Venus Prime - Máxima tensión (4 page)

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Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss

BOOK: Venus Prime - Máxima tensión
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Sparta —no era ése su nombre real, se le ocurrió, sino una identidad que había asumido por alguna razón, aunque todavía permaneciera oculta— le habló al helicóptero:

—Snark, aquí L. N. 30851005. ¿Me reconoces?

Tras una pausa momentánea, el helicóptero dijo:

—Reconozco tu mando.

—Dirección oeste, altitud mínima y velocidad máxima con respecto al suelo, consecuente con los protocolos de evasión. En automático, por favor.

—Automático confirmado.

Paredes lisas de piedra arenisca roja, del jurásico, se elevaban y brillaban de forma intermitente a ambos lados de la nave. El lecho de un torrente formado por desordenados cantos rodados de granito subía en peldaños irregulares por el desfiladero, que ascendía rápidamente; ahora se encontraba seco, excepto en algunos tramos que estaban cubiertos de nieve, pero se convertiría en un torrente intermitente durante las tormentas de finales de verano. La nave tan pronto rozaba las desnudas y rosadas ramas de enmarañados sauces en el lecho del torrente como volaba casi en vertical por la ladera de la montaña, esquivando salientes de risco basáltico, hasta que súbitamente el desfiladero se hizo tan angosto que quedó reducido a una hondonada poco profunda en medio de un bosque de pinos, y la montaña se aplanó dando paso a una pradera salpicada de grupos de álamos temblones.

Sparta había ajustado la escala de la proyección hasta hacer que correspondiera con el terreno que iba apareciendo delante de ella, y ahora se puso a estudiarlo, buscando en la imagen hasta que halló la topografía que necesitaba.

—Snark, dirígete a cuarenta grados dirección norte, ciento cinco grados, cuarenta minutos y veinte segundos dirección oeste.

—Cuarenta norte, uno cero cinco, cuarenta, veinte oeste. Confirmado.

El helicóptero redujo la velocidad de pronto y titubeó al borde de los bosques de tiemblos, con el morro vibrando como si olfatease en busca de un rastro.

Un instante más tarde la nave cruzaba veloz como un rayo la llanura nevada y abierta, en dirección a la cordillera de picos lejanos y aún más elevados que brillaban al sol.

—Tenemos contacto visual.

En una pantalla de vídeo de un sótano a cuatro mil kilómetros hacia el Este, un reducido grupo de hombres y mujeres observaban cómo el helicóptero avanzaba velozmente sobre el suelo; la imagen, bien enfocada y enormemente aumentada, era captada desde un satélite que se hallaba a mil kilómetros por encima de él.

—¿Por qué no hace uso de los protocolos de evasión?

—Quizá no sepa cómo hacerlo.

—Pues bien que sabe cómo
hacer volar
a esa cosa.

El que hablaba así era un hombre de cincuenta y tantos años cuyos cabellos plateados estaban cortados casi al cero. Llevaba un traje de lana de color gris oscuro y una corbata gris de seda lisa sobre una camisa de algodón gris claro; era un atuendo de trabajo, pero lo mismo hubiera podido ser un uniforme militar.

El arranque que había tenido aquel hombre era una acusación incontestable; no obtuvo más respuesta que un nervioso remover de pies.

Una mujer le tocó la manga, y cuando el otro la miró le hizo una seña con la barbilla. Se adentraron en las sombras de la sala de controles, lejos de los demás.

—¿Qué hay? —preguntó él, molesto.

—Si realmente McPhee le restauró la memoria a corto plazo usando una implantación celular sintética, puede que ahora la muchacha tenga acceso a las habilidades que adquirió antes de dicha intervención —le susurró la mujer. Era atractiva, a pesar de llevar el pelo corto, ir vestida de gris y actuar con cierta rigidez; sus oscuros ojos eran como estanques de sombra en la penumbra de la habitación.

—Tú me indujiste a creer que ella ya había olvidado todo lo que vio o hizo durante los tres últimos años —le dijo él con petulancia, esforzándose por no levantar la voz.

—La permanencia, es decir, el grado de amnesia retroactiva debida a la pérdida de memoria a corto plazo es a menudo impredecible...

—¿Y por qué no me lo has dicho hasta
ahora? —
gruñó él con voz lo bastante alta como para hacer que algunas cabezas se volvieran.

—...sólo que, como siempre, podemos tener la completa seguridad de que la muchacha nunca recordará nada de lo ocurrido
después
de la intervención. —La mujer gris hizo una pausa—. Hasta la reintervención. Es decir, hasta hoy.

Los dos guardaron silencio, y durante unos instantes nadie habló en aquella oscura habitación. Todos estaban observando el helicóptero, que huía de su propia sombra por encima de enormes moles de nieve y estanques helados, entre pinos y tiemblos, y bajaba luego por abruptos desfiladeros como una velocisima libélula, con los rotores gemelos entrelazados y revoloteando como alas membranosas en los hilos cruzados del satélite rastreador, aunque, evidentemente, con un poco más de decisión en su vuelo.

La imagen osciló momentáneamente y luego, cuando un nuevo satélite asumió la tarea del rastreo, se estabilizó en un ángulo ligeramente diferente.

—Señor Laird —dijo el operador de rastreo—, no sé si esto es significativo...

—Veámoslo —dijo el hombre gris.

—El blanco ha estado girando gradualmente en sentido opuesto a las agujas del reloj durante los dos últimos minutos. Ahora sigue rumbo sudeste.

—Se ha perdido —apuntó alguien, algún ayudante entusiasta—. Está volando a ciegas y no sabe qué dirección sigue.

El hombre de gris ignoró el comentario.

—Déjeme ver el sector completo.

La imagen de la pantalla se amplió inmediatamente para mostrar las Grandes Llanuras ondulándose como un océano helado contra el Front Range; las ciudades parecían varadas allí como objetos arrojados por el mar a la orilla: Cheyenne, Denver, Colorado Springs, todas ellas fundidas por los suburbios en una única aglomeración como una tela de araña. El helicóptero resultaba microscópico, invisible a aquella escala, aunque su posición estaba todavía claramente marcada por los hilos cruzados y centrados.

—Parece que el blanco mantiene el rumbo con firmeza —dijo el operador.

—¡Maldición! Se dirige directamente al Mando Espacial —dijo el hombre gris. Después miró fijamente y con amargura a la mujer gris.

—¿En busca de asilo? —preguntó ésta con suavidad.

—Tenemos que derribarlo —comentó a tontas y a locas el mismo ayudante entusiasta, cuyo entusiasmo ya se había convertido en pánico.

—¿Con qué? —inquirió el hombre gris—. El único vehículo armado que poseemos en un radio de menos de mil quinientos kilómetros de la posición donde se encuentra es precisamente ése en el que ella va volando. —Se dio la vuelta hacia la mujer siseando las palabras, pero sin molestarse apenas en hacer que no fueran audibles—. Ojalá no hubiera escuchado nunca tus inteligentes explicaciones... —Dejó la frase sin terminar, apretando los dientes con ira, y se inclinó sobre la consola—. No está usando los protocolos de evasión. ¿Qué posibilidades hay de bloquearle el camino?

—No podemos bloquear los circuitos de control y navegación del blanco, señor. Se hallan protegidos contra todo.

—¿Y las transmisiones de salida?

—Ahí quizá tuviéramos una posibilidad.

—Hágalo inmediatamente.

—Señor, eso no es tan preciso como una operación quirúrgica. El Mando de Defensa Aérea hará estallar una de las tomas de combustible.

—Hágalo ahora. Ya me encargaré yo del Mando de Defensa Aérea. —Se volvió hacia su ayudante—. Línea negra con el Comandante en Jefe NORAD. Déjeme ver el perfil antes de pasármelo.

El ayudante le entregó un teléfono.

—El Comandante en Jefe NORAD es un tal general Lime, señor. Su perfil va a aparecer en la pantalla B.

El hombre gris habló por el teléfono y esperó, leyendo rápidamente el perfil psicológico del general en la pequeña pantalla y planeando el discurso que iba a hacerle mientras desviaba la atención hacia la pantalla grande.

Los hilos cruzados del satélite espía se movieron inexorablemente hacia el cuartel general del Mando Espacial de las Fuerzas Aéreas situado al este de Colorado Springs. Una voz seca se recibió en la línea telefónica, y el hombre gris contestó rápidamente.

—General, le habla Bill Laird —comenzó a decir con voz cálida, llena de confianza y deferencia—. Siento mucho molestarle, pero tengo que vérmelas con un problema grave y me temo que se me está escapando de las manos; tanto es así, que confieso que se ha convenido en un problema también para usted. Lo cual le explicará la interferencia electromagnética que la gente bajo su mando está experimentando en los canales de combate...

La conversación telefónica exigió una gran dosis de los recursos de amabilidad y persuasión del director. No fue aquélla la última llamada que tuvo que hacer; el general Lime se negó a emprender acción alguna sin recibir antes la confirmación del superior de Laird.

Más mentiras dichas en tono muy serio atravesaron el éter, y cuando por fin el director colgó el teléfono estaba temblando tras una tensa sonrisa. Le tiró de la manga a la mujer gris y la arrastró otra vez a las sombras.

—Este programa está apunto de tocar a su fin, y todo gracias a ti —dijo con enojo—. Y habremos perdido años de trabajo. ¿Crees que podré conservar el puesto que ocupo después de toda esta debacle? Tendremos suerte si no nos vemos metidos en un proceso.

—Ciertamente, dudo que el presidente quisiera...


¡Tú!
Dejadla viva, dijiste.

—Era magnífica, William. Desde el principio. Era una experta por naturaleza.

—Nunca se entregó al Conocimiento.

—¡Es todavía una niña!

A modo de respuesta, él emitió una tos enfadada. Empezó a pasearse arriba y abajo, meditabundo; luego se detuvo, moviendo la cabeza de un lado a otro.

—De acuerdo. Es hora de que disolvamos la banda y de que nos dispersemos entre el rebaño común y corriente.

—William...

—Oh, estaremos en contacto —le dijo él con amargura—. Habrá un puesto para ambos en el Gobierno, estoy seguro. Pero queda por delante mucho que reconstruir. —Cruzó los dedos, flexionó los brazos e hizo sonar los nudillos—. Ese sanatorio tendrá que desaparecer. Todos ellos tendrán que desaparecer. Y éste es el momento de hacerlo.

La mujer gris sabía muy bien que lo mejor era no poner objeciones.

—¿Qué nave sin identificar es ese zumbido parásito? —La sargento se mostraba incrédula. Con gran eficiencia intervino las coordenadas del helicóptero que se aproximaba transformándolas en AARGGS, el sistema de guía de cañón antiaéreo.

—Dicen que se trata de cierto tipo de nave ECM experimental que se ha vuelto majara —repuso el capitán—. Ops dice que la gente que lo dejó suelto cree que viene de regreso a nuestras bases.

Fuera, en el perímetro de la base del cuartel general del Mando Espacial, las baterías de cañones TEUCE sufrieron una sacudida brusca y se tambalearon sobre sus pedestales.

—¿Los interceptores no pueden alcanzarlo?

—Claro que podrían cazarlo. Un «F—14» podría subírsele justo encima, mirar hacia abajo o disparar. ¿Ha visto usted algunos de estos nuevos helicópteros del Ejército en acción, sargento? Pueden volar a unos tres pies del suelo a seiscientos klicks. Pero, ¿qué hay en el suelo entre este lugar donde estamos y las montañas?

—Oh.

—Eso es. Casas, escuelas, esa clase de cosas. Así que depende de nosotros en defensa de perímetro. La sargento miró el campo del radar.

—Bien, en unos veinte segundos lo sabremos.

Ordenó armar los AARGGS incluso antes de que el capitán le dijese que lo hiciese.

El Snark aulló al pasar volando sobre los tejados de los ranchos situados en los suburbios, sobre las piscinas de los patios traseros y los jardines de rocalla, y al atravesar los amplios bulevares y lagunas artificiales, lanzaba al aire guijarros sueltos, sacudía las últimas hojas muertas de los álamos ornamentales, aterrorizaba a los peatones, levantaba nubes de polvo y dejaba tras de sí las aguas de las fangosas lagunas sumidas en la agitación. Las antenas del helicóptero emitían continuamente en todos los canales, fueran restringidos o sin restringir, a medida que se iba acercando a la base, pero no recibía respuesta alguna a aquellas urgentes comunicaciones. El suelo llano y desnudo del perímetro de la base se aproximaba velozmente...

Al entrar el helicóptero, emitiendo un chirrido, por encima de las vallas y de los camiones de bomberos, ambulancias y vehículos policiales que se hallaban esperándolo, algunos observadores advirtieron —y más tarde así lo testificaron— que la nave no parecía ir en dirección al bosque de antenas de radio enfocadas al espacio que constituían el rasgo más distintivo del cuartel general del Mando Espacial, sino que se dirigía hacia el Edificio de Operaciones, delante del cual se encontraba una plataforma para helicópteros. Era una distinción precisa, demasiado precisa, sobre la cual basar una decisión de fracciones de segundo.

Tres misiles de hipervelocidad TEUCER se lanzaron al aire en el momento en que el Snark cruzaba el perímetro. No eran más que barras de acero dotadas de forma, salvas muertas sin ninguna carga de explosivos, pero impactaban con el momentum de meteoritos, de bulldózers voladores. Dos décimas de segundo después de salir de la plataforma de lanzamiento pasaron a través del helicóptero blindado, desgarrándolo por completo. No hubo explosión. La nave, que sencillamente se había desintegrado, se diseminó sobre la explanada de desfiles como un puñado de confetti ardiendo. Los pedazos más grandes de aquel metal humeante rodaron por el suelo como bolas chamuscadas de papel de periódico.

3

Sparta se quedó esperando entre los desnudos álamos temblones que había al borde del campo helado, estuvo esperando allí hasta que la luz mantecosa se hubo desvanecido de aquel cielo occidental cuajado de nubes. Tenía entumecidos los dedos de los pies, los de las manos, los lóbulos de las orejas y la punta de la nariz, y el estómago no paraba de gruñirle. Mientras estuvo caminando no le había importado el frío, pero cuando al final tuvo que detenerse y esperar a que se hiciera oscuro, ya había empezado a tiritar. Ahora que ya era de noche podía avanzar y entrar.

Había hecho acopio de valiosa información en el Snark antes —en aquella fracción de segundo en que el aparato se había detenido, revoloteando sin moverse a unos centímetros por encima del suelo mientras computaba nuevas coordenadas— de saltar fuera del helicóptero, y lo había enviado en aquella dirección carente de protección. Dónde estaba, precisamente. Qué día, mes y año eran, precisamente. Esto último había venido como una sacudida. Los recuerdos habían ido acumulándose cada vez más a cada minuto que pasaba, pero ahora ya sabía que incluso los más recientes de aquellos recuerdos eran de hacía más de un año. Y en las horas transcurridas desde el momento en que saltase del helicóptero, mientras caminaba trabajosamente abriéndose paso entre la nieve, había estado meditando sobre la retoñante extrañeza de aquella sensación que tenía de su propia persona.

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