Viracocha (36 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: Viracocha
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Mayta Roca y Tici Puma se sumaron a su punto de vista, mientras el historiador Airy Huaco se opuso frontalmente y el resto de los miembros del Consejo optó por mantenerse al margen de una cuestión sobre la que apenas tenía opinión propia. Topa Yupanqui lo único que deseaba era volver cuanto antes al estudio del hongo grisáceo mientras el Químico y el Médico demostraron una vez más el sentido de la prudencia que les había hecho famosos guardando un absoluto mutismo.

—Yo, antes de dar mi voto, necesito saber qué es lo que se piensa hacer exactamente —musitó apenas Tupac Queché observándose las yemas de los dedos de las habilísimas manos que le habían valido ser considerado el mejor orfebre de la dilatada historia del Imperio—. Si el «Viejo Nido del Cóndor» decide abandonar su neutralidad, debe ser con total garantía de éxito o de lo contrario es preferible permanecer en silencio. Un fracaso dañaría la imagen de la ciudad de forma irremediable.

—Estamos aquí para eso… —señaló el Gobernador—. Mayta Roca dirigió las obras de reacondicionamiento de Sacsaywarnan diseñando la mayoría de sus pasadizos secretos, y se supone que en este Torreón se encuentran reunidas las más preclaras mentes del Imperio. Si entre todos no somos capaces de trazar un plan inteligente abandonaremos la idea.

—He dedicado mi vida a conseguir que las semillas germinen o las cosechas sean más abundantes… —puntualizó Topa Yupariqui—. No veo en qué puede ayudar eso a liberar a un hombre, aunque sea el «Inca», pero lo intentaré… ¿Qué tengo que hacer?

—Pensar.

—De acuerdo. Pensaré… ¿Quién está ahora al mando de Sacsaywaman?

—Calicuchima.

No cabía duda de que el nombre impresionaba a los presentes y por unos momentos Urco Capac temió que más de uno se pusiera en pie dando por concluida allí mismo la discusión, pero milagrosamente incluso Airy Huaco se mantuvo en su puesto pese a que el miedo planeaba, como un inmenso cóndor, sobre sus cabezas.

—¡Calicuchima…! —repitió con su agudo tono de voz Tupac Queché—. Atahualpa no pudo elegir un guardián más sanguinario.

—Sin embargo, eso nos favorece… —señaló Topa Yupanqui—. Facilita las cosas.

—¿Qué quieres decir?

—Que consciente del temor que despierta, jamás se le ocurrirá que nadie sueñe con libertar a Huáscar de la fortaleza más segura que existe. Eso en sí, ya se me antoja una notable ventaja.

—La única ventaja que advierto… —cortó con brusquedad Mayta Roca— es el hecho de que conozcamos al dedillo cada pasadizo de Sacsaywaman, pero resulta evidente que, aunque encontráramos la forma de llegar hasta Nuestro Señor, ninguno de nosotros sería capaz de sacarlo de allí. Ni un solo hombre de guerra ha puesto nunca el pie en esta ciudad… ¿Quién sabría cómo asaltar un torreón o matar silenciosamente a un centinela? Yo no, desde luego.

—Los guardianes del camino… —aventuró Urco Capac— han sido especialmente seleccionados entre los mejores soldados de la nación y son fieles a Huáscar.

—Ningún guardián aceptará abandonar su puesto aun para intentar salvar al «Inca» —atajó el Gobernador de forma inapelable—. Su juramento lo prohíbe bajo pena de muerte, y yo mismo no dudaría en ejecutar al que actuara de otro modo. El «Viejo Nido del Cóndor» tiene prioridad porque Huáscar es mortal, y la ciudad, no. Hay que pensar en alguien más.

—No lo hay.

Todos se volvieron a Airy Huaco, que continuaba siendo el que con más firmeza se oponía a la idea de iniciar una acción que se apartara un ápice del espíritu que animaba al gran «Inca» Pachacutec en el momento de concebir «La Ciudad Secreta». El historiador, que podía repetir palabra por palabra todas y cada una de las ordenanzas de los doce reyes, conocía, mejor que nadie, hasta qué punto su fundador —arriesgado conquistador y feroz guerrero— había deseado sin embargo que en el «Viejo Nido del Cóndor» tan sólo se hablara de paz y progreso. El Gran Consejo había sido creado como testigo y reserva espiritual de una nación, no como árbitro o parte, y por lo tanto, tradicional y fundamentalista inamovible como siempre había sido, consideraba poco menos que una herejía incalificable el hecho de que allí, en el mismísimo «Torreón de los Amautas» alguien osara hablar abiertamente de violencia y muerte.

—No lo hay… —insistió—. Porque si hubiera alguien capaz de empuñar las armas, sería indigno de pisar el sagrado suelo de la ciudad. ¡Si Pachacutec viviera…!

—… No tendríamos este problema —le interrumpió agriamente Tito Amauri—. Sabemos que votas en contra y se tiene en cuenta tu voto, pero, por favor, de momento mantente al margen. ¿Alguna idea?

—Tal vez en el mismo Cuzco… —aventuró Tici Puma.

—En el Cuzco no queda nadie fiel a Huáscar —sentenció el Gobernador—. Todos han sido ejecutados y se ha convertido en un nido de espías de Calicuchima. Tiene que ser alguien de aquí.

—Pues en eso Airy Huaco tiene razón —admitió el botánico—. No creo que encontremos en toda la ciudad a una sola persona que sepa manejar un arma. —Dejó caer las palabras—. O que desee hacerlo.

El largo silencio que siguió mostró bien a las claras que habían llegado a un callejón sin salida, y ninguno de los presentes pareció tener solución válida al problema, hasta que Urco Capac señaló no sin un cierto reparo:

—El otro día vino a visitarme un «Runa»… Supongo que todos lo habéis visto porque se ha retirado a vivir en la antigua cabaña de los pastores. —Aguardó unos instantes a que los demás asintieran y continuó en el mismo tono de escaso convencimiento—. Antes de convertirse en «Runa» estuvo casado con mi hija, Quindi Quillu, a la que la mayoría recordaréis. Me contó que Quindi Quillu está casada ahora con un «Viracocha», del que espera un hijo… —Hizo una nueva y larga pausa—. Al parecer ese «Viracocha» es un valiente soldado que renunció a su pueblo y adoptó nuestras costumbres. Tal vez quiera ayudarnos.

—¿Un «Viracocha»? —se escandalizó Airy Hurco—. ¿Un extranjero? Lo más probable es que se trate de un espía enviado para intentar averiguar dónde se encuentra la ciudad… ¿Cómo puedes plantearlo siquiera?

—Porque no tenemos otra salida… —intervino el Gobernador hoscamente—. Sé de quién hablas… —admitió dirigiéndose ahora al astrónomo. Ese «Viracocha» se ha instalado con dos mujeres y un ex oficial de lanceros en uno de los «tambos» del camino, a tres días de aquí. Al parecer no tiene adónde ir y las mujeres están embarazadas. Nuestros guardianes lo vigilan día y noche aunque, aparentemente no abriga intención de aproximarse.

—Tendrían que haberlos matado. Ésa es la ley. Tito Amauri lanzó una torva mirada de fastidio al incordiante historiador.

—Conozco las leyes tan bien como tú —dijo—. Y olvidas que en todo cuanto se refiere a la seguridad de la ciudad soy el único responsable. Para llegar aquí tendrían que superar al menos siete controles, y opino que es preferible dejarlos en paz que enfrentarnos a su temible «Tubo de Truenos».

—No es más que un hombre.

—Que acabó con Chili Rimac y parte de su escolta haciendo retumbar un arma infernal…

—¿Mató a Chili Rimac? —se interesó de inmediato Sumo Sacerdote—. Ese traidor hijo de puta fue el instigador de la matanza del Cuzco. Quienquiera que acabado con él merece todo mi respeto, mi amistad y bendiciones.

—Pero continúa siendo un extranjero…

—Chili Rimac, Calicuchima o el propio Atahualpa son peores que cualquier extranjero, porque fueron capaces de traicionar a su pueblo, provocar una guerra civil y asesinar a sus hermanos… —Tici Puma hizo una significativa pausa y añadió con marcadísima y retorcida intención—: Y al fin y al cabo, debemos tener en cuenta que si un extranjero fracasa a la hora de intentar salvar a Huáscar, nuestro prestigio nunca sería puesto en entredicho, porque sabido es que ningún extranjero ha puesto el pie jamás en el «Viejo Nido del Cóndor».

P
or allí se va a Panamá, para vivir siempre en la miseria y la deshonra… Por aquí, a lo desconocido y sufrir penalidades o a conquistar nuevas tierras y conseguir la gloria y la riqueza…

Alonso de Molina se preguntó una vez más qué clase de gloria y riquezas había obtenido después de pasar un sinfín de penalidades atravesando de Norte a Sur y Este a Oeste el mayor de los Imperios del Nuevo Mundo, porque lo cierto era que estaba sentado a la puerta de un, viejo «tambo», contemplando el mar de nubes y los altos picachos que parecían atravesarlo como dedos ansiosos, con la grave responsabilidad de dos mujeres escasamente alimentadas que esperaban sendos hijos suyos y sin ningún futuro a la vista.

Se encontraba a mitad del camino entre la ciudad de Cuzco, a la que no podía volver, y un misterioso lugar al que no le permitían acceder, manteniendo una dura puna entre optar por convertirse en miembro de un pueblo que no acababa de aceptarle, o regresar junto a unos compatriotas con los que no tenía ya nada en común, y cabía duda de que constituía una difícil hazaña haber alcanzado un fracaso tan sonoro para alguien que ha abandonado su Úbeda natal con la firme esperanza conquistar el mundo.

La noticia de que el viejo Pizarro había desembarcado en Túmbez, le había sumido al propio tiempo en un mar de inquietudes, puesto que el andaluz sabía, mejor que nadie, que si el feroz extremeño se había propuesto apoderarse del Imperio, no tendría más opción que hacerlo a base de sangre, traición y muerte, puesto que de lo contrario su ridícula tropa resultaría aniquilada de un simple manotazo.

Y él, Alonso de Molina, no estaba dispuesto a tomar parte en la sucia y feroz contienda que irremediablemente se avecinaba, puesto que aunque aún no se atreviera a confesarlo abiertamente, lo cierto era que en su fuero interno se sentía mucho más unido a Naika, Shungu Sinchi o el propio Calla Huasi, que a Pizarro, Bartolomé Ruiz o cualquiera de sus antiguos compañeros.

Había perdido la noción del tiempo que llevaba en el país, pero en los últimos meses se había adaptado a él hasta el punto de que toda su existencia anterior parecía haberse sumido en una especie de confusa nebulosa de la que únicamente emergían de tanto en tanto los rostros de su madre o su abuelo Rúgero; aquel que le enseñó a amar los relatos de Marco Polo inculcándole sus ansias de aventura.

El andaluz no se arrepentía de haber desembarcado en Túmbez, de haber iniciado un enloquecido viaje repleto de incidencias que parecía haber concluido en el más desolado rincón de las más altas y perdidas montañas del más desconocido de los Imperios, y menos aún de haberse casado por dos veces, y al distinguir a lo lejos la figura de Naika lavando sus maltrechos vestidos al borde de un diminuto riachuelo de aguas casi heladas, tomó conciencia de que pese a saberse perdido, apátrida, abandonado y harapiento, en el fondo de su alma se sentía básicamente feliz porque al fin había encontrado lo que siempre había ido buscando: la paz consigo mismo y el amor de una mujer con la que se sentía plenamente identificado.

Dos, para ser más exactos, puesto que aunque en un principio le costara trabajo hacerse a la idea de que se pudiese querer a más de una mujer al mismo tiempo, en aquellos momentos había llegado a la conclusión de que también amaba a Shungu Sinchi, que había demostrado ser una de las criaturas más tiernas, afectuosas y sacrificadas de este mundo.

Su mayor preocupación actual, se centraba, por ello, en encontrar un lugar en que asentar definitivamente a su «familia» a la espera de los acontecimientos que tenían que llegar, pues tanto a la diminuta Naika, como a la espléndida Shungu Sinchi, comenzaba a advertírseles los primeros síntomas de su próxima maternidad.

El «tambo» había constituido hasta el momento un cómodo refugio, ya que había sido construido dos siglos atrás con el fin de brindar cobijo a los viajeros que se encaminasen a «La Ciudad Sagrada» y siempre había sido mantenido en perfecto estado de conservación, pero los víveres que por tradición solía almacenar para uso de sus no muy frecuentes huéspedes, comenzaban a agotarse y la agreste región circundante ofrecía escasos recursos en cuanto a caza, pesca o frutos salvajes se refería.

¿Qué hacer y hacia dónde dirigirse?

¿Qué hogar tendrían sus hijos cuando se viera obligado a abandonar aquellos gruesos muros porque ya quedasen más que piedras para comer?

Se contempló las destrozadas botas, cien veces remendadas por la hábil Shungu Sinchi, o los jirones de lo que un día fueran orgullosos ropajes de capitán español, y comprendió que estaba llegando a una situación parecida a aquella de la isla del Gallo, cuando junto al viejo Pizarro y un puñado de locos, se vieron obligados a comerse los correajes en un absurdo intento de aplacar el hambre.

Algunas patatas heladas, tres vasijas de maíz y docena de tiras de carne seca era todo cuanto quedaba en el «tambo», y se hacía necesario tomar cuanto antes determinación, puesto que de lo contrario la llegada de las nieves cerraría los pasos de las montañas manteniéndoles allí clavados para siempre.

Calla Huasi era partidario de emprender el regreso a la laguna de «Cuichi Cocha» y tratar de resistir en sus cuevas los peores meses de frío y lluvia, pero el español temía que Naika, a la que el embarazo parecía haber debilitado de forma notoria, no soportase la larga caminata teniendo en cuenta que tras los últimos cambios de rumbo efectuados por los guías de Chili Rimac, no estaban en absoluto seguros de dónde podría encontrarse exactamente el diminuto valle.

La perspectiva de pasar semanas marchando a trompicones por un terreno escabroso y que las mujeres tuvieran que dormir luego al aire libre le inquietaba, y se resistía a dar la orden de partida aun a sabiendas de que el tiempo se les echaba encima y cada día de retraso empezaba a contar en contra suya.

Acostumbrado desde que tenía memoria a no preocuparse más que de su propia seguridad, Alonso de Molina se sentía en cierto modo abrumado por la magnitud de sus nuevas responsabilidades, ya que súbitamente había pasado de no ser más que un arriesgado soldado de fortuna amante de la aventura, a un doble esposo y padre de familia obligado a velar por la seguridad y el bienestar de los suyos.

Ahora la solución a todos sus problemas no estaba como siempre en la empuñadura de su espada, el gatillo de su arcabuz o, en casos extremos, la velocidad de sus piernas, ya que para cada gesto que hacía o a cada paso que daba tenía que contar con la carga que representaban dos mujeres en avanzado estado de gestación que nunca podrían, por más que lo intentaran, ponerse a su altura ni a la del resistente y silencioso Calla Huasi, cuyo sentido de la lealtad continuaba asombrándole a diario.

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