Read Venus Prime - Máxima tensión Online
Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss
Al cuarto día habló Venus:
—Bien, muchachos, esto es lo que tenemos para vosotros. Vamos a adoptar un único sistema, y parte de él es complicado, de manera que aseguraros bien y pedir las aclaraciones que necesitéis. Muy bien, primero entraremos en el registro del sistema de atmósfera de la cabina, punto dos tres nueve coma cuatro. Ahora os daré un momento para que localicéis ese punto.
Desprovistos de la jerga, todo el mensaje era una oración fúnebre; aquella avalancha de instrucciones no era más que para asegurar que la
Star Queen
llegara a Port Hesperus por control remoto con el cargamento intacto, aunque hubieran dos cuerpos muertos en el módulo de comando. Grant y McNeil ya habían sido dados por perdidos.
Un consuelo: Grant ya sabía, por el entrenamiento al que se había sometido en cámaras de gran altitud, que la muerte por hypoxia hace que el final sea un asunto positivamente vertiginoso.
McNeil, sin el menor comentario, desapareció poco después de que concluyera el mensaje. Grant no lo vio durante horas. Al principio se sintió francamente aliviado. Él tampoco tenía ganas de hablar, y si McNeil quería ocuparse de sí mismo era cosa suya. Además tenía que escribir varias cartas, ciertos cabos sueltos de los que ocuparse..., aunque la última voluntad y el testamento eran asuntos que aún podían esperar. Les quedaban un par de semanas.
A la hora de la cena Grant bajó a la zona común confiado en encontrar a McNeil trabajando en la cocina. McNeil era buen cocinero, dentro de las limitaciones culinarias de una nave espacial, y solía disfrutar cuando le tocaba el turno de cocina. Ciertamente cuidaba bastante bien de su estómago.
Pero no había nadie en el área común. La cortina que tapaba el camarote de McNeil se encontraba cerrada.
Grant abrió la cortina y encontró a McNeil tumbado en mitad del aire cerca de la litera, muy en paz con el universo. Allí, colgando a su lado, había una gran caja de embalaje de plástico, cuya cerradura magnética había sido forzada de algún modo con una palanqueta. Grant no tuvo necesidad de examinarla para saber qué contenía; una rápida mirada a McNeil le bastó.
—Sí, una sucia vergüenza —dijo el ingeniero sin el menor rastro de apuro— sorber esto por un tubo. —Le guiñó un ojo a Grant—. Te diré una cosa, capitán. ¿Por qué no le das la vuelta a esta vasija para que podamos beber como es debido? —Grant le echó una mirada llena de enojo y desprecio, pero McNeil se la devolvió sin vergüenza alguna—. Oh, no seas soso, hombre... ¡Toma un poco tú también! ¿Qué más da?
Le lanzó una botella a Grant, que la cogió en el aire con destreza. Era un «Cabernet Sauvignon» del Valle de Napa; Grant conocía la remesa, de un valor fabuloso. El contenido de aquel embalaje de plástico valía muchos miles.
—No creo que haya ninguna necesidad —dijo Grant con tono grave— de comportarse como un cerdo... Ni siquiera en estas condiciones.
McNeil no estaba borracho aún. Sólo había alcanzado la brillante iluminación de la antesala de la embriaguez, pero no había perdido por completo el contacto con el triste mundo exterior.
—Estoy dispuesto —anunció con gran solemnidad— a escuchar cualquier buen argumento en contra de mi actual modo de comportarme. Un modo que a mí me parece eminentemente sensato. —Bendijo a Grant con una sonrisa angelical—. Pero será mejor que me convenzas de prisa, mientras todavía se me pueda hacer entrar en razón.
Y tras decir esto apretó el bulbo de plástico en el cual había descargado al menos un tercio del contenido de la botella, y se disparó un gran disparo rojizo en la boca, que mantenía abierta.
—Estás robando algo que es propiedad de la compañía... para cuyo salvamento se han hecho planes —anunció Grant sin ser consciente de lo absurdo de aquello, pero sí de que al decirlo su voz había adoptado la misma nasalidad, la misma constricción de un joven maestro de escuela—. Y además..., difícilmente vas a poder estar borracho dos semanas.
—Eso —dijo McNeil, pensativo— aún está por ver.
—Yo no lo creo —replicó Grant. Con la mano derecha se sujetó a la mampara mientras con la izquierda golpeaba fuertemente el embalaje y lo mandaba de un empujón más allá de la cortina abierta.
Al darse la vuelta y lanzarse tras la caja oyó un grito de dolor de McNeil:
—¡Eres un hijo de puta estreñido! ¡Qué putada!
En el estado en que se encontraba, a McNeil le costaría algún tiempo organizar una persecución. Grant guió el embalaje hacia la escotilla de la bodega, y lo metió en el mismo compartimiento presurizado y sometido a temperatura controlada del que había salido. Selló herméticamente el embalaje y lo volvió a colocar en su estante, atándolo firmemente en su sitio. No servía de nada tratar de cerrar la caja con llave: McNeil había destrozado la cerradura.
Pero Grant quería estar seguro de que McNeil no volvería a entrar allí: cambiaría la combinación de la escotilla de la bodega y guardaría en secreto la nueva combinación. Tal como se desarrollaron las cosas, dispuso de tiempo de sobra para hacerlo. McNeil no se había molestado en seguirlo.
Cuando Grant volvía flotando hacia la cubierta de vuelo pasó por delante de la cortina abierta del camarote de McNeil. McNeil seguía allí, cantando.
No nos importa a dónde vaya a parar el oxígeno, mientras no se meta en el vino...
Evidentemente había conseguido sacar un par de botellas antes de que Grant llegara a coger la caja. «Dejemos que le duren las dos semanas si es que no se las bebe esta noche.»
No nos importa a dónde vaya a parar el oxígeno, mientras no se meta en el vino...
¿Dónde demonios había oído aquel estribillo? Grant, cuya educación era severamente técnica, hubiera asegurado que McNeil estaba cambiando adrede la letra de algún madrigal obsceno de la época isabelina o algo por el estilo; y sólo para mofarse de él. De pronto se vio sacudido por una emoción que, para hacerle justicia, no reconoció durante unos instantes, y que pasó tan rápidamente como había venido.
Pero cuando llegó a la cubierta de vuelo estaba temblando y se sentía un poco mareado. Se dio cuenta de que el desagrado que le inspiraba McNeil se iba convirtiendo lentamente en odio.
Lo cierto era que Grant y McNeil se llevaban bastante bien en circunstancias normales. No era culpa de nadie que ahora las circunstancias distasen mucho de ser normales.
Sólo porque los dos hombres habían mostrado en los tests psicológicos corrientes unas curvas de personalidad maravillosamente suaves; sólo porque miles de millones de libras y de dólares y de yens y de dracmas y de dinares estaban en el vuelo de la
Star Queen
, sólo por eso la Junta de Control del Espacio había concedido una excepción a la norma de la tripulación de tres.
La norma de que la tripulación debía constar de tres miembros había regido durante un siglo y medio de vuelos espaciales y había proporcionado de manera ostensible una configuración social mínimamente sólida durante los largos períodos de aislamiento —problema que no había sido apremiante durante el siglo XX, antes de que las naves espaciales tripuladas se aventurasen más allá de la luna y cuando el retraso temporal de las comunicaciones con la Tierra se medía aún en segundos—. Cierto; en cualquier grupo de tres, dos de ellos, con el tiempo, acaban por conspirar contra el tercero. Como aprendieron los antiguos romanos después de varias duras lecciones de política, en los asuntos humanos la estructura menos estable es el trípode. Lo cual no es malo necesariamente. Ciertamente tres es mejor que dos, y dos es mucho mejor que uno. Y cualquier grupo de más de tres degenera a no tardar en subgrupos de dúos y tríos.
Un hombre o una mujer casi con certeza acabarán por volverse locos al cabo de un tiempo relativamente corto. Puede que sea una locura benigna, incluso una locura ejemplar que se manifieste en forma de un obsesivo afán de escribir poesía romántica, por ejemplo. Pero ninguna forma de locura resulta alentadora para las compañías aseguradoras de las naves espaciales.
La experiencia muestra que una tripulación de un hombre y una mujer experimentará una crisis en el plazo de unos cuantos días. Sus edades relativas no tienen mayor importancia. Si el tema de su conversación es el poder, el subtema será el sexo. Y viceversa.
Por otra parte, dos hombres solos juntos, o dos mujeres, dado que sus vectores sexuales no son convergentes, pasarán por alto el subtema sexual y todo el tiempo el tema se reducirá a la esencia del poder: ¿quién manda aquí...? Aunque en el caso de dos mujeres la resolución de tal pregunta de algún modo suele ser, por razones culturales, menos propensa a conducir a la violencia fatal.
Con tres personas de cualquier sexo todos tratarán de llevarse bien durante algún tiempo, y con el tiempo dos acabarán por formar comandita contra el tercero. De manera que la cuestión del poder se resuelve por sí misma y, dependiendo de la composición de la tripulación, el sexo también dará cuenta de sí mismo, es decir, que dos o más puede que lo hagan juntos y uno o más lo harán solos.
Dos hombres que no mantengan una amistad íntima, siendo ambos heterosexuales y de edad y status parecidos, pero de temperamento fundamentalmente diferente, son la peor combinación posible.
Tres días sin comida, se ha dicho, es tiempo suficiente para eliminar las sutiles diferencias entre lo que se llama un hombre civilizado y lo que se suele conocer como un salvaje. Grant y McNeil no estaban incómodos físicamente, no iban a sufrir dolores extremos ni siquiera al final. Pero habían mantenido activa la imaginación; tenían más en común con un par de caníbales hambrientos perdidos en una canoa hecha con un leño de lo que les hubiese gustado confesar.
Un aspecto de su situación, el más importante de todos, nunca se había mencionado hasta entonces: el análisis de la computadora había sido comprobado y vuelto a comprobar, pero la línea de fondo no era del todo terminante, porque la computadora se abstenía de hacer sugerencias que no se le hubiera pedido que hiciese. Los dos hombres que componían la tripulación podían fácilmente dar ese paso decisivo del cálculo en el interior de sus cabezas...
...y cada uno de ellos había llegado al mismo resultado. Era simple, realmente, una macabra parodia de esos problemas de aritmética de escuela primaria que empiezan: «Si dos hombres tienen seis días para ensamblar cinco helicópteros, ¿cuánto tiempo...?»
En el momento en que el meteoroide destruyó el oxígeno líquido almacenado, había aproximadamente ciento treinta y seis metros cúbicos de aire en el compartimiento presurizado de la bodega. A una atmósfera, un metro cúbico de aire pesa ciento veinte gramos, pero menos de una cuarta parte de ello es oxigeno. Sumando las provisiones de emergencia y de los trajes espaciales, había menos de treinta y dos kilogramos de oxígeno en la nave. Un hombre consume poco más de novecientos gramos de oxígeno en un día.
Treinta y cinco días de oxígeno para un hombre...
La provisión de oxígeno era suficiente para
dos
hombres durante dos semanas y media. Venus se hallaba a tres semanas de distancia. No tenía uno que ser un prodigio en cálculo para darse cuenta de que un hombre, un hombre solo, podría vivir para pasearse por los curvos senderos de los jardines de Port Hesperus.
Habían pasado cuatro días. El límite del plazo reconocido quedaba a trece días de distancia, pero el plazo del que no se hablaba eran sólo de diez días. Durante diez días más dos hombres podían respirar el aire sin poner en peligro las posibilidades de que uno de ellos pudiera sobrevivir solo. Al cabo de los diez días únicamente un hombre solo tendría alguna esperanza de llegar a Venus. Para un observador que fuera lo suficientemente objetivo, aquella situación hubiese podido parecer altamente atractiva. Pero Grant y McNeil no eran objetivos en absoluto. Ni siquiera en las mejores circunstancias resulta fácil para dos personas decidir de manera amigable cuál de ellas debe suicidarse; más difícil aún cuando no se hallan en muy buenas relaciones.
Grant quería jugar totalmente limpio. Por ello, y tal como concebía las cosas, lo único que podía hacerse era esperar a que McNeil estuviera sobrio y saliera del camarote; entonces Grant le plantearía directamente el asunto.
Mientras estos pensamientos le daban vueltas en la cabeza, Peter Grant miraba fijamente a través de las ventanas de la cubierta de vuelo hacia el estrellado universo; veía los miles y miles de estrellas e incluso las nebulosas envueltas en bruma como nunca las había visto antes. Se sintió conmovido por cierta convicción de transcendencia...
...que las meras palabras seguramente traicionarían.
Bien, le escribiría a McNeil una carta. Y sería mejor hacerlo pronto, mientras las relaciones existentes entre ellos fueran aún diplomáticas. Sujetó una cuartilla en el bloc de notas y empezó a escribir: «Querido McNeil.» Se detuvo, con el bolígrafo listo para escribir sobre el papel. Luego rompió la hoja y empezó de nuevo: «McNeil.»
Le llevó casi tres horas poner en palabras lo que quería decir, y aun así no quedó del todo satisfecho. Algunas cosas resultan condenadamente difíciles de plasmar sobre el papel. Por fin terminó; dobló la carta y la selló con una tira de papel de pegar. Abandonó la cubierta de vuelo llevando consigo la carta y se encerró en su camarote. El asunto de entregarle la carta a McNeil podía esperar un día o dos.
Pocos de los billones de adictos a la pantalla de vídeo de la Tierra —o los millares adicionales de Port Hesperus. Marte, el cinturón principal y las lunas colonizadas— habrían podido tener una noción mínimamente verosímil de lo que les estaba pasando por la mente a los dos hombres que viajaban a bordo de la
Star Queen.
Los medios de comunicación públicos estaban llenos de posibles planes de rescate. Se había llamado a toda clase de pilotos de naves espaciales retirados y escritores de ciencia-ficción con el propósito de que dieran sus opiniones a través de las ondas sobre cómo debían actuar Grant y McNeil. Los hombres que eran la causa de aquel revuelo declinaron sabiamente escuchar todo aquello.
El control de tráfico de Port Hesperus se mostró un poco más discreto. Cualquiera con un poco de decencia no se habría atrevido a dar palabras de consejo o de ánimo a unos hombres que estaban haciendo cola para la muerte, ni aun cuando hubiera cierta incertidumbre acerca de la fecha exacta de la ejecución. Por eso el control de tráfico se contentaba con enviar unos cuantos mensajes emocionalmente neutros, y cada día retransmitía los titulares de las noticias sobre la guerra en el sur de Asia, las crecientes disensiones en el Cinturón Principal, las nuevas huelgas mineras en la superficie de Venus, el jaleo provocado por la censura de
Mientras Roma arde
, que acababa de prohibirse en Moscú...