Venus Prime - Máxima tensión (11 page)

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Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss

BOOK: Venus Prime - Máxima tensión
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Aunque llegó bastante pronto, la sala ya había empezado a llenarse. Se acercó a una silla plegable que había en el medio de la sala y se sentó, dispuesta a esperar. Era como llegar temprano a la iglesia. A su derecha se extendía una pequeña ala que resultaba difícil de ver desde donde ella se encontraba; aquellos que participaban en la subasta y preferían permanecer en el anonimato a menudo tomaban asiento allí. Los libreros más antiguos, como «Magg's», «Blackwell's», «Quaritch» y los demás, ya se hallaban en los lugares que tradicionalmente solían ocupar alrededor de la mesa situada delante del estrado. Las primeras filas de sillas plegables habían sido acaparadas por gente del cine, gente que iba vestida de manera extravagante y cuya conducta no era lo que se dice digna. ¡Allí gritando y pavoneándose! Con seguridad les pedirían que se marchasen si continuaban haciendo tanto ruido...

Dos artículos habían atraído a los artistas y al resto de los allí congregados, que eran muchísimo más numerosos que de costumbre. Uno de ellos era una auténtica rareza. Como resultado de la manía que Lord Quayle había tenido a lo largo de toda su vida por lo católico, de entre la miscelánea de su biblioteca había surgido lo que pretendía ser el relato de un testigo presencial, garabateado en un griego execrable con tinta de calamar sobre pergamino fragmentado por un individuo llamado Flavius Peticius, centurión romano de escasa cultura y evidentemente crédulo (o acaso escrito por su escriba, casi analfabeto), de la crucifixión de un tal Jesús de Nazaret y otros malhechores fuera de las murallas de Jerusalén, a principios del siglo primero d. C.

¡Allí había espectáculo, verdadero material épico! Por no hacer mención de la publicidad oportuna —que eso era lo que había atraído a la gente del cine—, porque la «BBC» había montado recientemente una lujosa producción de la obra
Mientras Roma arde
, de Desiree Gilfoley, presentando en ella a la antes ágil modelo Lady Alastra Malypense en su debut como actriz, lo que había resultado un hecho memorable porque en sólo una de sus muchas escenas había aparecido Lady Malypense con algo de ropa, y para eso dicha ropa seguía la moda de Egipto y estaba hecha a base de lino plisado, es decir, transparente. Quizá la propia Lady Malypense se encontrase entre las ruidosas personas de la primera fila; Sylvester no la hubiera reconocido ni vestida ni de ningún otro modo.

Por lo que a Sylvester concernía, habrían podido subastar un pedazo de la verdadera Cruz, pues le daba lo mismo el valor intrínseco del pergamino. Sondra Sylvester y la mayoría de los coleccionistas serios venían atraídos por el lote 61, un único y grueso volumen; irónicamente, si en el texto del mismo no se hubiera basado una clásica película británica del siglo anterior, los medios de información quizá lo hubieran pasado por alto, cosa que Sylvester habría preferido.

Había estado inspeccionando el volumen el día anterior en la sencilla librería que había detrás del estrado, donde se hallaba custodiado por fornidos conserjes vestidos con guardapolvos y discretamente vigilado por los jóvenes empleados y empleadas ataviados con trajes de oficina. El libro descansaba abierto dejando al descubierto una tira de papel que yacía en la página portadora del título, que estaba escrito con caligrafía irregular vertical: «A Jonathan...»

Usando este seudónimo encabezamiento, el último de los verdaderamente grandes y locos aventureros ingleses —que también fue el primero de los grandes y locos filósofos de la guerra moderna— había hecho llegar el libro a las manos de un amigo íntimo. ¿Quién podía seguir el rastro de sus viajes desde entonces? «Sotheby's» no.

Los libros valiosos —por suerte o por desgracia, depende del punto de vista de cada cual— nunca habían tenido tanto valor como, por ejemplo, los cuadros valiosos. Hasta el más raro de los libros impresos se consideraba como uno más de una serie de duplicados, no como un original único. Y a la inversa, el cuadro más raro, por el hecho de ser único, podía reproducirse fácilmente en cien billones de copias, distribuidas por todos los mundos habitados en reproducciones, en revistas y en imágenes electrónicas, y llegando así a ser ampliamente conocido, mientras que ningún libro, raro o corriente, podía ser copiado o aprehendido de forma parecida. Los libros impresos no podían reproducirse fácilmente, y ello les restaba fama, lo cual a su vez disminuía su valor especulativo en el mercado.

Raramente aparecía en una subasta un libro que fuera a un tiempo famoso y único. El lote 61 era uno de esos libros,
Los siete pilares de la sabiduría
en su primera, privada y muy limitada edición, distinta de todas las ediciones posteriores no sólo en los tipos de imprenta y en la encuademación, sino también en casi la tercera parte del texto. Antes de la subasta que nos ocupa sólo se conocía la existencia de un único ejemplar, pues todos los demás habían desaparecido o se habían destruido; el superviviente estaba en la Biblioteca del Congreso, en Washington D.C. Ni siquiera la Biblia de Gutemberg combinaba la fama con una rareza tal; éste era el único ejemplar original disponible de una reconocida obra maestra de la literatura del siglo XX.

Las esperanzas que tenía Sylvester de adquirir el libro no eran descabelladas, a pesar de que todas las bibliotecas y coleccionistas importantes de este planeta y de los colonizados estarían presentes o representados en la venta. «Quaritch» actuaría en representación de la Universidad de Texas, que con toda seguridad tendría unos deseos frenéticos de añadir esta preciosísima pieza que les faltaba en su extensa colección de la obra y memorabilia del autor.

El personal de «Sotheby» tenía instrucciones de otros pujadores y algunos otros ya flanqueaban el estrado del subastador con las cabezas inclinadas hacia el auricular que llevaban en la oreja, ya que seguían recibiendo instrucciones de última hora desde lugares lejanos. Pero todos los que iban a intervenir en la puja tendrían unos topes límite, y el de Sylvester era muy elevado.

A las once en punto el subastador subió al estrado.

—Buenos días, damas y caballeros. Bienvenidos a «Sotheby y Compañía».

Era un hombre alto, que se afanaba por superar el acento del East End y conseguir el habla y los modales de Oxbridge; puso en marcha la subasta sin dilación. Aunque hubo cierta agitación a causa del interés que suscitaron las traducciones al inglés de los
Comentarios
de César y las
Vidas
de Plutarco, del siglo xvi, la mayor parte de la biblioteca de Quayle estuvo liquidada rápidamente.

Luego le llegó el turno al pergamino de la crucifixión, y los sabuesos de los medios de comunicación se lanzaron al ataque con las cámaras de fotogramas en ristre. Los ciudadanos de televisión que estaban sentados en la primera fila comenzaron a producir arrullos y revoloteos. Alguien se dirigió a la rubia que hizo la primera oferta llamándola «Adastra, cariño» en un susurro propio de escenario y lo bastante fuerte como para que pudiera oírse en la última fila. Tras unas cuantas rondas rápidas sólo quedaron Lady Malypense y otras dos personas que pujaban en serio. Un miembro del personal de «Sotheby» representaba a uno de ellos, y Sylvester sospechó que el representado era Harvard, que esperaba quizás adquirir un relato de la crucifixión para estar a la par con Yale, que ya poseía uno. El tercer miembro que tomaba parte en la puja, un hombre con acento de predicador de Alabama, se hallaba detrás de ella. El asunto quedó reducido a cosa de dos cuando Harvard desistió; pero el eclesiástico sureño se mostraba implacable.

Por fin Lady Malypense dejó de responder al último «¿Estoy oyendo...?» Como si el martillo del subastador hubiera sido una indicación, la actriz y su claque salieron de la sala bruscamente, clavándole unas miradas como puñales al gordo vencedor.

La colección anónima,
Propiedad de un caballero
, se ofrecía ahora en lotes. La mayor parte eran volúmenes de historia militar por las que Sylvester no sentía un interés especial; el campo en el que ella se desenvolvía a sus anchas era la literatura de principios del siglo xx, en particular la inglesa..., es decir, la británica.

Por fin el lote 60, una primera edición del relato de Patrick Leigh Fermor sobre las proezas acaecidas durante la resistencia cretense en la Segunda Guerra Mundial, cayó bajo el martillo del subastador. A Sylvester le hubiese gustado tener aquel libro, y pujó por él —no porque le importase Creta ni una guerra medio olvidada, sino porque Leigh Fermor era un muy buen descriptor de paisajes—, pero el precio subió muy rápidamente por encima de lo que ella estaba dispuesta a pagar. Pronto el subastador lo declaró «vendido» y la sala quedó inmediatamente en silencio.

—Lote 61, Lawrence, T.E.,
Los siete pilares de la sabiduría. —
Mientras el director hablaba, un joven de aspecto solemne trajo el grueso volumen y lo sostuvo en alto, volviéndolo despacio hacia un lado y otro—. Impreso en linotipia sobre papel biblia, a una cara y a doble columna. Encuadernado en tafilete de color tostado, con los cantos dorados y estuche jaspeado. Sueltas, van insertadas en la parte delantera dos hojas escritas a mano; una de ellas es una nota de dedicatoria «a Jonathan» firmada por el autor «en Farnborough, a 18 de noviembre de 1922». La otra son algunos comentarios escritos a lápiz, en una letra que se cree pertenece a Robert Graves. Este libro, ejemplar rarísimo, es uno de los ocho impresos por la «Oxford Times Press» en 1922 por orden del autor, tras de los cuales fueron destruidos por él mismo y otros tres se presume que han desaparecido. La salida son quinientas mil libras.

Apenas acababa de concluir la descripción cuando comenzó la puja. Un pequeño revuelo de excitación se extendió por la sala cuando el subastador comenzó a recitar, casi sin pausa, cifras cada vez mayores.

—Seiscientas mil, me ofrecen seiscientas mil... Seiscientas cincuenta mil... Setecientas mil.

Nadie hablaba, pero se movían dedos y se hacían indicaciones con la cabeza, tanto en la mesa de los comerciantes como en otros lugares de la sala, con tanta rapidez que el subastador ni siquiera tenía tiempo de dar las gracias a los que hacían las ofertas.

—Ochocientas setenta y cinco mil libras —dijo el subastador.

Por primera vez se produjo una pausa momentánea antes de que obtuviera una respuesta. Estaba claro que muchos de los que pujaban estaban llegando al límite. Según las reglas del juego, cuanto más alto es el precio, más alta es también la subida mínima; el precio era ahora tan elevado que la subida mínima era de cinco mil libras.

—¿Alguien ofrece ochocientas ochenta mil libras? —preguntó el subastador como dándolo por hecho.

Sólo respondieron «Quaritch» y otro librero más. La mirada del subastador fue rápidamente hacia el ala lateral, que quedaba a su izquierda; evidentemente quienquiera que estuviera allí sentado, fuera de la vista, había pujado también.

—¿Alguien ofrece ochocientas ochenta y cinco mil?

—Novecientas mil libras —dijo Sondra Sylvester, que hablaba por primera vez. Su voz sonó nueva, rica y oscuramente coloreada en la concurrida sala, una voz, este hecho resultó obvio para todos los presentes, acostumbrada a dar órdenes. El subastador le hizo una inclinación de cabeza, y le dirigió una sonrisa al reconocerla.

En la mesa de delante el caballero de «Quaritch», que en realidad representaba a la Universidad de Texas, permaneció impertérrito, pues el Departamento de Humanidades de dicha universidad poseía ya una extensa colección de Lawrence; sin duda alguna estaba preparado para llegar a cifras altísimas con tal de llegar a adquirir el trofeo, pero el otro librero rival que quedaba en la puja se inclinó hacia atrás y dejó caer el lápiz.

—Me ofrecen novecientas mil libras. ¿Alguien ofrece novecientas cinco? —El subastador miró fugazmente hacia su izquierda y anunció—: Un millón de libras.

Un rumor de admiración recorrió la sala. El hombre de «Quaritch» miró con curiosidad por encima del hombro, apuntó algo en la agenda que tenía delante y desistió de seguir pujando, pues había alcanzado el tope permitido por su cliente. La puja mínima era ahora de diez mil libras.

—Un millón diez mil libras —dijo Sylvester. Parecía confiada, más confiada de lo que se sentía en realidad. ¿Quién sería el que se encontraba en el ala lateral? ¿Quién sería el que estaba pujando contra ella?

El subastador insistió.

—Me ofrecen...

Vaciló al tiempo que miraba hacia su izquierda, y luego fijó momentáneamente la mirada allí. Se volvió para mirar directamente a Sondra Sylvester y casi tímidamente señaló hacia el ala lateral con un espasmo en la mano.

—Me ofrecen un millón quinientas mil libras —dijo transportando hacia ella una peculiar intimidad en la voz.

Un siseo colectivo silbó por entre el público. Sylvester notó que el rostro se le ponía rígido y frío. Durante un momento no osó moverse, pero de poco servía calcular sus recursos; estaba totalmente vencida.

—Me ofrecen un millón quinientas mil. ¿Alguien ofrece un millón quinientas diez? —El subastador seguía mirándola cortésmente, observando al público, que tenía los ojos brillantes de placer—. Me ofrecen un millón quinientas mil. —El martillo revoloteó por encima del bloque—. Por última vez..., tengo una oferta de un millón quinientas mil. —El martillo descendió—. «Vendido.»

El público prorrumpió en aplausos, salpicados de gritos de deleite. ¿A quién estarían aplaudiendo en realidad?, se preguntó amargamente Sylvester. ¿A un autor fallecido, o a un adquisidor pródigo?

Los consejeros se llevaron ceremoniosamente de la vista del público la reliquia impresa. Unas cuantas personas saltaron del asiento y se dirigieron hacia la puerta, renunciando a lo que quedaba mientras el subastador se aclaraba la garganta y anunciaba:

—Lote 62, autógrafos variados...

Sylvester permaneció sentada donde estaba, sin moverse, notando que las miradas de los curiosos la quemaba. En las profundidades de aquel desencanto también ella sentía curiosidad por saber quién la había derrotado. Se levantó lentamente y se dirigió con la mayor calma que pudo hacia el pasillo. Poco a poco avanzó hacia el ala lateral, se detuvo al lado de la misma, y se quedó allí esperando pacientemente mientras la subasta continuaba. Cada vez más personas iban abandonando la sala durante lo que eran ya los últimos y rutinarios minutos..., y por fin todo terminó. Sylvester se adelantó hasta quedar delante del ala lateral.

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