El paisaje continuaba siendo agreste, anormalmente escarpado, y en apariencia desconocido incluso para los encargados de llevar a cabo la difícil tarea de conducir al grupo, ya que continuamente se detenían a cuchichear desconcertados e incluso discutían agriamente sobre la conveniencia del rumbo a seguir.
Todos sabían que el Cuzco se encontraba al Sudoeste, pero el Sudoeste se mostraba a menudo como un lugar absolutamente inalcanzable, dado que cabría imaginar que las más inaccesibles montañas jugaban a moverse de sitio e interponerse una y otra vez en su camino.
En su afán por evitar el peligroso cauce del Urubamba que en su parte más alta corría encajonado y violento por entre farallones cortados a cuchillo o infranqueables laderas cubiertas de una impenetrable selva de apariencia casi tropical, se habían desviado excesivamente hacia levante adentrándose en un dédalo de altivos picachos y profundos barrancos que comenzaban a agotar la paciencia del irritable Chili Rimac.
—Por aquí no pasamos a la ida —dijo—. ¿Por qué ese cambio?
—En algún lugar los guías se confundieron —replicó sumisamente el manco—. Ahora estamos perdidos.
—Recuérdame que les corte la cabeza en cuanto lleguemos al Cuzco. ¡A todos!
A la mañana siguiente, sin embargo, un murmullo corrió de boca en boca, y los guías acudieron a notificar alborozados, que al fin habían encontrado un sendero que tenía todas las trazas de haber sido recientemente transitado.
No era ancho ni cómodo, serpenteando de continuo por entre rocas, bosques y cañadas, pero lo siguieron, felices durante cuatro o cinco horas, hasta que de improviso un hombre armado de un pesado arco hizo su aparición en la cima de la roca que dominaba estratégicamente un paso, ordenando con voz autoritaria que no siguieran adelante.
—¿Por qué? —quiso saber Chili Rimac.
—Porque ésta es zona prohibida —fue la respuesta—. Y quien no tenga permiso del «Inca» Huáscar para pasar, es reo de muerte.
—Huáscar ya no es «Inca» —replicó de inmediato Chili Rimac furiosamente—. Atahualpa es el «Inca».
—Yo únicamente reconozco la autoridad de Huáscar —insistió el otro—. ¡Volved atrás!
Pero Chili Rimac se limitó a apuntarle con el dedo al tiempo que ordenaba histéricamente al manco:
—¡Mátalo!
El pobre oficial no tuvo oportunidad ni de echar mano a sus armas, ya que una certera flecha silbó en el aire para atravesarle, de parte a parte, la garganta.
Casi al instante, y tal como había surgido, el arquero desapareció de lo alto de la roca, y cuando media docena de soldados consiguieron coronarla, tan sólo fue para encontrarla vacía y comprobar que desde algún oculto rincón surgía una nueva saeta que ponía fin a la vida del más arriesgado.
—¡El camino de «La Ciudad Secreta»! —musitó Calla Huasi bajando la vista como si le costara trabajo creer que estuviera pisándolo—. Tenía razón Naika y estamos cerca.
—¿Y qué va a pasar ahora? —quiso saber el español.
—Que tendremos que volver atrás o nos matará a todos.
—¿Un hombre solo? —se sorprendió Alonso de Molina—. Ellos son más de treinta.
—Es un «guardián» —fue la admirativa respuesta—. Tan sólo los mejores oficiales del Imperio; los más fieles, hábiles y valientes, pueden aspirar al supremo honor de vigilar los caminos de «La Ciudad Secreta». Conocen a la perfección su territorio, tienen cien escondites, y quien no venga acompañado por un guía de Huáscar, jamás conseguirá sobrepasarles.
Como para corroborar su afirmación, una tercera flecha cruzó el aire y un tercer hombre se derrumbó con un estertor agónico.
Chili Rimac, asomando apenas su afilada nariz por detrás de la litera que le servía de protección vociferaba ordenando a sus hombres que avanzaran en busca del invisible arquero, pero cada vez que alguno intentaba dar un paso fuera de su refugio era para encontrarse con la muerte.
—¡Carajo! —exclamó el andaluz que se había dejado caer al suelo apoyándose contra una roca—. Esto empieza a ponerse interesante… ¡Eh, tú cara de flauta! —gritó—. ¿Por qué no te ríes ahora?
Pero resultaba evidente que el ex gobernador de Túmbez no tenía la más mínima intención de reírse, ya que acababa de perder a su mejor oficial y se encontraba clavado en mitad de un diminuto sendero sin más opciones que una flecha al frente y un laberinto de barrancos y montañas a la espalda.
—¿Qué hacemos? —inquirió de pronto dirigiéndose al soldado que tenía más cerca y que no hizo más que volverse a mirarle estupefacto ya que jamás se había dado el caso de que un superior —y menos aún un miembro de la familia real— le preguntase su opinión sobre algo.
Pasó el tiempo.
Primero fueron largos minutos; luego unas horas que se antojaron interminables, y mientras el sol iba ganando altura la tensión se acentuaba, ya que un pesado silencio se había convertido en el único dueño de las montañas y el estrecho camino.
Todos aguardaban la decisión de Chili Rimac, pero Chili Rimac tenía plena conciencia de que aunque consiguiese superar al solitario «Guardián» más allá tropezaría con otro, y luego otro y otro más, y cada uno de ellos le iría diezmando hasta aniquilar a aquellos de sus hombres que no hubieran decidido ponerse a salvo por su cuenta.
—¡Eh! —gritó por último—. ¡Arquero…! ¿Me escuchas?
—Te escucho… —fue la respuesta y la voz resonó tan próxima que podría creerse que su dueño se encontraba a menos de quince metros de distancia—. ¿Qué quieres?
—Que me indiques el camino para volver al Cuzco… —Hizo una corta pausa—. Sé que nos hemos metido inadvertidamente en zona prohibida, pero te juro que no tengo ningún interés en llegar a «La Ciudad Secreta». Tan solo llevo a este hombre a presencia de Atahualpa para que sirva de intérprete cuando tenga que reunirse con los «Viracochas».
—Demasiado tarde… —La voz llegaba ahora casi encima mismo de sus cabezas—. Atahualpa ya fue a reunirse con los «Viracochas» en Cajamarca.
—¡No es posible! —Se diría que la noticia caía como un mazazo sobre Chili Rimac, cuyo escuálido rostro pareció afilarse aún más como si de improviso le hubieran arrancado todas las muelas—. ¡No es posible! —repitió—. No puede haber cometido un error semejante. ¡Se trata de una trampa…! —Se volvió airado hacia Alonso de Molina—. Es una trampa, ¿verdad? ¡Oh, dioses…! ¡Oh, dioses…! —aulló alzando melodramáticamente los ojos al cielo—. El fin del Imperio se aproxima, yo podría evitarlo, pero un solo hombre armado de un miserable arco me detiene… ¿Por qué? ¿Por qué?
—¡Vete al diablo! —fue la tranquila respuesta del guardián—. Mis órdenes son que nadie cruce este camino ni aunque el mundo se parta en dos. Así que ya puedes dar media vuelta y tratar de salvar el Imperio en otra parte.
—¡Te acordarás de esto! —replicó el otro—. Como Chili Rimac que me llamo que maldecirás haber nacido.
—¡Chili Rimac…! —exclamó de inmediato el arquero cambiando súbitamente el tono de voz—. Haber dicho antes quién eras, maldito asesino hijo de puta. ¿Tú, que aniquilaste a lo mejor del Imperio te atreves a hablar de salvarlo…?
Una nueva flecha silbó furiosamente y el ex gobernador de Túmbez tuvo el tiempo de lanzarse al suelo para no recibir el impacto en el centro del difícil blanco que constituía su flaca y esquiva nariz.
—¡Los escudos! —gritó aterrorizado—. ¡Traed los escudos! ¡Rápido! ¡Atrás…! ¡Atrás!
Los soldados corrieron a arremolinarse ante él conformando una auténtica barrera que le ocultara por completo a la vista del arquero, y juntos comenzaron a recular precipitadamente atentos a vigilar todos aquellos puntos de los que pudiera llegar algún peligro.
Fue aquel momento de confusión y profundo desconcierto entre la tropa, el que aprovechó Chabcha Pusí para surgir como una sombra de entre las rocas en que había permanecido largas horas oculto, cortar de un hábil tajo las ligaduras del español, y arrastrarlo fuera del camino obligándole a rodar por un terraplén que les alejó de la vista de sus captores antes incluso de que tuviera tiempo de comprender qué era lo que estaba ocurriendo.
—¡Creí que no llegarías nunca…! —exclamó, cuando al fin consiguió reaccionar y recuperar el equilibrio—. ¿Dónde estabas?
El otro señaló unos matorrales a medio centenar de metros de distancia.
—Siempre cerca, pero nunca se me presentaba la oportunidad de intervenir.
—¿Y el cañón?
—En la quebrada…
Minutos más tarde, cuando el ex gobernador de Túmbez aún estaba tratando de reagrupar sus fuerzas y buscar una fórmula que le permitiera acabar con el solitario arquero que pretendía matarle, tuvo de pronto la impresión de que había llegado el fin del mundo, porque una terrible explosión ensordeció a sus hombres, el fuego los aterrorizó, el humo acabó de confundirlos, y los alaridos de dolor de los heridos consiguieron que todo aquel que conservaba las suficientes fuerzas como para mantenerse en pie iniciara una loca desbandada arrojando sus armas y perdiéndose inmediatamente de vista entre la rocas.
Fue una auténtica masacre ya que una lluvia de tralla se había abatido casi a quemarropa sobre la masa humana que conformaban los apiñados soldados que siquiera tuvieron tiempo de intentar protegerse con sus endebles escudos de liviana madera viendo cómo sus cuerpos se convertían de improviso en un informe amasijo de sangre y de miembros arrancados de cuajo por culpa de un inmenso «Tubo de Truenos» de oro que aparecía ahora abierto en gajos como una trágica flor de muerte.
Alonso de Molina se aproximó despacio hasta el punto en que Chili Rimac agonizaba con los intestinos derramados por el sendero y tras dirigirle una larga mirada de conmiseración, asco y desprecio, comentó:
—Ahora tu piel ya no sirve ni para hacer tambores, pero ni aun así pagas por tus crímenes…
El otro se limitó a lanzarle una angustiada mirada en la que los ojos parecían salírsele de las órbitas e hizo un supremo esfuerzo para alzar la mano y señalar lo que quedaba del cañón como si pretendiera hacer una pregunta que no consiguió aflorar a sus labios, puesto que cuando consiguió abrir la boca fue para vomitar un espeso chorro de sangre y quedar muerto.
El español aún le observó largo rato, incómodo y pensativo, porque se trataba de la primera vez que mataba a un hombre a traición, a sangre fría y sin previo aviso.
En el momento de prenderle fuego a la mecha tenía ante sí a una veintena de esbirros comandados por un sucio asesino que había convertido en tambor a Ginesillo y había sacrificado a su hijo a los dioses paganos, por lo que lanzarle encima un diluvio de metralla aunque se encontrara de espaldas, no podía considerarse un acto de cobardía, sino más bien un acto de justicia. En el transcurso de toda una larga vida de hombre de armas, Alonso de Molina jamás había actuado de una forma semejante, pero por más que se esforzaba por buscar en el fondo de su alma, no conseguía descubrir ni siquiera un ápice de culpabilidad.
Eran demasiadas las cosas que se encontraban en aquellos momentos en juego, y lo que en verdad importaba era que habían conseguido quedarse solos, ya que incluso los porteadores habían huido, y se observaron por tanto en silencio, impresionados por la magnitud de la tragedia de que acababan de ser testigos, hasta que al poco una voz de sobras conocida resonó sobre sus cabezas.
—¿Qué ha ocurrido?
Alzaron el rostro hacia la figura del guardián que había hecho de nuevo su aparición sobre la roca.
—El «Viracocha», que es Señor del Trueno y de la Muerte, aliado de Huáscar, acabó con sus enemigos… —señaló Calla Huasi serenamente—. Huíamos del usurpador Atahualpa buscando «La Ciudad Secreta» cuando Chili Rimac nos apresó, pero ahora ya no existe y podemos continuar nuestro camino.
—La ciudad es un lugar de estudio y paz, no de guerra y muerte —replicó secamente el arquero—. No necesita gente como vosotros y no seríais bienvenidos.
—¡Espera…! —se apresuró a intervenir Naika—. El «Viracocha» no es tan sólo Señor del Trueno y de la Muerte… Es un «amauta» sabio en otras muchas ramas del conocimiento humano, y quizá mi padre, Urco Capac, puede convencer a los restantes miembros del Consejo para que nos acojan.
—¿Urco Capac? —se extrañó el vigilante del camino—. ¿El astrónomo real? ¿Cómo te llamas?
—Naika.
—Urco Capac no tiene ninguna hija con ese nombre.
—Mientras habité en la ciudad me llamaba Quindi Quillu, «Colibrí Amarillo», pero en el Cuzco me obligaron a cambiármelo al cumplir trece años porque decían que no es nombre de mujer sino de niña.
—Quindi Quillu… —repitió el otro como para sí—. Recuerdo que pasaste por aquí cuando te llevaban al Cuzco. En aquel tiempo eras una chiquilla. —Abrió las manos en un ademán que mostraba la magnitud de su impotencia—. Pero lo siento —añadió—. Mis órdenes son tajantes, nadie puede cruzar sin permiso de Huáscar. —Indicó con un gesto a Alonso de Molina—. Y menos aún, un extranjero.
—Es mi esposo… —replicó orgullosamente la muchacha—. Y el padre del hijo que espero. ¿Dónde nacerá? ¿No encontramos un lugar que nos acoja?
—Lo ignoro… —fue la respuesta—. Pero no puedo hacer nada. Me va la vida en ello.
—¡Escucha…! —intentó hacerle razonar el andaluz—. Huáscar continúa preso, la mayoría de sus fieles han sido asesinados y lo más probable es que nadie vuelva a transitar por este camino… ¿Qué piensas hacer? ¿Morirte de viejo aguardando a unos viajeros que nunca llegarán?
—¿Por qué no? —La voz sonaba absolutamente sincera—. El «Viejo Nido del Cóndor» tendrá que mantenerse oculto incluso cuando de los nietos de mis nietos no quede ni el recuerdo. Para eso se construyó: para que prevalezca más allá de todos los Atahualpa y todos Huáscar. Y por eso estoy yo aquí: para guardarlo sin que importe si la muerte me llega violentamente o por los años. Así ha sido siempre, y así continuará siendo durante muchos siglos.
—¿Y no puedes ir a comunicar al menos lo ocurrido?
—Cuando alguien venga a relevarme, lo haré. Pero pasará más de un mes antes de que eso ocurra… —Hizo una significativa pausa—. Además… —añadió—, yo no sé dónde se oculta la ciudad. Nunca estuve allí.
—Estamos perdiendo el tiempo… —señaló impaciente Calla Huasi—. Mi abuelo, Huamán Huasi, fue guardián del camino, y aseguraba que antes hubiera aceptado que le encerraran de nuevo en el «zancay» que permitirle el paso a nadie sin permiso.
—Huamán Huasi es como una leyenda entre nosotros —replicó el arquero—. El más valiente y fiel de los guardianes que hayan existido, pero por eso mismo, por ser su nieto, debes comprender mejor que nadie mi postura.