Read Venus Prime - Máxima tensión Online
Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss
Los tristes ojos de Wycherly se animaron. Rezongó y farfulló durante un momento.
—Eres un tipo realmente listo, Nick. Contratas a un hombre para que se encargue de velar por su propia seguridad... —La voz cascada se le quebró en una serie de toses rechinantes, y Pavlakis se dio cuenta entonces de que la señora Wycherly, muy nerviosa, estaba volviendo a cobrar solidez entre las sombras. Los espasmos de Wycherly remitieron, y miró enojado a su esposa con los ojos llenos de dolor—. Una oferta que difícilmente puedo rechazar. —Volvió a mirar a Pavlakis—. A no ser que no me vea capaz.
—¿Lo harás?
—Lo haré si puedo.
Pavlakis se levantó con una prisa indecorosa; su oscura masa resaltaba como una torre en la nebulosa habitación.
—Gracias, Larry. Ahora te dejaré solo. Espero que te recuperes pronto.
Las cuentas de color ámbar se retorcían y tintineaban cuando se dirigió a toda prisa hacia el taxi que le aguardaba. Masculló una oración a san Jorge por la salud de Wycherly, mientras en la casa tras él se alzaban voces airadas.
Quince minutos en el veloz magnoplano tardó Pavlakis en estar de vuelta en el aeropuerto de transbordadores espaciales de Heathrow y en la oficina local de mercancías de las «Líneas Pavlakis». Era una nave estrecha unida al extremo de un hangar de aviones espaciales, una especie de enorme granero de acero lleno de tanques de combustible desechados con forma de huevo y pedazos de fuselaje de cohetes secundarios recogidos de la basura. Un olor de metano odorizado y Gunk se había abierto paso a través de los paneles. Cuando ninguno de los Pavlakis, padre o hijo, se encontraban en Inglaterra, el lugar estaba desierto, con la excepción de los ociosos mecánicos que rondaban por allí intentando hacer avances con la secretaria recepcionista, una de las cuñadas de los primos de Nikos. Se llamaba Sofía, y era una rubia color amarillo cable del Peloponeso, demasiado gorda para su edad, que se deshacía de gusto ante los halagos. Cuando Pavlakis entró en la oficina, Sofía tenía abierta sobre el escritorio una tarrina de yogur a la que no hacía mucho caso a causa de las noticias de mediodía que estaban dando en la pantalla de vídeo que había sobre el escritorio.
—«Para aquellos de ustedes que pudieran necesitar una excusa, he aquí una buena razón para planear un viaje a Port Hesperus —estaba diciendo el locutor con una sonrisa afectada—. Esta mañana temprano se reveló que el comprador de esa primera edición de
Los siete pilares de la sabiduría...»
Sofía dirigió una mirada ardiente a Pavlakis cuando éste entró, pero no movió ninguna otra parte del cuerpo.
—Una mujer te ha estado llamando.
—¿Qué mujer?
—No sabría decirte qué mujer. Ha dicho que habías quedado en escribirle una carta. O en mandarle un telegrama. No me acuerdo bien.
—¿La señora Sylvester?
Los ojos de Sofía permanecieron fijos en la pantalla, pero abrió las palmas de las manos; quizá.
Maldiciendo el concepto mismo de primos y parientes políticos, Pavlakis pasó a través de un tabique divisor de pasta de madera al despacho interior. El escritorio, que todo el mundo usaba siempre que les venía en gana, contenía una alta pila de papeles delgados y grasientos. Una hoja rosa descansaba encima de todos, garabateada en la letra demóstica y degradada de Sofía, informando de lo más esencial del último comunicado de Sondra Sylvester: «Imperativo que usted confirme el contrato escribiendo en esta fecha. Si las "Líneas Pavlakis" no pueden garantizar el lanzamiento, la "Compañía Minera Ishtar" tendrá que cancelar inmediatamente el contrato propuesto.»
¿Contrato
propuesto...?
El rosario de cuentas tintineó.
—¡Sofía! —gritó Pavlakis—. Ponme inmediatamente en contacto con la señora Sylvester.
—¿Y dónde puedo encontrar a esa señora? —fue la demorada respuesta.
—En el «Battenberg».
Idiota. ¿Por qué extraña locura la llamaría su padre Sofía, que quiere decir Sabiduría? Pavlakis se puso a revolver entre los papeles buscando algo nuevo y esperanzador. Fue a poner una mano en la petición de «Sotheby» que había recibido el día anterior: «¿Pueden ustedes garantizar el transporte de un libro de cuatro kilos de masa bruta, con embalaje, para que llegue a Port Hesperus?»
—Tengo comunicación con la mujer —le anunció Sofía.
—¿Señor Pavlakis? ¿Está usted ahí?
Pavlakis se precipitó sobre el auricular.
—Sí, querida señora. Espero que acepte usted mis disculpas personales. Numerosos e inesperados asuntos...
La imagen de Sylvester apareció en la pequeña pantalla de vídeo.
—No necesito disculpas. Lo que necesito es una confirmación. Mis asuntos en Inglaterra tenían que haber terminado ayer. Pero antes de poder abandonar Londres tengo que estar segura de que mi material llegará a Venus a tiempo.
—En este preciso momento me estaba sentando a escribir una carta.
Pavlakis resistió el impulso de ponerse a pasar el rosario de cuentas a la vista de la pantalla de vídeo.
—No estoy hablando de una simple grabación o de un pedazo de papel, señor Pavlakis —dijo el rostro frío y hermoso de la pantalla. ¿Cómo podría tener un rostro tan seductor? Algo revuelto en el cabello, el color subido de las mejillas, los labios... Pavlakis hizo un esfuerzo por concentrarse en lo que ella decía—. Francamente, el proceder de usted no ha sido muy tranquilizador. Tengo la impresión de que debería buscarme otro transportista.
Las palabras de ella sirvieron para galvanizarlo.
—¡Debe usted tener fe, querida señora! Desde luego que debe tenerla. Hasta el «Museo Hesperiano» nos ha honrado confiándonos el transpone de su reciente y valiosísima adquisición... —Vaciló, confuso. ¿Por qué habría dicho semejante cosa? Para mostrarse... para estar amistoso, naturalmente, para tranquilizar a la mujer—. Cosa en lo que usted misma tenía mucho interés, si no me equivoco.
Gran Cristo, la mujer se había vuelto de metal. Los ojos empezaron a lanzarle destellos como una perforadora al girar; la boca, cerrada con fuerza, parecía una persiana de acero. Pavlakis se dio la vuelta secándose desesperadamente el sudor que le salía a chorro por la raya del pelo.
—Señora Sylvester, por favor, debe usted perdonarme. He estado..., sometido a una gran tensión últimamente.
—No se atormente tanto, señor Pavlakis. —Éste advirtió, sorprendido, que el tono que ella empleaba era tan suave y cálido como sus palabras..., o incluso más. Se volvió a medias y miró a la pantalla. ¡Ella estaba sonriendo!—. Escríbame la carta que me prometió. Y volveré a hablar con usted cuando yo regrese a Londres.
—¿Confiará usted en las «Líneas Pavlakis»? ¡Oh, no le fallaremos, querida señora!
—Confiemos el uno en el otro.
Sylvester cortó la comunicación y se recostó en la cama. Nancybeth estaba tumbada cuan larga era, boca abajo, encima de las sábanas, y la miraba por la rendija de un ojo pesadamente cerrado.
—¿Te importaría mucho que nos quedásemos en la isla uno o dos días más, cariño? —susurró Sylvester.
—Oh, por Dios, Syl. —Nancybeth se dio la vuelta hasta quedar tumbada de espaldas—. ¿Quieres decir que estoy atascada en este montón de hollín dos días más?
—Me ha surgido un trabajo que no esperaba. Si quieres irte antes sin mí...
Nancybeth se retorció con indecisión, abriendo las redondeadas rodillas.
—Supongo que podré encontrar algo...
De pronto Sylvester sintió un ataque de náuseas.
—No te preocupes. Una vez estés instalada puede que yo no tenga que volver aquí para un día o dos.
Nancybeth sonrió.
—Llévame a la playa.
Sylvester cogió el teléfono y marcó una clave. El rubicundo rostro de Hermione Scrutton apareció en la pantalla con sorprendente rapidez.
—¿Eres tú, Syl?
—Hermione, resulta que he tenido que cambiar los planes. Necesito tu consejo. Y posiblemente tu ayuda.
—Mm, ah —repuso la librera, con ojos chispeantes—. ¿Y cuánto vale
eso
para ti?
—Más que una comida, te lo aseguro.
El capitán Lawrence Wycherly se recobró con notable rapidez de su dolencia del pecho y sentó residencia en los «Astilleros Faralon», donde representó con gran habilidad a las «Líneas Pavlakis» como empleado de las obras. El adusto y decidido inglés logró imponerse con dureza al frustrado peloponesio, y se dedicó a inspeccionar la nave a diario sin avisar y a intimidar con bravatas a los obreros, de modo que, a pesar de la hosquedad y las frecuentes rabietas de Dimitrios, el trabajo se terminó puntualmente. No fue con poca y severa satisfacción que Nikos Pavlakis contempló cómo aquellos obreros vestidos con trajes espaciales imprimían electrónicamente el nombre
Star Queen
a lo largo del igualador de módulo de la tripulación. Se deshizo en halagos hacia Wycherly y le añadió una prima a su ya bastante atractiva paga antes de partir para hacer los últimos preparativos en el cuartel general de las «Líneas Pavlakis» en Atenas.
La
Star Queen
, aunque tenía el diseño de un carguero estándar, era una nave espacial muy distinta de cualquier cosa que se hubiera podido imaginar en los albores de la era de los cohetes modernos, que es tanto como decir que no se parecía en nada a un cascarón de artillería dotado de aletas o al adorno del capó de un automóvil de gasolina. La configuración básica consistía en dos racimos de esferas y cilindros separados entre sí por un puntal cilíndrico de cien metros de longitud. En cierto modo, la nave entera se parecía a un modelo Tinkertoy de una molécula simple.
El racimo delantero incluía el módulo de la tripulación, una esfera de más de cinco metros de diámetro. Una jaula hemisférica de cables superconductores aseguraba por encima el módulo de la tripulación, protegiéndolo parcialmente de los rayos cósmicos y otras partículas cargadas que se mueven en el medio interplanetario..., incluyendo el tubo de escape de otras naves atómicas. Acurrucadas contra la base del módulo de la tripulación se encontraban las cuatro bodegas de carga, que eran cilíndricas. Cada una medía siete metros de anchura y veinte de longitud, y estaban agrupadas en torno al puntal central. Al igual que los contenedores anfibios de carga del siglo anterior, las bodegas eran desmontables y podían dejarse estacionadas en órbita o recogerse de nuevo según las necesidades; cada una de ellas estaba sujeta al eje central de la
Star Queen
por medio de una esclusa de aire propia, y también eran accesibles desde el exterior a través de las cámaras de descompresión. Cada bodega estaba dividida en varios compartimientos que podían ser presurizados o dejados en vacío, dependiendo de la naturaleza de la carga.
Al otro extremo del puntal central de la nave, rodeando el voluminoso cilindro del núcleo reactor del motor atómico, se hallaban unos tanques vulvosos de hidrógeno líquido. A pesar del espesor de la gruesa protección contra la radiación, la popa de la nave no era el lugar más apropiado para recibir visitas de seres vivos; había sistemas robots que hacían cuanto trabajo se precisase en aquel lugar.
A pesar de su carácter práctico
ad hoc
, la
Star Queen
tenía un aire de elegancia, de esa clase de elegancia de la forma supeditada a lo funcional. Aparte del esporádico cuerno de un cohete de maniobras o de la espina o plato de una antena de comunicaciones, las formas a partir de las cuales había sido ensamblada compartían cierta pureza geométrica, y todas ellas por igual tenían un resplandeciente brillo blanco bajo sus recientes capas de pintura galvanizada.
Durante tres días inspectores de la Junta de Control del Espacio estuvieron recorriendo la remozada nave, y por fin la declararon totalmente apropiada para el espacio. La
Star Queen
recibió los oportunos certificados. Se confirmó la fecha del lanzamiento. Varias lanzaderas de carga pesada trajeron el cargamento desde la Tierra; otras cosas, los paquetes más pequeños, se repartieron por correo certificado.
El capitán Lawrence Wycherly, sin embargo, no logró pasar la revisión de la Junta. Sólo una semana antes del lanzamiento, cirujanos especialistas en vuelo descubrieron lo que hasta aquel momento Wycherly había conseguido disfrazar a base de distintos preparados ilegales obtenidos de fuentes en Chile y destinados a conseguir la exaltación neurológica; se estaba muriendo de una incurable degeneración del cerebelo. Las infecciones víricas y otras enfermedades leves que lo habían estado acosando, no eran más que los síntomas de un fallo general del sistema inmunológico; no importaba que las drogas hubieran acelerado el proceso de la enfermedad. Wycherly se imaginó que era hombre muerto; necesitaba desesperadamente el dinero que aquel último empleo le proporcionaría, porque sin ese dinero —el cuento de sus irreflexivas inversiones y la frenética inmersión en espiral de las deudas era una historia aleccionadora de la época— la que pronto había de convertirse en su viuda perdería la casa, lo perdería todo.
La Junta de Control del Espacio notificó a las oficinas centrales de las «Líneas Pavlakis» en Atenas que la
Star Queen
carecía de capitán, motivo por el cual el permiso de lanzamiento había quedado en suspenso a la espera de una sustitución debidamente cualificada. La Junta, de un modo rutinario, se lo notificó al mismo tiempo a la compañía aseguradora de la nave y a todas las empresas e individuos que habían depositado carga en la misma.
Con bastante retraso a causa de «dificultades técnicas» en el camino de Atenas a Heathrow (los auxiliares de vuelo estaban llevando a cabo una huelga de celo para protestar contra las líneas aéreas del gobierno), Nikos Pavlakis no se enteró de aquella devastadora noticia hasta que se apeó, en Heathrow, del supersónico taxi avión. La señorita Sabiduría, desde detrás de las pantallas que separaban el control de pasaportes, lo miraba hecha una furia con aquellos ojos pintados de negro que parecían los mismísimos ojos de Némesis debajo de aquel casco de pelo grueso y amarillo.
—
Esto
es de parte de tu padre —le escupió cuando lo tuvo a su alcance al tiempo que le ponía en las manos una hoja de papel fino procedente de Atenas.
Momentáneamente, pero sólo momentáneamente, dio la impresión de que san Jorge hubiera abandonado a Nikos Pavlakis. Se pasó las siguientes veinticuatro horas hablando sin parar por radio y por teléfono, mantenido por aproximadamente un kilo de azúcar disuelto en varios litros de café turco bien hervido. Y al final de dicho tiempo ocurrió el milagro.