Read Venus Prime - Máxima tensión Online
Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss
Se encontró frente a un hombre joven con el pelo muy corto de color rojizo, que llevaba en la solapa del traje de corte conservador un botón que lo identificaba como miembro de la plantilla.
—¿Ha sido usted?
—En nombre de un cliente, como es natural. —Tenía acento del Atlántico central..., americano, culto, de la Costa Este. El rostro resultaba extrañamente atractivo, con los ojos suaves y pecas.
—¿Tiene usted libertad para divulgar...?
—Lo siento mucho, señora Sylvester, pero sigo instrucciones muy estrictas.
—Usted me conoce a mí. —La mujer lo miró con atención: era muy apuesto, más bien atractivo—. ¿Tiene libertad para decirme cómo se llama usted?
—Me llamo Blake Redfield, señora.
—Eso ya es un progreso. ¿Quizá le gustaría a usted comer conmigo, señor Redfield?
—Es usted muy amable. Desgraciadamente...
Sylvester se quedó mirándolo durante un momento. Él no parecía tener prisa por marcharse; la estaba observando tan atentamente como ella a él. La mujer dijo:
—Lástima. ¿Quizás en otra ocasión?
—Sería delicioso.
—En otra ocasión, entonces.
Sylvester salió de la sala con paso enérgico. Al llegar a la entrada se detuvo y le pidió a la chica que llamase un taxi; mientras esperaba le preguntó:
—¿Cuánto tiempo lleva en la empresa el señor Redfield?
—Déjeme pensar... —La muchacha de mejillas sonrosadas torció la boquita de capullo de rosa de un modo encantador al esforzarse por recordar—. Puede que un año, señora Sylvester. En realidad no es un empleado fijo.
—¿No?
—Es más bien una especie de asesor —le explicó la muchacha—. Especialista en libros y manuscritos de los siglos xix y xx.
—¿Tan joven?
—Muy joven, ¿verdad? Pero, por lo que se oye decir de él a los asesores, un completo genio. Aquí está el taxi.
—Siento haberte molestado. —Sylvester apenas echó una ojeada a la forma negra y cuadrada con conductor que se acercó al bordillo zumbando—. Creo que, a fin de cuentas, prefiero caminar un poco.
El andar de la mujer era decidido, no meditativo; estaba enojada, y necesitaba que le circulase la sangre. Fue caminando rápidamente calle abajo hacia Picadilly, torció hacia el Este para atravesar el laberinto de los pequeños Burlingtons y cruzar el final de Saville Row camino de una tienda cerca de Charing Cross Road, un lugar antiguo y, en el pasado, con frecuencia de mala reputación, pero que ahora hacía gala de una vena de renovada respetabilidad.
Llegó allí en poquísimo tiempo. Unas letras doradas sobre el escaparate anunciaban: «Hermione Scrutton, Librera». Cuando se encontraba aún a media manzana de la tienda vio a la propia Scrutton a la puerta, esmaltada en verde, metiendo una decorativa llave de hierro en la decorativa cerradura de hierro mientras acercaba el ojo al ojo de una cabeza de león de bronce que servía de llamador, pero que también contenía el lector de retina que accionaba la verdadera cerradura de la puerta.
Cuando Scrutton acabó de abrir la puerta, Sylvester se encontraba ya lo bastante cerca como para oír el tintineo de la campanilla de latón montada sobre un muelle, que sonó al entrar la dueña.
Instantes después la misma campanilla anunciaba la llegada de Sylvester; desde un pasillo bordeado de volúmenes amarillos muy viejos emergió Scrutton, que se había estado ocupando del sistema de alarma. Era una diablilla de constitución rechoncha con cejas muy pobladas; llevaba un vestido de lana de color marrón y un pañuelo dorado en la garganta. La calva se le hacía visible entre el escaso y encanecido cabello. Las mejillas —que ya de por sí tenían un tono tostado e incongruente— prestaban un color subido, y en los inquietos labios rojos aparecía una sonrisa.
—Mi querida Syl. No sabes cómo lo siento. Ah, verás. Mm, estoy sencillamente desolada...
—Oh, Hermione, no estás molesta en absoluto. Sabes muy bien que no habría podido permitirme gastar ni un penique en tu tienda en los cinco años próximos si hubiera conseguido el libro de la subasta.
—Mmm, confieso que la idea se me ha pasado por la cabeza. Y, ciertamente, hubiera echado de menos tu..., eh..., elegantísima presencia en mi humilde..., eh..., establecimiento. —Scrutton sonrió con ironía—. Pero uno no tiene dificultades para colocar los ejemplares realmente raros, ¿no es así? ¿Mm?
—¿Quién me ha derrotado? ¿Lo sabes? La librera hizo un movimiento con la cabeza, la papada aleteando en el aire.
—Nadie a cuyo agente pudiera reconocer. Yo estaba sentada más atrás que tú. Me temo que no conseguí ver al hombre que pujaba.
—El pujador era
anónimo —
le informó ella—. Estaba representado por un joven llamado Blake Redfield.
Las cejas de Scrutton revolotearon arriba y abajo rápidamente.
—Ahh, Redfield. Mm, ya veo. —Se dio la vuelta para revolver el estante de libros que tenía más cerca—. Redfield, ¿verdad? Claro. Oh, sí.
—Hermione, me estás tomando el pelo... —Las palabras le salieron de la parte de atrás de la garganta, como el gruñido de advertencia de una pantera—. Y por eso te voy a arrancar ese pellejo bronceado artificialmente.
—¿Sí? —La librera se volvió a medias, arqueando una ceja voladiza—. ¿Cuánto valor tiene para ti?
—Una comida —repuso Sylvester inmediatamente.
—Pero no en el pub de siempre —le advirtió la otra.
—Donde tú elijas. En el «Ritz», por Dios.
—Hecho —dijo Scrutton frotándose las manos—. Mm. No he comido nada desde el desayuno, por lo menos.
En algún momento entre la lechuga con mantequilla y las gambas, animadas por media botella de «Moët & Chandon», Scrutton le reveló la sospecha que albergaba de que Redfield representase nada menos que a Vincent Darlington... Al oír esto Sylvester dejó caer el tenedor.
Scrutton, con las cejas oscilándole a causa de la alarma, se quedó mirándola con la boca abierta. En todos los años que hacía que conocía a Sylvester nunca la había visto de aquel modo: el hermoso rostro se le estaba oscureciendo de una manera alarmante, y Scrutton no estaba del todo segura de que la otra no hubiese sufrido un infarto. Miró a su alrededor, pero vio con alivio que ninguno de los presentes en aquel espacioso comedor parecía haber notado nada malo, con la posible excepción de un sereno y ansioso camarero.
A Sylvester le mejoró el color.
—Qué sorpresa —susurró.
—Syl, querida, yo no tenía ni idea...
—Esto es una
vendetta
, naturalmente. No importa el idioma ni la época, al dulce Vincent no le interesa lo más mínimo la literatura. Dudo que supiera distinguir
Los siete pilares de la sabiduría
de
El amante de Lady Chatterly.
—
Mm, sí... —A Scrutton le temblaron las mejillas, pero no pudo resistirse—. Son bastante cercanas en la fecha...
—Hermione —le advirtió Sylvester, dirigiéndole una fría mirada; escarmentada, Scrutton se calmó—. Hermione, Vincent Darlington no
lee
nunca. No compró el libro porque conozca su valor; lo compró para avergonzarme, porque yo lo avergoncé a él... en un terreno muy diferente.
Sylvester se recostó en la silla, limpiándose a golpecitos los labios con una pesada servilleta de hilo.
—¿De veras, mi querida niña? —murmuró Scrutton—. Lo comprendo perfectamente.
—No,
no
de veras, Hermione —dijo con brusquedad Sylvester—. Pero creo que tienes buena intención. Por eso estoy a punto de poner mi vida, o por lo menos mi reputación, en tus manos. Si alguna vez necesitas hacerme chantaje, recuerda este momento..., el momento en que juré vengarme de ese gusano de Darlington. Aunque me cueste toda mi fortuna.
—Mm, ah. —Scrutton tomó un sorbo de champán, luego depositó con suavidad la copa sobre el mantel de hilo—. Bueno, Syl, esperemos que no tenga que llegar a eso.
Un objeto que vale un millón y medio de libras se envía discretamente y con la debida consideración hacia su integridad física. Afortunadamente,
Los siete pilares de la sabiduría se
había impreso en aquellos lejanos días que se daba por sentado que las páginas impresas debían durar. Blake Redfield sólo tenía ahora que colocar el libro en un estuche Styrene acolchado por dentro y buscar un medio de transporte adecuado y capaz de proporcionarle un almacenaje que controlara la temperatura y la humedad.
El registro de Lloyd's tenía en la lista dos naves apropiadas que llegarían a Port Hesperus con veinticuatro horas de diferencia la una de la otra. Ninguna de las dos alcanzaría Venus en menos de dos meses, pero no había otras que llegasen antes, y tampoco estaba programada la salida de ninguna otra nave hasta varias semanas más tarde; así era la naturaleza de los viajes interplanetarios. Una de las dos naves era un carguero, el
Star Queen
, que iba a abandonar la órbita de la Tierra al cabo de tres semanas. La otra nave era de pasajeros, la
Helios
, que, aunque tenía programada la partida después que la primera, realizaba la travesía a más velocidad. La prudencia le aconsejaba a Blake reservar un lugar en ambas; el asterisco junto al nombre de
Star Queen
advertía que la nave estaba siendo sometida a reparaciones y que todavía tenía que obtener los necesarios permisos de circulación para el comercio por la Junta de Control del Espacio.
Blake estaba sellando la cerradura magnética del estuche Styrene cuando la puerta de la trastienda de «Sotheby» dio un fuerte golpe.
La silueta de una mujer joven quedó recortada contra el pasillo de ladrillo.
—Cielos, Blake, ¿qué estabas haciendo? —inquirió al tiempo que agitaba una mano para dispersar el humo acre.
—He estado preparando unos granos de clorato de potasio y azufre. Si no hubieras sido
tú
, querida, este objeto más bien caro que tengo ante mí habría quedado barrido de tu vista y oculto en la cámara acorazada antes de que hubieras despejado al aire delante de tu linda nariz.
—¿Y no podías haber usado un avisador o algo así? ¿Tenías que destruir el pomo de la puerta?
—No he destruido el pomo de la puerta. Es más el ruido que las nueces. Podía haber abombado la venerable pintura. Lo lamento.
La joven de mejillas de manzana llevaba un modesto uniforme con una conservadora falda de metal. Se acercó al escritorio y se quedó observando a Blake mientras éste cerraba el estuche de plástico.
—¿No te parece una lástima que ella perdiera en la puja? Tiene un buen gusto.
—¿Ella?
—La que se acercó a ti después de la venta —dijo la joven—. Muy guapa para la edad que tiene. Te preguntó algo que hizo que te sonrojaras.
—¿Sonrojarme? Tienes una imaginación muy viva.
—No se te da bien fingir, Blake. La culpa la tiene tu abuelo irlandés de quien has heredado las pecas.
—La señora Sylvester es una mujer atractiva...
—Después me preguntó por ti. Le dije que eras un genio.
—Dudo que tenga ningún interés personal en mí. Y a mí desde luego no me interesa ella personalmente.
—¡Oh! ¿Entonces le interesa Vincent Darlington?
—Oh, sí, pura lujuria. —Se echó a reír—. Seguro que es por su dinero.
La muchacha apoyó una cadera cubierta de malla en el respaldo de la silla que él ocupaba; Redfield notó el calor de ella en la mejilla.
—Darlington es un cerdo analfabeto —anunció la muchacha—. No se merece una cosa así.
—Es algo ideado por el enemigo —murmuró él; y se levantó bruscamente, apartándose de ella, para meter el estuche cerrado en la cámara acorazada—. Bien. —Se dio la vuelta hacia la muchacha, que quedaba al otro lado del atestado despacho amarillo—. ¿Me has traído el panfleto?
La joven sonrió, demostrando en las sonrosadas mejillas y en los ojos brillantes el franco interés que sentía por él.
—He encontrado un estante lleno, pero todavía lo tengo en mi casa. Ven allí conmigo y te iniciaré en los secretos de los
prophetae.
El joven la miró con cierto recelo; luego se encogió de hombros.
—Claro.
Al fin y al cabo, aquél era un tema que hacía mucho tiempo que lo tenía intrigado.
Una discreta llamada a la puerta, repetida a intervalos... Sondra Sylvester salió del baño a grandes pasos, llevando puesto un camisón de seda azul que se le ceñía pesadamente al alargado cuerpo. Quitó la cadena de la puerta.
—El té, señora.
—Póngalo junto a la ventana, allí estará muy bien.
El joven de uniforme sorteó el camino entre el gran desorden de objetos femeninos y depositó sobre la mesa la pesada bandeja de plata con el té. Las ventanas de la espaciosa
suite
gozaban de una estupenda vista a Hyde Park, pero aquella mañana tenían las pesadas cortinas corridas, de tal modo que impedían el paso de la luz.
Sylvester buscó con la vista por la habitación en penumbra y divisó el monedero de terciopelo en el suelo, al lado del sillón casi oculto a causa de la ropa que en él había colgada. Encontró allí papel moneda y sacó un billete a tiempo para metérselo al joven en la mano.
—Gracias, señora.
—Has sido muy bueno —le dijo ella un poco aturdida. Cerró la puerta tras él—. Dios mío, ¿cuánto le habré dado? —masculló—. Todavía estoy dormida.
Una forma redondeada se removió debajo de las sábanas de la cama. El revuelto pelo oscuro de Nancybeth y sus ojos violeta aparecieron entre las sábanas.
Sylvester contempló el resto del cuerpo de Nancybeth a medida que salía a la vista: el gracioso cuello, los hombros esbeltos, los pesados pechos de oscuros pezones.
—Qué decoroso por tu parte esperar hasta que él se marchase. Y qué insólito.
—¿De qué te quejas? —Nancybeth bostezó, mostrando unos dientes pequeños y perfectos y una lengua rosa de movimientos rápidos.
Sylvester se dirigió a la pantalla de vídeo que había en la pared y se puso a manipular los mandos ocultos en un marco dorado y tallado.
—Dijiste que estabas despierta. Te pedí que pusieras las noticias.
—Volví a quedarme dormida.
—Estuviste metiendo la mano en el bolso otra vez. Nancybeth la miró echando chispas por aquellos ojos pálidos que tendían a bizquear cuando se concentraba.
—Syl, a veces actúas más como una madre... Saltó de la cama y echó a caminar a largos pasos hacia el baño.
—¿Como qué?
Pero Nancybeth no le hizo caso y atravesó el vestidor, dejando la puerta abierta, y pasó a la ducha.