Viracocha (27 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: Viracocha
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—¿Tú lo conoces?

—Exactamente, no. Cuando nos sacaron de allí nos vendaron los ojos y luego nos tuvieron una semana dando vueltas por selvas y montañas para acabar entregándonos a unos soldados que nos trajeron al Cuzco. Ser guía o guardián de la ciudad secreta es un honor reservado a los oficiales que a lo largo de los años han demostrado más valor y lealtad al «Inca».

—Curioso… —admitió el andaluz—. Aunque no deja de ser una magnífica idea eso de mantener oculta la esencia de una cultura dispuesta a renacer sean cuales sean los avatares de la Historia. Cuando los moros invadieron España y pareció que se habían aposentado en ella definitivamente, quedó un reducto en el corazón de los montes asturianos desde donde se inició la Reconquista porque unos cuantos habían conservado allí el espíritu del cristianismo. Imagino que vuestra ciudad secreta debe ser una especie de Covadonga para el caso de que vengan malos tiempos. No cabe duda de que sois un pueblo tremendamente previsor.

—«Ellos» son tremendamente previsores —puntualizó la muchacha con marcada intención—. Recuerda que sólo soy medio inca y me parezco a mi madre. Por mis venas corre más sangre rebelde, que sumisa. Por eso estoy segura de que algún día regresaré a la selva. Cuzco me ahoga.

—Me temo que Cuzco nos ahogará muy pronto a todos como el bueno de Atox no se espabile… —sentenció el andaluz con ironía—. Si mañana se libra la batalla, dentro de nada tenemos aquí al Calicuchi, Cuchiquima o comoquiera que se llame ese bestia, dispuesto a cortarnos el cuello. Y la única solución que se me ocurre para impedir su llegada es quemar ese maldito puente.

—Ningún habitante del Cuzco quemará nunca el Huaca-Chaca —sentenció Naika segura de lo que decía—. El Cuzco es «el ombligo», y el puente el cordón umbilical que le une al mundo del cual se alimenta y al cual da la vida. Morir por el Cuzco no tiene importancia para un inca, porque si el Cuzco muriese, la Tierra y todos sus habitantes morirían también.

—¿Tú crees eso?

—No.

—¡Vaya! Por lo menos somos dos. Esto no es más que una ciudad, y el puente, un puente. —Extendió la mano y con la punta del dedo le rozó apenas el antebrazo como si temiera quebrarla—. Hay algo que siempre he deseado preguntarte —añadió—. ¿Por qué te casaste con Chabcha Pusí?

—Es muy sencillo… —señaló con una leve sonrisa que la hizo aún más bella—. Cuando me trajeron al Cuzco me confiaron a su custodia a la espera de que el «apopoñaca», el que selecciona las niñas que se convertirán en Vírgenes del Templo del Sol, hiciera su elección. La mayoría de las muchachas ansían ser «ñustas», ya que es el primer paso para convertirse en concubina del «Inca» y acabar de esposa de un miembro de la familia real, pero eso no era lo que yo deseaba.

—¿Por qué?

—Porque mi madre me educó de otra manera. Para ella ser concubina del «Inca» no constituía un gran honor, sino la peor de las degradaciones, y por ello el día de la elección me disfracé de tal manera pintándome los dientes de negro, fajándome el pecho y ensuciándome el pelo, que el «apopoñaca» casi se desmaya al verme… —Sonrió divertida—. Lo difícil fue no echarme a reír en sus narices.

—¿Y Chabcha Pusí?

—Era como un padre: bueno, justo y cariñoso. Yo sabía que si no me casaba pronto me designarían un marido «de oficio»; un muchachito estúpido que me cargaría de hijos y a los pocos años, cuando me hubiera deformado, buscaría otra mujer más joven. Un día Chabcha me propuso convertirme en su última y definitiva esposa, y le dije que sí. Mi padre lo comprendió y no se opuso.

—¿Ves a menudo a tu padre?

—Le permitieron asistir a mi boda, pero regresó a la ciudad y ya no creo que vuelva a salir nunca. Está bien allí.

—¿Te apetecería regresar?

—¿A la ciudad…? Mucho, pero tan sólo podría hacerlo, como esposa de un sabio importante, y yo ya no puedo ser esposa más que de Chabcha… —Hizo una corta pausa—. O tuya.

Los templos se abarrotaron muy pronto de gente ya que cuantos aún permanecían en la ciudad acudían a postrarse a los pies de los dioses, a rezar en silencio para que les fuera concedida la suprema gracia de una gran victoria sobre las sanguinarias tropas del bastardo Atahualpa.

Al español le impresionó vivamente aquella majestuosa demostración de fe, puesto que no se alzaba una voz, ni un susurro, ni un lamento, y en la quietud de la fría noche cuzqueña millones de diminutas y parpadeantes luces parecían estar reclamando la atención del cielo para que sus ojos se fijasen en tantos pobres condenados a muerte.

Le impresionaba sobre todo los pétreos rostros de impenetrables ojos: rostros de un pueblo que parecía haber nacido bajo la negra estrella del eterno sufrimiento; pueblo aplastado por el ingente peso de un paisaje grandioso y una historia de opresión e injusticia que llegaba al extremo de tener que pagar en sus carnes los estúpidos errores de aquellos que siempre les habían tiranizado.

Ni tan siquiera los niños lloraban, porque podría decirse que esos niños habían desaparecido tiempo atrás de la faz de la tierra, y el andaluz cayó de pronto en la cuenta de que apenas había visto ninguno desde que llegara a la capital.

No solían jugar en las plazas ni corretear por las calles, y aquella noche no hacían tampoco su aparición por parte alguna, y tan sólo ancianos y mujeres se postraban de hinojos ante los dioses suplicando una protección que ya nadie más podía ofrecerles.

Eran como una callada manada de corderos aguardando la llegada de los lobos, o como los peces que tiemblan sobre la arena incapaces de lanzar ya tan siquiera un postrer coletazo, muertos en vida que conformaban la más aterradora visión de fatalismo colectivo a la que pudiera enfrentarse jamás un ser humano y le recordaron a los «salvajes» capturados durante las expediciones de castigo al interior de Nueva Granada que se acurrucaban en lo más profundo de los cercados observando con ojos dilatados de terror a aquellos inmensos hombres de ropas de metal que sus primitivas mentes convertían en hambrientos ogros dispuestos a devorarles.

Pero los impenetrables rostros de los incas ni tan siquiera demostraban miedo, y si es que lloraban, lloraban hacia dentro, anegando de pena su corazón y sus entrañas, pero sin permitir jamás que, su dolor aumentase el dolor del vecino, porque era aquella una raza que había sido educada desde el albor de los tiempos en la firme creencia de que los sentimientos tan sólo tienen cabida en lo más hondo del alma.

Anonadado, Alonso de Molina tornó asiento en un rincón de la Huaccapayta, aquella abierta plaza que constituía el centro mismo de la ciudad que se consideraba a su vez centro del mundo, y recorrió con la vista, muy despacio las flores y las hojas labradas en oro que lanzaban leves destellos al ser heridas por la danzante llama de las pequeñas luces, y sobre las cabezas de cuantos habían acudido allí a rezar con la esperanza de que el estruendoso clamor de su increíble silencio ascendiera directamente hasta la oculta morada de los dioses.

Hizo su aparición la luna.

Era una luna inmensa; aquella hermosa luna que «Viracocha» extrajo del abismo sin fondo del lago Titicaca, y que según una vieja leyenda durante mil años fue al parecer mucho más luminosa que el mismísimo Sol, hasta que éste, celoso de su brillo, le arrojó a la cara un puñado de ceniza empañando para siempre su incomparable belleza.

Miles de ojos se alzaron hacia ella y parecieron pretender robarle también una parte de ese brillo buscando en su rostro, siempre dulce y amable, un gesto, una sonrisa; una levísima indicación que permitiera abrigar la remota esperanza de que el día que estaba por llegar no sería, como todos auguraban, el más amargo de la historia del Cuzco, sino una nueva jornada de gloria y esplendor para la ciudad de las ciudades.

Pero la luna de los incas se mostró tan impasible como los propios incas, y nadie fue capaz de desvelar sus secretos, ni predecir si a la noche siguiente haría o no su aparición sobre las montañas tinta en sangre.

Poco después Calla Huasi surgió del interior del Quishuaracancha y vino a acuclillarse junto al español permaneciendo un largo rato en silencio. Por último, sin apartar los ojos de una llama que parecía hipnotizarle, musitó:

—Me he encontrado a un antiguo compañero… Ha desertado porque Huáscar ha tomado posiciones en los altos del Apurímac de tal forma, que si Rumiñahui decide atacarle por el flanco le colocará de espaldas al abismo y sin capacidad de maniobra. En ese caso, a los honderos y arqueros les bastará con ir avanzando sus líneas para acabar por lanzarlos al fondo. Será una masacre.

—¿Y Atox?

—Nadie lo sabe. Por lo visto se ha encerrado en su tienda o ha desertado.

Alonso de Molina señaló con un gesto a los cientos de hombres y mujeres que continuaban orando.

—¿Qué será de ellos? —quiso saber.

—Si Quisquis llega antes, algunos se salvarán. Si lo hace Calicuchima la mayor parte serán degollados porque nació en el Norte y odia el Cuzco y cuanto representa. Su ilusión sería arrasar la ciudad y establecer la capital en Quito. Por eso, lo más probable es que, en cuanto acabe la batalla, avance a marchas forzadas para evitar que Quisquis, o el mismo Atahualpa, le refrenen.

—Aun así, nadie se atreve a cortar ese maldito puente —se lamentó el español—. ¡Están locos!

—Yo —replicó el oficial inca con firmeza—. Yo me atrevo.

Le observó sorprendido.

—¿Hablas en serio? —quiso saber.

—Completamente. Lo he estado meditando. Tal vez los dioses me maldigan, o tal vez pase a la Historia como el más canalla de los hombres, pero si cortar ese puente puede impedir que Calicuchima llegue el primero y arrase la ciudad, valdrá la pena. Si te decides, cuenta conmigo.

—Yo estoy decidido. Podemos llevar pólvora y hacerlo saltar en cuanto sepamos que ese cerdo está llegando. Yo no creo en las maldiciones de los dioses ni me importa que vuestra historia me marque para siempre.

Al amanecer se pusieron en camino porque les aguardaba toda una larga jornada de duro viaje hasta alcanzar las márgenes del Apurímac; la misma jornada en la que, a orillas de aquel mismo río, mucho más al Norte, cientos de miles de hombres se estarían matando ferozmente.

—Yo debería estar allí… —comentó Calla Huasi durante un alto que hicieron bajo un pequeño bosque de eucaliptos—. Allí está mi puesto y sin embargo, no alcanzo a sentirme culpable por haber desertado.

—Eso es lo único que importa —replicó el español serenamente—. Cómo te sientas contigo mismo. Cuando nos convertimos en soldados nos inculcan unas ideas que se nos antojan inamovibles, pero en algunos casos, como en el mío, y ahora el tuyo, llega un momento en que te obligan a plantearte hasta dónde debes consentir que continúen anulándote. Un día te das cuenta de que el sufrimiento ajeno te importa más que la gloria propia y a partir de ese instante todo cambia.

—¿Y si tan sólo fuese miedo?

—¿Miedo tú …? —se sorprendió el andaluz—. No lo creo. En todo caso no sería miedo a morir, sino a hacerlo en circunstancias diferentes a las que imaginabas. Una cosa es caer luchando contra los enemigos de tu patria, y otra muy distinta que te maten tus propios hermanos.

—¿Habías matado a algún español antes de Bocanegra?

Alonso de Molina se tomó un tiempo para responder. Hizo un largo viaje hacia atrás en la memoria y evocó una época de su vida de la que jamás había hablado con nadie y que siempre quiso olvidar. Por último, asintió:

—Sí —admitió—. A dos.

—¿Por qué?

—Se lo merecían.

—¿Por qué? —insistió el inca.

—Eran un par de asesinos… —Hizo una corta pausa, contempló las lejanas montañas como intentando buscar en ellas la fuerza que necesitaba para continuar su relato, y al reiniciarlo su voz no mostraba apenas inflexiones—: Cuando nos enviaron a conquistar el Nuevo Mundo algunos estábamos convencidos de que lo hacíamos para mayor gloria de Dios, y que nuestra principal misión era evangelizar a unas pobres gentes que vivían en las tinieblas del pecado y la ignorancia. Se suponía que al atraerlas a la obediencia del Emperador contribuíamos a salvar sus cuerpos y sus almas pero una gran mayoría de los que llegaron tan sólo buscaban su propio provecho y un lejano lugar en el que dar rienda suelta a sus más sucios instintos.

—Ocurre en todas las guerras.

—Aquello no era una guerra. Nadie nos atacaba. Oficialmente veníamos a «civilizar», pero aquel par de canallas, al querer apoderarse de unas tierras que ya tenían dueño, encerraron a cincuenta indios en una enorme choza, les prendieron fuego y reclamaron luego la propiedad alegando que la tribu se había rebelado huyendo a las montañas.

—¿Y tú los mataste?

Alonso de Molina señaló con un ademán de la cabeza el arcabuz recostado contra un árbol.

—Con un «Tubo de Truenos» parecido a ése. El otro observó impresionado el arma, como sí estuviera dotada de vida, y por último, con un esfuerzo, inquirió:

—¿Realmente es mágico…?

—No. En absoluto. Nada tiene de mágico. —Tomó el arcabuz y se lo mostró de cerca—. No es más que un pedazo de metal relleno con pólvora. Al apretar el disparador esta rueda gira provocando un haz de chispas que prenden en la pólvora que está en la cazoleta, y de ahí pasa a la del cañón que revienta lanzando lejos un pedazo de plomo que he introducido por la boca.

—Sigue pareciéndome mágico.

—Es diabólico, pero no mágico. Normalmente se emplea una mecha para encender la pólvora, lo que resulta a menudo complicado y engorroso, pero cuando decidí quedarme en Túmbez, Pizarro me regaló este modelo que acababan de enviarle desde España. Quien lo inventó tenía realmente una mente retorcida pero no es un mago.

—¿No eres entonces un dios?

—Tú sabes bien que no. No soy más que un pobre soldado que un día se cansó de matar y cometió el estúpido error de ponerse a pensar en nuevos horizontes.

—¿Me enseñarás a manejar el «Tubo de Truenos»?

—¿Por qué no? Hay tanto hijo de puta que sabe cómo hacerlo, que justo me parece que un hombre honrado aprenda a defenderse. Cuando todo esto acabe te enseñaré cómo hacerlo y haré que te fabriquen uno.

—¿Un «Tubo de Truenos» para mí? —se asombró el inca—. ¿Cómo lo harás?

Alonso de Molina se echó a reír.

—¡De oro! —replicó—. Tendrás un «Tubo de Truenos» de oro puro.

A
l anochecer avistaron el Huaca-Chaca. No tenía vigilancia ya que todos los hombres útiles se encontraban en el Norte, empeñados en la gran batalla, y nadie lo cruzaba porque se diría que la vida del país se había detenido de momento, e incluso las incesantes caravanas de llamas que traían la sal de la costa aguardaban en algún lugar ignoto a la espera de averiguar el destino final de su preciada carga.

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