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Authors: Charles Portis

Valor de ley (21 page)

BOOK: Valor de ley
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Creo que los bandidos fueron los primeros en abrir fuego, aunque de pronto el humo y el ruido se hicieron tan intensos que no puedo estar segura. Lo que sé es que el comisario fue hacia ellos tan resuelta y directamente que los bandidos rompieron su línea antes de que él llegase hasta ellos y los dejara atrás, con los revólveres despidiendo fuego y sin apuntarlos con las miras, sino simplemente enfilando el cañón y moviendo de uno a otro lado la cabeza para aprovechar plenamente la visión de su único ojo.

Harold Permalee fue el primero en caer. Arrojó su escopeta al aire, se llevó las manos al cuello y cayó hacia atrás pasando sobre las ancas de su caballo. Bob el Auténtico Greaser, que cabalgaba apartado de los demás, se pegó a su caballo y logró escapar con sus ganancias. Farrell Permalee fue herido y, un momento más tarde, su caballo cayó al suelo con una pata rota, y Farrell salió despedido violentamente hacia su muerte.

Creímos que Rooster había salido de la prueba ileso, pero en realidad recibió varios perdigonazos en la cara y los hombros, y Bo, su caballo, resultó mortalmente herido. Cuando Rooster intentó frenarlo tirando de las riendas con los dientes, para dar media vuelta y continuar el ataque, el enorme animal cayó de costado y Rooster quedó debajo de su cuerpo.

Sobre el terreno no quedaba ahora más que un jinete, que no era otro que Lucky Ned Pepper. Hizo dar la vuelta a su caballo. El brazo izquierdo del bandido colgaba exánime de su costado, pero con la mano derecha continuaba sosteniendo un revólver. Lucky Ned Pepper dijo:

—¡Bueno, Rooster, esto se ha acabado!

Rooster había perdido sus grandes revólveres en la caída y luchaba por desenfundar el que llevaba al cinto en su pistolera, pero el arma estaba atascada contra el suelo por el peso de caballo y jinete.

Lucky Ned Pepper hizo que su caballo avanzase al trote y apuntó contra el indefenso comisario.

LaBoeuf se movió rápidamente junto a mí y se sentó en el suelo. Se echó a la cara el rifle Sharps y, apoyando los codos en las rodillas, apuntó durante un segundo y disparó la potente arma. La bala voló hacia su blanco igual que un águila cayendo sobre su presa, y Lucky Ned Pepper quedó muerto sobre su silla de montar. El caballo se encabritó y el cuerpo del bandido cayó al suelo. El animal, presa del pánico, emprendió la huida. La distancia cubierta por el magnífico tiro de LaBoeuf contra el jinete en movimiento fue de más de seiscientos metros. Estoy dispuesta a firmar una declaración jurada confirmando que esto es cierto.

—¡Hurra! —grité alegremente—. ¡Hurra por el texano! ¡Menudo tiro!

LaBoeuf, muy satisfecho de sí mismo, se dispuso a recargar su rifle.

Hay que tener en cuenta que el prisionero cuenta con una ventaja sobre su guardián, y la ventaja es esta: él está siempre pensando en huir y en espera de una oportunidad, mientras que el guardián no piensa en todo momento en vigilarlo. Una vez un hombre ha sido apresado —eso cree el guardián—, apenas es necesario nada más que la presencia y amenaza de una fuerza superior. Piensa en cosas alegres y permite que su cerebro divague. Es muy natural. De no ser así, el guardián sería un prisionero de su prisionero.

De tal modo ocurrió que LaBoeuf (y yo también) se distrajo por un trágico momento, congratulándose por el preciso tiro de rifle que había salvado la vida de Rooster Cogburn. Tom Chaney, aprovechando la ocasión, cogió una piedra del tamaño de una calabaza y golpeó con ella la cabeza de LaBoeuf.

El texano se desplomó lanzando un agónico gemido. Yo grité, me puse rápidamente en pie y retrocedí, apuntando de nuevo mi revólver contra Tom Chaney, que estaba agachándose para recoger el rifle Sharps. ¿Me fallaría esta vez el viejo revólver Dragoon? Esperaba que no fuese así.

Apresuradamente amartillé el arma y apreté el gatillo. El fulminante detonó, hizo explotar la pólvora y envió una justiciera bala de plomo, excesivamente demorada, contra la criminal cabeza de Tom Chaney.

Sin embargo, no me fue posible paladear la victoria. El retroceso del gran revólver me hizo trastabillar hacia atrás. ¡Me había olvidado de la grieta que se abría a mi espalda! Caí por la abertura y luego descendí vertiginosamente, rozándome y rebotando contra las irregulares paredes. Durante todo el tiempo intenté desesperadamente aferrarme a algo, pero mis manos no encontraron nada. Caí en el fondo con un sordo golpe que casi me privó del conocimiento. Los pulmones se me vaciaron de aire y permanecí inmóvil unos momentos, hasta que recuperé la respiración. Me sentía ofuscada y tuve la extraña noción de que el espíritu se escapaba de mi cuerpo por la boca y las ventanillas de la nariz.

Al principio creí que yacía tumbada, pero cuando traté de incorporarme me encontré con que estaba atascada en un pequeño agujero, con la parte inferior de mi cuerpo encajada entre dos musgosas rocas. ¡Estaba atrapada como un corcho en el gollete de una botella!

Tenía el brazo derecho encajado entre mi cuerpo y la roca, y no me era posible soltarlo. Cuando traté de utilizar la mano izquierda para salir del agujero me encontré con la terrible sorpresa de que el antebrazo estaba doblado en una actitud antinatural. ¡Tenía el brazo roto! No me dolía mucho; solo notaba una especie de entumecido cosquilleo. El movimiento de mis dedos era débil y apenas me era posible cerrarlos. No quise utilizar el brazo como apoyo, por miedo a que la presión empeorase la fractura y apareciera el dolor.

Allí abajo hacía frío y reinaban las sombras, aunque no totalmente. Desde lo alto llegaba un haz de luz solar que terminaba en una pequeña mancha luminosa sobre el suelo de la caverna, a cosa de metro y medio. Miré hacia arriba e, iluminadas por la luz solar, pude ver flotantes partículas de polvo removidas por mi cuerpo al caer.

En las rocas que me rodeaban atisbé unas cuantas ramas, pedazos de papel, una vieja bolsa de tabaco y manchas de grasa en el lugar donde habían caído los restos de las cacerolas vaciadas desde arriba. También vi el pico de una camisa azul de hombre; el resto estaba oscurecido por las sombras. No había serpientes. ¡Gracias a Dios!

Reuní fuerzas y grité:

—¡Socorro! ¡LaBoeuf! ¿Me oye?

No hubo contestación alguna. Yo no sabía si el texano estaba vivo o muerto. Lo único que oí fue el zumbido del viento arriba, ruido de gotas al caer y unos débiles chirridos. No pude identificar la naturaleza de los chirridos ni localizar su origen.

Renové mis esfuerzos por liberarme, pero mis enérgicos movimientos hicieron que me escurriese un poco más por el musgoso agujero. Mi pensamiento fue: «Esto no conviene». Dejé de maniobrar por miedo a caer por el agujero a sabía Dios qué tenebrosas profundidades. Podía agitar libremente las piernas y tenía las perneras de los vaqueros arremangadas, por lo que parte de la carne de mis piernas quedaba al descubierto. Noté un roce extraño contra una de mis pantorrillas y pensé: «¡Arañas!». Sacudí los pies con fuerza, pero dejé de hacerlo porque noté que aún descendía un par de centímetros más.

Oí más chirridos y entonces se me ocurrió que en la caverna de abajo había murciélagos. Eran los murciélagos quienes producían aquella especie de chirridos y era un murciélago lo que rozó mi pierna. Sí, yo los había perturbado. Su lugar de reposo estaba allí abajo. Y aquel agujero que yo ahora tan efectivamente tapaba era su salida al mundo exterior.

No sentía ningún miedo irrazonable hacia los murciélagos, pues sabía que no eran más que unas criaturas pequeñas y tímidas; pero también estaba enterada de que eran portadores de la temida hidrofobia, contra la cual no existía remedio alguno. ¿Qué harían los murciélagos si, llegada la noche y su hora de volar, se encontraban con que su comunicación con el mundo exterior se encontraba taponada? ¿Morderían? Si luchaba y pataleaba contra ellos, era indudable que me escurriría por el agujero. Pero yo sabía que no tenía la suficiente voluntad para permanecer inmóvil y dejar que me mordieran.

¡La noche! ¿Seguiría yo allí cuando llegara la noche? No debía perder la cabeza y sí evitar esos pensamientos. ¿Qué habría sido de LaBoeuf? ¿Y cómo estaría Rooster Cogburn? No parecía haber resultado malherido en la caída de su caballo. Pero... ¿cómo iba a enterarse de que yo estaba allí? No me gustaba mi situación.

Pensé en prender fuego a trozos de tela para hacer señales de humo, pero la idea resultaba inútil porque no tenía cerillas. Era seguro que alguien iría en mi socorro. Quizá el capitán Finch. La noticia del tiroteo no tardaría en ser conocida y atraería a una partida de comisarios para investigar. Sí; eso era lo más probable. Lo importante era aguantar. La ayuda llegaría, eso era indudable. Al menos no había serpientes. Me decidí por este plan: lanzaría gritos de socorro cada cinco minutos, más o menos, porque no teniendo reloj no podía estar segura.

Lancé un grito, y el eco de mi voz, el viento allá arriba, el gotear de la caverna y el chirrido de los murciélagos se burlaron de mí. Conté para medir el tiempo. Eso entretuvo mi cerebro y me dio una sensación de finalidad y método.

No había avanzado mucho en mi cuenta cuando mi cuerpo se escurrió notablemente y, con pánico en mi pecho, advertí que el musgo que me retenía estaba soltándose. Busqué algo para agarrarme, estuviera o no mi brazo roto, pero mi mano solo encontró superficies rocosas. Iba a caer. Era cuestión de tiempo.

Otra vez me escurrí, hasta el nivel de mi codo derecho. Esa protuberancia ósea me sirvió de momentáneo retén, pero advertí que el musgo cedía contra ella. ¡Una caña! Eso era lo que necesitaba. Algo que meter conmigo en el agujero para hacer que ese tapón que era yo encajase mejor. O un largo palo para ponerlo debajo de mi brazo.

Busqué con la mirada algo que sirviera. Ninguna de las ramas que había a mi alrededor era ni lo bastante larga ni suficientemente gruesa para lo que me proponía. ¡Si al menos pudiera alcanzar la camisa azul! Aquello sería lo ideal para aumentar el tamaño del «tapón». Rompí una rama intentando agarrar con ella el extremo de la camisa. Con la segunda logré tener la tela al alcance de mis dedos. Aun con la mano debilitada, conseguí agarrar la tela con el pulgar y el índice y tiré de ella. Resultó inesperadamente pesada. Estaba enganchada en algo.

De pronto retiré la mano como si hubiese tocado un hierro al rojo. ¡Aquello era el cadáver de un hombre! O, más exactamente, su esqueleto cubierto por la camisa. Durante un minuto no hice nada, tan estremecedor y espantoso había sido el descubrimiento. Podía distinguir buena parte de los restos, la cabeza con mechones de pelo rojizo bajo un trozo de podrido sombrero negro, un brazo envuelto en la manga de la camisa y la porción del tronco de cintura para arriba. La camisa tenía abrochados los dos o tres botones más cercanos al cuello.

Pronto recuperé la serenidad. Me estoy cayendo. Necesito esa camisa. Estos pensamientos me acuciaron urgentemente. No tenía estómago para la tarea, pero en mis desesperadas circunstancias no podía hacer otra cosa. Mi plan consistía en dar un tirón a la camisa a fin de soltarla del esqueleto. ¡Me haré con esa camisa!

Así que volví a agarrar la tela y tiré de ella hacia mí con todas las fuerzas que pude reunir. Sentí en el brazo un fuerte dolor y la solté. Tras unos momentos, el dolor se redujo a una soportable sensación de entumecimiento. Examiné los resultados de mi esfuerzo. Los botones habían saltado y ahora el cuerpo estaba a mi alcance. La camisa continuaba envolviendo los hombros y los huesos de los brazos. También vi que la maniobra había descubierto la caja torácica del pobre hombre.

Un tirón más y tendría el cuerpo lo bastante cerca para soltar la camisa. Mientras me preparaba para hacerlo, mi mirada fue atraída por algo —¿un movimiento?— dentro de la cavidad formada por las curvas costillas grisáceas. Me incliné un poco hacia delante para echar un vistazo más de cerca. ¡Serpientes! ¡Un nido de serpientes! Me incliné para atrás aunque, estando como estaba, prisionera en aquel musgoso cepo, una auténtica retirada era imposible.

No puedo decir el número preciso de serpientes de cascabel que había en el nido, pues algunas eran grandes, mayores que mi brazo, y otras pequeñas, hasta del tamaño de lapiceros, pero no creo que hubiera menos de cuarenta.

Con corazón palpitante las observé removerse en el pecho del hombre. Yo había perturbado su sueño en su curiosa guarida de invierno, y ahora, más o menos conscientes, comenzaban a moverse y a separarse unas de otras.

En menudo atolladero estoy, pensé. Necesito desesperadamente la camisa, pero no quiero molestar más a las serpientes para conseguirla. Aún meditaba tales cosas, mi cuerpo iba resbalando poco a poco hacia... ¿qué? Quizá hacia un negro e insondable lago donde los peces eran blancos y carecían de ojos.

Me pregunté si las serpientes morderían en su actual estado de aletargamiento. Supuse que no podían ver bien, si es que veían algo, pero también observé que la luz y el calor del sol producía en ellas un efecto vigorizador. En casa, en el granero, teníamos dos serpientes reales, Saúl y el pequeño David, para que acabaran con las ratas, pero en realidad yo conocía muy poco acerca de las serpientes. Sabía que de las víboras y los crótalos debía huirse y, si había alguna azada a mano, matarlos. Esos eran todos mis conocimientos sobre las serpientes venenosas.

El dolor del brazo roto aumentó. Noté que el musgo cedía contra mi brazo derecho, y al mismo tiempo vi que algunas de las serpientes salían a través de las costillas del hombre. ¡Dios me ayude!

Apreté los dientes y agarré la huesuda mano que asomaba por la manga de la camisa. Di un tirón y separé del hombro todo el brazo. Dirán ustedes que fue una acción terrible, pero comprenderán que no había alternativa.

Estudié el brazo. Fragmentos de cartílago lo mantenían unido por la articulación del codo. Retorciendo un poco logré partirlo por ese lugar. Cogí el largo hueso del brazo y me lo puse bajo la axila para que me sirviera de tope. Eso evitaría que cayese por el agujero si mi descenso llegaba hasta tal punto. Era un hueso largo y, según yo esperaba, fuerte. Me sentí agradecida a aquel pobre hombre por haber sido alto.

Lo que me quedaba ahora era la parte inferior, los dos huesos del antebrazo, la mano y la muñeca, todo en una pieza. Lo cogí por el codo y procedí a utilizarlo como defensa para mantener a las serpientes a raya.

—¡Fuera, fuera! —grité con fuerza, golpeándolas con la ósea mano—. ¡Atrás!

Eso estaba muy bien, solo que advertí que la agitación únicamente lograba que las serpientes se mostrasen más activas. ¡Al intentar alejarlas, solo conseguía excitarlas! Se movían muy lentamente, pero eran tantas que no podía vigilarlas a todas.

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