigos sin apenas resistencia, pero ahora se matarán a pedradas y lanzazos hasta que no quede nadie. ¿Por qué? ¿Por que, maldita sea?
—Son hombres… —musitó quedamente Naika, que era quien le había traído la triste nueva— les gusta la guerra. Mi madre me contaba que desde que recordaba, los hombres no habían hecho nunca más que luchar por una u otra razón y un día quemaron su pueblo y se la llevaron a la fuerza. Todo lo que conoció siempre fue violencia, y cuando descubrió que mi padre tan sólo amaba la paz y el silencio de las estrellas, le confió su vida como si al fin hubiera encontrado el paraíso.
—Debió ser una gran mujer.
—Así la hizo mi padre. Se pasaban las noches arrebujados en una manta estudiando el movimiento de los astros, y a menudo, cuando me levantaba, descubría que 7 se habían quedado dormidos, mirando el cielo y abrazados. —Sonrió tristemente—. Me gustaba aquella vida. Nadie fue nunca tan feliz como pude serlo yo en «La Ciudad Secreta».
—¿Por qué te fuiste?
—Allí sólo pueden vivir los sabios, sus esposas y sirvientes y los niños pequeños. Cuando cumplen los doce años tienen que irse porque no se puede permitir que población de la ciudad aumente. No dispone de demasiadas terrazas para cultivo y debe ser autosuficiente, puesto que de lo contrario estaría obligada a abastecerse desde fuera y eso pondría en peligro el secreto de su emplazamiento.