Viracocha (42 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: Viracocha
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El Sumo Sacerdote Tici Puma le observó con profundo detenimiento, y tras intercambiar una mirada de inteligencia con el Gobernador, inquirió:

—¿Si aceptáramos jurarías no volver jamás?

—¡Desde luego!

—¿Y no mencionar a nadie la existencia de «El Viejo Nido del Cóndor»?

—Lo juraría por mi honor.

Los nueve miembros del Gran Consejo cuchichearon en voz baja, y por último, Tito Amauri tomó de nuevo la palabra en su condición de portavoz oficial:

—¿Cuántos cañones nos proporcionarías?

—Unos cincuenta.

—¿Y pólvora?

—Cien sacos.

—¿Qué necesitarías…?

—Oro para los cañones, y salitre, azufre y carbón de madera para la pólvora.

—¿Nos enseñarás cómo manejar esos cañones?

—Naturalmente.

—¿Cuánto tiempo tardarás?

—Eso depende de vosotros… —replicó el andaluz alzando la voz porque el ruido de la lluvia aumentaba por momentos—. Pero supongo que en un par de semanas todo puede estar listo.

—Quisiera creer que no tratas de engañarnos… —señaló Urco Capac—. Me dolería que lo hicieras.

—¿Engañaros…? —se sorprendió el español—. ¿Cómo diablos podría engañaros a partir del momento en que os entregue los cañones y la pólvora?

—Eso es lo que me gustaría saber.

—¡Escucha…! —replicó Alonso de Molina esforzándose por no perder la calma—. Tú una vez me engañaste haciéndome venir para acabar encerrándome entre cuatro paredes, pero prefiero olvidarlo. Lo que sí te digo… —Señaló a los presentes con un amplio ademán del brazo—. ¡Lo que os digo a todos!, es que ya no me importa lo que hagáis… Podéis machacar a los españoles o permitir que os pongan el pie en el cuello para siempre. Procuraré no llegar a saberlo nunca porque pienso perderme en lo más profundo en la selva… A mis ojos ya todos seréis iguales y habré terminado con unos y con otros. —Guardó silencio unos segundos, y por último, desafiante, concluyó—: De ahora en adelante ya para mí no existirán ni incas, ni españoles. De ahora en adelante, ya para mí sólo contará Alonso de Molina y su familia. Al resto os considero a todos muertos.

L
lovía.

Seguía lloviendo.

Había llovido durante horas.

Durante días y semanas. Durante meses.

El mundo parecía haberse convertido en una cortina de agua que dificultaba la visión de la inmensa, inacabable, infinita llanura verde que se extendía a los pies de la alta montaña; la escarpada montaña; la última y escurridiza montaña del inconcebible laberinto de barrancos y montañas de la altiva e inaccesible Cordillera Oriental.

Allí, a sus pies, tres metros más abajo, nacía al fin la oscura, densa, húmeda, tenebrosa e impenetrable selva de los salvajes «aucas», que se extendía a través de casi seis mil kilómetros de imperceptible declive hasta las perdidas orillas del océano Atlántico; aquel mismo océano que bañaba también las costas españolas.

Llovía.

El suelo era puro fango resbaladizo sobre el que a menudo costaba trabajo mantener el equilibrio, se encontraban empapados hasta los mismos huesos, y únicamente Puñuisiqui y Huacaisiqui se mantenían calientes y secos dentro de los amplios sacos de piel de alpaca que sus madres cargaban a la espalda.

Se detuvieron tras la pesada caminata, y contemplaron, ensimismados, la alfombra esmeralda sobre la que blancos manchones de niebla y nubes desgarradas dejaban su huella aquí y allá, apareciendo y desapareciendo como si un invisible duende se entretuviera en pintarlos o borrarlos a su capricho sobre el mayor de los lienzos imaginables.

Llovía.

Tomaron asiento sobre una roca, indiferentes a un agua que parecía formar ahora parte de sus vidas, y permanecieron en silencio observando con un cierto temor el mar de altísimos árboles que muy pronto los engulliría definitivamente, y en el que iniciarían una nueva vida que nada tendría en común con todo cuanto habían conocido hasta el presente.

—Ahí está… —exclamó al fin Alonso de Molina, indicando con un ademán de la barbilla hacia delante—. Toda una jungla para nosotros.

—¿Qué nos espera?

Se volvió a Shungu Sinchi que era quien había hecho la difícil pregunta:

—Sólo Dios lo sabe… Aunque visto desde aquí arriba, tengo la impresión de que ni él mismo puede distinguir lo que ocurre allá abajo.

—¿Existirá lo que buscamos? —quiso saber Naika—. No pido mucho: un lugar en el que podamos estar juntos… Y secos.

—Si existe, lo encontraremos —replicó el español—. ¿Tienes miedo?

—Lo tengo.

—¿Y tú?

Shungu Sinchi asintió con la cabeza, y se volvió a Calla Huasi que permanecía absorto con la mirada perdida en el vacío:

—¿Qué piensas? —quiso saber.

—En que me siento como si me estuvieran arrancando otra vez del vientre de mi madre —replicó el inca en voz muy baja—. Jamás imaginé que algún día podría vivir lejos de las montañas. Es como si me obligaran a nacer de nuevo.

—Aún estás a tiempo de volver —señaló el español.

—No —fue la firme respuesta—. Al igual que tú, prefiero ignorar qué va a ocurrir en Cuzco y quién aniquilará a quién. Quiero vivir manteniendo la esperanza de que mi mundo continúa siendo el mismo, nada ha cambiado, y el Imperio sobrevivirá mil años.

—Yo también lo espero —admitió el andaluz—. Algo, en tantos aspectos tan hermoso, no merece desaparecer.

—Pero no estás seguro de que lo consiga, ¿no es cierto?

—No. Desde luego. No estoy seguro.

—¿A pesar de lo que hiciste?

—No hice nada… —replicó Alonso de Molina seguro de lo que decía—. Absolutamente nada.

—Desequilibraste la balanza.

—¿Quién soy yo para intentar desequilibrar la balanza de la Historia? —fue la suave respuesta—. La mitad de mi ser se sentía español; la otra mitad, inca… ¿Qué podía hacer más que lavarme las manos y mantenerme al margen de sus luchas?

—Pero no te mantuviste al margen.

—Sí me mantuve porque tenía la obligación de jugar limpio con unos y con otros. Manco Capac cuenta con casi un millón de hombres; Pizarro con sus cañones y arcabuces… Tan injusto hubiera sido proporcionarle hombres a Pizarro, como cañones a Manco Capac.

—¡Pero yo vi cómo se los proporcionabas…! —protestó Calla Huasi—. ¡Cincuenta cañones de oro y cien sacos de pólvora…! Y vi cómo aprendían a manejarlos.

—¿Estás seguro?

—Completamente. Los vi disparar. Todos funcionaban. Y luego vi cómo se los llevaban al Cuzco. Es un viaje muy largo, pero ya deben estar a punto de llegar.

—Es posible —admitió el español con una extraña tranquilidad—. Es posible que funcionaran y se los llevasen al Cuzco, pero de la misma forma que a veces conviene creer en lo que no se ve, otras veces conviene no creer en lo que se ve. ¡Así es la vida!

—No consigo entenderte.

—Algún día lo entenderás, pero hay algo de lo que puedes estar completamente seguro: pese a que esos cañones y esos sacos de pólvora lleguen a su destino, a la hora de la verdad, cada cual luchará con sus propias armas, y ganará o perderá según sus propios méritos aunque eso ni tú ni yo llegaremos nunca a saberlo.

—¿Por qué?

—Porque estaremos lejos… ¡Muy, muy lejos…!

Se puso de nuevo en pie, alzó el rostro al cielo para permitir que la lluvia le empapara una vez más, y recogiendo el arcabuz y la impermeable bolsa de piel de alpaca que constituía el único medio de conservar perfectamente seca y útil la pólvora en aquel mundo que parecía hecho de agua, se dispuso a iniciar el peligroso y resbaladizo descenso hacia la infinita selva amazónica y su nuevo futuro.

—¡En marcha! —dijo—. ¡Los «aucas» esperan!

Madrid-Lanzarote, 1987

Alberto Vázquez-Figueroa
. Natural de Santa Cruz de Tenerife, nací en 11 de Octubre de 1936. Antes de cumplir un año, mi familia y yo fuimos deportados por motivos políticos a África, donde permanecí entre Marruecos y el Sahara hasta cumplir los dieciséis años. A los veinte, me convertí en profesor de submarinismo a bordo del buque-escuela Cruz del Sur.

Cursé estudios de periodismo y en 1962 comencé a trabajar como enviado especial de Destino, La Vanguardia y, posteriormente, de Televisión Española. Durante quince años visité casi un centenar de países y fui testigo de numerosos acontecimientos clave de nuestro tiempo, entre ellos, las guerras y revoluciones de Guinea, Chad, Congo, República Dominicana, Bolivia, Guatemala, etc. Las secuelas de un grave accidente de inmersión me obligaron a abandonar mis actividades como enviado especial.

Tras dedicarme una temporada a la dirección cinematográfica, me centré por entero en la creación literaria. He publicado más de cuarenta libros, entre los que cabe mencionar: Tuareg, Ébano, Manaos, Océano, Yáiza, Maradentro, El perro, Viracocha, La iguana, Nuevos Dioses, Bora Bora, la serie Cienfuegos, La ordalía del veneno, El agua prometida, la obra de teatro La Taberna de los Cuatro Vientos y la última Por Mil Millones De Dólares que está disponible gratuitamente desde ésta web. Nueve de mis novelas han sido adaptadas al cine.

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