Viracocha

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: Viracocha
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Alonso de Molina, natural de Úbeda, uno de los ‘trece de la fama’ que acompañaron a Pizarro en la trágica aventura de la isla de Gallo, fue un hombre extraordinariamente culto para su tiempo, y de una notable habilidad para aprender idiomas. Cuando Pizarro tocó por primera vez las costas peruanas, la innata curiosidad de Alonso Molina le impulsó a quedarse para siempre en un país que le resultaba fascinante. Viracocha —el nombre con que los incas conocían al ‘Dios barbudo y blanco creador del Universo que algún día habría de regresar por el mar’, y con el que confundieron a Molina —es una de las mejores novelas de aventuras de Alberto Vázquez-Figueroa.

Alberto Vázquez-Figueroa

Viracocha

ePUB v1.1

Himali
18.03.11

Título original:
Viracocha

Alberto Vázquez-Figueroa, 1980

Diseño portada: Emil Tróger

Ilustración: Osear Astromujoff

Páginas: 290

Editor original: deor67 (v1.0)

Segundo editor: Himali (v1.1)

Corrección de erratas: Himali

ePub base v2.0

A Carlos Ares, de profesión gallego

Prólogo de autor
para la presente edición

A
menudo me suelen preguntar las razones por las que decido escribir un determinado libro, y si acostumbro a hacerlo pensando en el gusto de los lectores, en el posible éxito de ventas que el tema ofrezca a priori, o guiado tan sólo por un simple capricho.

La respuesta es siempre la misma: se trata de un capricho aunque matizando, desde luego, que en mi caso debería considerarse casi como una necesidad fisiológica.

Cuando comencé a escribir —hace ahora treinta y dos años— jamás abrigué la menor esperanza de que éste fuera un oficio con el que se consiguiera ni tan siquiera malvivir, y por lo tanto siempre me lo planteé como un solitario placer del que no debería esperar más que la satisfacción que me proporcionase en sí mismo.

Recuerdo que un viejo editor de aquellos tiempos, al comentarle un día cuál era mi actitud al respecto, me contestó: «Haces bien al tomártelo como un simple pasatiempo porque las probabilidades de que en este país alguien viva de la pluma son, como mínimo, de una entre diez millones…»

Al preguntarle cómo había llegado a tan pesimista conclusión, señaló convencido:

—Muy fácil…: cuando alguien quiere ser médico, le hacen la competencia los médicos, «titulados» y «vivos», de la ciudad en que vive… Y en casos muy extremos algún especialista extranjero. Lo mismo les ocurre a los arquitectos, ingenieros, banqueros e incluso a los políticos. Sin embargo, a ti te harían la competencia todos los escritores muertos, porque yo, entre editar a Tolstoi, que siempre vende, o a ti, que nadie te conoce, prefiero a Tolstoi. Luego, te harían la competencia todos los autores vivos, cualquiera que sea su nacionalidad, porque en el mundo del libro no existen aranceles de protección y entre un novelista famoso y tú me inclino por traducir al que ya viene precedido del éxito; y por último, te harían también la competencia todos los aficionados del mundo que están dispuestos a publicar gratis y aun pagándoselo de su propio bolsillo.

Fue, desde luego, un buen consejo, lo seguí al pie de la letra, y continué escribiendo por mero placer hasta que de pronto, veintiún años más tarde, y ya con catorce libros editados a trancas y barrancas, el público decidió ayudarme a vivir de aquello que más me gustaba.

Entendí bien pronto que eran los lectores los que se habían pasado a mi bando y que, por lo tanto, las reglas del juego establecían que debería continuar escribiendo a mi gusto, y ellos lo aceptarían o no según les apeteciera. Cambiar de estilo, buscando agradar a toda costa, hubiera significado traicionar su confianza y traicionarme a mí mismo.

Admito que alguna vez caí en la tentación de hacerlo pero el resultado fue que siempre salí a disgusto y malparado y, por lo tanto, desde hace ya mucho tiempo tan sólo escribo aquello que me gusta, como en el caso de este Viracocha, una historia que me interesaba a tal punto, que hace ya más de veinte años llegué a dar a luz una muy mediocre obra de teatro basada en la azarosa vida del capitán Alonso de Molina.

No sólo me atraía el personaje, un aventurero un poco loco, revolucionario e intelectual, sino también el lugar en que se desarrollaron los hechos —en los fastuosos paisajes de los Andes peruanos y sus ciudades de piedra— y la curiosa época histórica en que tuvieron lugar, durante los años que precedieron a la Conquista, con el brutal choque que debió significar el encuentro entre dos civilizaciones tan dispares.

Aunque la idea me rondaba la cabeza desde hacía ya dos décadas, quizá nunca me consideré lo suficientemente preparado como para arriesgarme con una novela de connotaciones históricas y geográficas que presentaba infinitas dificultades, hasta que al fin —el día en que cumplí cincuenta años— llegué a la conclusión de que si con medio siglo a la espalda no me decidía a abordarla, ya no me atrevería a hacerlo nunca.

El resultado, después de muchos estudios y muchos viajes al Perú, es este libro que ahora tienen en sus manos los lectores de Círculo, pero cuyo posible éxito de crítica y público importan ya muy poco, porque lo cierto es que llevarlo a cabo me produjo en sí mismo un gran placer, y como aseguraba aquel viejo y querido editor, eso es lo único que en realidad importa.

Escribir, como amar, son círculos perfectos que no precisan de elementos externos…

¡…pero ojalá les guste…!

Alberto Vázquez-Figueroa

P
or allí se va a Panamá, para vivir para siempre en la miseria y la deshonra… Por aquí, a lo desconocido y sufrir penalidades o a conquistar nuevas tierras y conseguir la gloria y la riqueza. Que cada cual escoja, como buen castellano, lo que mejor le plazca…

Le vino a la mente una vez más la tragicómica imagen del anciano esquelético y mugriento cuyo enfebrecido rostro, oculto tras una enmarañada barba grisácea, reflejaba la desesperación a que le habían conducido años de hambre, enfermedades y miserias, pero cuyos penetrantes ojos demostraban, más que un millón de palabras, que pese a la infinidad de contratiempos, traiciones y malquerencias que había tenido que soportar desde niño, continuaba siendo —ya casi en el ocaso de su vida— el más osado y testarudo de los capitanes extremeños.

Acababa de trazar una raya en la arena con la roma punta de su maltrecha espada y, al observar cómo le bailaba la herrumbrosa armadura en torno al descarnado pecho que semejaba un desvencijado cesto de mimbres ya resecos, experimentó una dulce piedad hacia lo poco que quedaba de su pasada hidalguía, y sacudió la cabeza alejando el triste pensamiento de que había llegado la hora de que alguien encerrara por loco a aquel viejo y cansado luchador.

Pero allí estaba, solo al otro lado de la profunda raya, desafiándoles una vez más con sus ojos de fuego, firme como una roca sobre sus flacas patas de cigüeña, con la espalda levemente cargada por el peso de la edad y el sufrimiento, y tres blancos mechones de ralos cabellos asomando impertinentes por los bordes de un abollado yelmo que más parecía cacerola de cocina miserable que casco protector.

Hasta allí habían llegado; aquél era sin duda el fin de la más estúpida aventura de la última centuria y, sin embargo, una piltrafa humana con más hambre que aliento aún insistía ciegamente en que en el desconocido Sur aguardaba la gloria y la riqueza, mientras que el regreso al hogar tan sólo acarrearía la vuelta a las desgracias.

Un murmullo de hastío y descontento se extendió como una ola sobre los cansados hombres que observaban la escena.

Alonso de Molina miró a su capitán que le miró a su vez como si pretendiera hipnotizarle, y tuvo que apartar el rostro a sabiendas de que sería capaz de convencerle sin pronunciar ni una nueva palabra.

Luego el anciano se volvió a Bartolomé Ruiz como si se tratara en verdad de su última esperanza, y tras unos instantes de duda, el arriesgado piloto andaluz dio tres largas zancadas y atravesó la ridícula raya.

Le siguieron varios hombres cuyo nombre había olvidado, y al fin el propio Alonso de Molina, sin que ni siquiera él mismo llegara a saber jamás qué le impulsó a dar semejante paso y si lo hizo en quinto o sexto lugar, porque había pasado más de un año, los detalles carecían de importancia y nadie debía acordarse ya de lo que ocurrió en la desolada isla del Gallo y cuántos fueron los ilusos que una vez más confiaron en las locas fantasías del viejo Pizarro.

Todos habían regresado ya definitivamente al Norte; a la miseria y a la paz de sus hogares de Panamá, Santo Domingo, España o Nicaragua, y él era probablemente el único en cuyos oídos continuaban resonando las palabras del maltrecho capitán, que sin más ayuda que una docena de lunáticos hambrientos aún soñó con intentar la conquista de un gigantesco imperio.

Si hubiera imaginado aquella triste mañana, todo cuanto ahora comenzaba a intuir sobre el tamaño y poderío del imperio que Pizarro se empecinaba en invadir con sus menguadas huestes, la patética escena se le hubiera antojado aún más ridícula y en lugar de sentir piedad y admiración por el postrer gesto de audacia de su indomable líder, hubiera acabado por reírse en sus largas narices, escupiéndole a la cara por su idiota arrogancia.

—«Cortés lo hizo».

Mil veces había escuchado aquel vano argumento y otras mil lo esgrimió tratando de convencerse o convencer a los incrédulos, pero ya lo encontraba gastado por socorrido y necio, y tanto más inconsistente se le antojaba cuanto más se adentraba en aquel mítico reino del que nadie supo contar jamás más que sandeces.

Eran otros los tiempos y otras las gentes que acompañaron a Cortés en su aventura por tierras mexicanas, y sobre todo debió ser otro bien distinto el pueblo al que tuvo que enfrentarse, pues no cabía en mente humana que con tan escasa tropa hubiera conseguido inquietar en lo más mínimo a una organización como la incaica.

Recorrió con la vista los gruesos muros de la amplia estancia en que había pasado la noche, admiró una vez más la exquisita técnica con que estaba labrada cada piedra para que encajara con matemática precisión en las vecinas, y se autoconvenció de que ni los más afamados canteros italianos habrían conseguido un trabajo semejante.

Recordó luego la magnificencia de la ciudad de Túmbez; la colosal obra de ingeniería de los regadíos de los valles costeros, o la delicada belleza de su cerámica, sus tejidos y sus joyas, y llegó nuevamente a la conclusión de que ni Cortés, ni Alvarado, ni Balboa, ni ningún otro de los grandes capitanes de su tiempo, hubiera osado intentar siquiera la conquista de un imperio semejante.

Y, sin embargo, estaba convencido de que el testarudo Francisco Pizarro volvería.

A estrellarse contra su negro destino una vez más sin duda alguna, pero tan decidido como siempre a alcanzar la gran victoria que los cielos le negaban a porfía, porque podría creerse que por sus venas no corría la roja sangre del cristiano bien nacido, sino el negro veneno de quien no está dispuesto a irse a la tumba sin haber dejado su nombre marcado a sangre y fuego en la memoria de los hombres.

A su edad, los ancianos allá en Úbeda no aspiraban más que a un rayo de sol en las mañanas, un vaso de buen vino a media tarde y un banco en la puerta de las casas desde el que ver pasar las mozas y los últimos flecos de la vida, pero aquel indestructible extremeño sarmentoso aún aspiraba a vencer en mil batallas, levantar cien ciudades y ganar para su rey un millón de súbditos sumisos.

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