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Authors: Charles Portis

Valor de ley (16 page)

BOOK: Valor de ley
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—¿Por qué se pone usted tan tonto? —pregunté.

Rooster se apartó y yo acabé de vendar el brazo. Luego calenté el
sofky
, después de quitarle las cenizas, y preparé el café en la chimenea. LaBoeuf se unió a Rooster en el cobertizo de los animales, y entre los dos ataron los seis caballos en reata con una larga cuerda y cargaron los cuatro cadáveres sobre sus lomos, como si fueran sacos de maíz. El caballo pardo perteneciente a Moon reculó y enseñó los dientes, no mostrándose dispuesto a cargar con el cuerpo de su amo. Lo hizo un caballo menos sensible.

Rooster no pudo identificar al hombre que había vuelto para rescatar a Lucky Ned Pepper. Digo «hombre», pero en realidad no era más que un muchacho, no mucho mayor que yo. Tenía la boca abierta y no pude resistir mirarlo. El tal Haze era viejo y tenía el rostro enjuto y arrugado. Costó mucho arrancar el revólver de su mano.

Los dos agentes hallaron el caballo de Haze entre los árboles, a poca distancia. No estaba herido. En la silla, llevaba dos sacas, en las cuales encontramos unos treinta y cinco relojes, unos cuantos anillos de mujer, algunas pistolas y alrededor de seiscientos dólares en monedas y billetes. ¡El botín arrancado a los pasajeros del expreso! Mientras examinaba el terreno por donde habían huido los bandidos, LaBoeuf encontró unas cápsulas de bala que mostró a Rooster.

—¿Qué son? —pregunté.

Rooster explicó:

—Esta es una cápsula de cartucho del 44 perteneciente a un rifle Henry.

Así que teníamos otra pista. Pero no teníamos a Chaney. Ni siquiera habíamos podido verlo. Tomamos un rápido desayuno consistente en
sofky
, y abandonamos el lugar.

Tardamos una hora en llegar al camino de Texas. Constituíamos toda una caravana. Si en aquel brillante día de diciembre ustedes hubieran ido por el camino de Texas, se habrían encontrado con dos comisarios de ojos enrojecidos y una soñolienta joven cerca de Dardanelle, Arkansas, marchando hacia el sur y conduciendo siete caballos. Y de haberse fijado mejor, habrían descubierto que cuatro de esos caballos iban cargados con cadáveres de asaltantes y cuatreros. En realidad, nos encontramos con varios viajeros, que se quedaron estupefactos ante nuestra tétrica carga.

Algunos de ellos habían oído ya hablar acerca del robo del tren. Un hombre, un indio, nos dijo que los ladrones habían sacado diecisiete mil dólares en efectivo del expreso. Dos tipos que iban en una calesa nos comunicaron que, según sus informes, la cifra era de setenta mil dólares. ¡Una gran diferencia!

Las narraciones estaban básicamente de acuerdo en cuanto a las circunstancias que concurrieron en el asalto. Esto es lo que ocurrió: los bandidos rompieron el cambio de agujas de Wagoner's Switch y metieron el tren en una vía muerta. Luego tomaron como rehenes al conductor y al fogonero y amenazaron con matarlos si el jefe del tren no les abría las puertas de su vagón. El hombre tenía agallas y se negó a hacerlo. Los ladrones asesinaron al fogonero. Pero el jefe de tren siguió oponiéndose. Entonces los ladrones volaron las puertas con dinamita y el hombre resultó muerto en la explosión. Para abrir la caja de caudales, emplearon más dinamita. Mientras todo esto ocurría, dos bandidos recorrían los vagones robando a punta de revólver a los pasajeros. Un hombre de un coche cama protestó y le abrieron la cabeza con el cañón de un arma. Fue el único a quien molestaron, aparte del fogonero y del jefe de tren. Los bandidos llevaban los sombreros calados y se cubrían los rostros con pañuelos, pero Lucky Ned Pepper fue reconocido por su pequeña estatura y por lo imperioso de sus modales. Ninguno de los otros fue identificado. Y así es como robaron el expreso del Katy en Wagoner's Switch.

Cabalgar por la ruta de Texas resultaba cómodo. Como Rooster había dicho, era amplia y de terreno muy igual. Había salido el sol, y la nieve se fundía rápidamente bajo sus cálidos rayos.

Después de cabalgar un rato, LaBoeuf comenzó a silbar tonadas, quizá para olvidarse de su maltrecho brazo. Rooster rezongó:

—¡Que el diablo se lleve a los que silban!

Eso era lo peor que podía haber dicho si deseaba que LaBoeuf se callase. Después de eso el texano tuvo que seguir para demostrar que le importaba muy poco la opinión de Rooster. Al cabo de un rato sacó del bolsillo un birimbao y comenzó a tocarlo. Interpretó con él canciones populares. Anunció
La alegría del soldado
, y luego la tocó. Luego,
Johnny en las marismas
, y la tocó. Luego
El ocho de enero
y la tocó. Todas parecían la misma canción. LaBoeuf preguntó:

—¿Te gustaría oír algo en particular, Cogburn?

El texano intentaba acabar con la paciencia de Rooster, pero este no contestó nada. Luego LaBoeuf tocó unas cuantas tonadillas de las que cantan los cómicos de la legua y se guardó el extraño instrumento.

Al cabo de unos minutos, el texano señaló los grandes revólveres que iban en las pistoleras de la silla de Rooster y preguntó:

—¿Los llevaste durante la guerra?

—Los tengo desde hace mucho tiempo —contestó el comisario.

—Supongo que estuviste con la caballería —dijo LaBoeuf.

—Ya no recuerdo cómo llamaban a donde estuve.

—Yo quería ser de caballería, pero era demasiado joven y no tenía caballo. Siempre lo he lamentado. Entré en el ejército el mismo día en que cumplí quince años y vi los últimos seis meses de la guerra. Mi madre lloró mucho, porque mis hermanos llevaban tres años fuera de casa. Corrieron a alistarse al primer redoble de tambor. El ejército me colocó en el departamento de Intendencia y estuve contando los bueyes y los sacos de avena que tenían que enviarse al general Kirby Smith en Shreveport. No era un trabajo digno de un soldado. Quería salirme del departamento Trans-Mississippi y marchar hacia el este. Deseaba ver auténticas batallas. Cuando ya todo estaba acabado, tuve la oportunidad de ir allí con un comisario castrense, el comandante Burks, que iba a ser transferido al departamento de Virginia. Nuestra partida estaba formada por veinticinco hombres y llegamos a tiempo de participar en Five Forks y Petersburg. Luego todo terminó. Siempre he lamentado no haber podido montar a las órdenes de Stuart, de Forrest o de alguno de los otros, como Shelby y Early.

Rooster no dijo nada.

—Pues a mí me parece que seis meses debieron de serle suficientes —comenté. LaBoeuf replicó:

—No; parece jactancioso y estúpido, pero no fue así. Cuando me enteré de la rendición me puse casi malo.

—Pues mi padre dijo que se puso contentísimo de volver a casa —dije—. Por el camino estuvo a punto de morir.

LaBoeuf se volvió hacia Rooster:

—Resulta difícil creer que un hombre no recuerde dónde sirvió durante la guerra. ¿Ni siquiera te acuerdas de cuál era tu regimiento?

—Creo que lo llamaban el «departamento de los Balazos» —contestó Rooster—. Estuve en él cuatro años.

—No tienes muy buena opinión de mí, ¿verdad?

—Cuando mantienes tu boca cerrada, no tengo ninguna opinión en absoluto sobre ti.

—Te estás confundiendo conmigo.

—No me gustan estas conversaciones. Son como parloteo de mujeres.

—En Fort Smith me dijeron que estuviste con Quantrill y su banda de la frontera.

Rooster no contestó.

—He oído decir que esos no eran soldados, sino ladrones y asesinos —insistió LaBoeuf.

—Yo he oído lo mismo —replicó Rooster.

—Dicen que en Lawrence, Kansas, asesinaron a mujeres y a niños.

—Eso también lo he oído. Es una cochina mentira.

—¿Estuviste allí?

—¿Dónde?

—En Lawrence.

—Sobre eso se han contado muchas mentiras.

—¿Negarás que dispararon contra soldados y civiles por igual y que incendiaron la ciudad?

—Se nos escapó Jim Lañe. ¿En qué ejército estabas tú,
míster?

—Primero estuve en Shreveport, con Kirby-Smith... —Sí, ya he oído lo de esos departamentos. ¿En qué lado estabas?

—Con el ejército de Virginia Septentrional, Cogburn, y cuando lo digo, no tengo que agachar la cabeza. Ahora sigue bromeando. Lo único que intentas es dar un espectáculo para esta chica diciendo cosas que a ti deben de parecerte ingeniosas.

—Esto es como parloteo de mujeres. —Sí, eso mismo. Ponme en ridículo a los ojos de esta chica.

—Creo que ella ya te tiene muy bien calado.

—Estás confundiéndote conmigo, Cogburn, y no me gusta tu forma de hablar.

—De eso no tienes por qué preocuparte. Ni tampoco del capitán Quantrill.

—¡Capitán Quantrill!

—Será mejor que dejes el asunto, LaBoeuf.

—¿Capitán de qué?

—Si andas buscando pelea, estoy dispuesto a satisfacerte. Si no, dejemos el tema.

—¡Nada menos que capitán Quantrill!

Adelanté mi caballo para ponerme entre los dos y dije:

—He estado pensando una cosa. Escuchen. Había seis bandidos y dos cuatreros, y sin embargo, en el cobertizo de la cabaña no se veían más que seis caballos. ¿Cómo me explican eso?

—Solo necesitaban seis caballos —dijo Rooster.

—Sí; pero entre esos seis están los de Moon y Quincy. Solo había cuatro caballos robados.

—Habrían cogido también los otros dos para devolverlos más tarde —contestó Rooster—. No tiene nada de raro.

—Entonces ¿en qué habrían montado Moon y Quincy?

—Tenían los seis caballos cansados.

—¡Oh! Me había olvidado de ellos.

—Era solo un cambio por unos días.

—Yo pensaba que tal vez Lucky Ned Pepper planeaba asesinar a los dos cuatreros. Habría sido algo muy traicionero, pero así no hubiesen podido declarar contra él. ¿Qué le parece?

—No. Ned no habría hecho eso.

—¿Por qué no? Anoche, él y su banda de desesperados asesinaron a un fogonero y a un jefe de tren en el expreso del Katy.

—Ned no anda por ahí matando a la gente sin motivo. Eso sí: si tiene motivo, la mata.

—Usted puede pensar lo que quiera —dije—. Yo creo que la traición formaba parte de su plan.

Llegamos al almacén de J.J. McAlester a eso de las diez de la mañana. La gente salió a ver los cadáveres, y el horroroso espectáculo, empeorado por el hecho de que la mañana invernal fuese tan soleada y alegre, suscitó exclamaciones y murmullos. Debía de ser día de mercado, porque había varias carretas y caballos detenidos alrededor del almacén. Las vías del ferrocarril corrían por detrás del edificio. En el lugar había otras casas, aparte del almacén, pero todas eran pequeñas e insignificantes. Y sin embargo, si no me engaño, en aquellos tiempos, ese era uno de los mejores pueblos de la Nación Choctaw. Ahora el almacén forma parte de la pequeña aunque moderna ciudad de McAlester, Oklahoma, donde durante largo tiempo «el carbón fue el rey». Además, McAlester es la central internacional de la Orden del Arco Iris para Muchachas.

Por entonces allí no había ningún auténtico médico, pero sí un joven indio que sabía algo de medicina y valía para arreglar fracturas de huesos y curar heridas de bala. LaBoeuf fue a verlo para que lo atendiera.

Yo me fui con Rooster, que andaba en busca de un policía indio amigo suyo, el capitán Boots Finch, de la Caballería Choctaw. Esa policía se ocupaba únicamente de los crímenes cometidos por los indios y no tenía jurisdicción en lo que afectaba a los blancos. Encontramos al capitán en una pequeña cabaña de troncos. Estaba sentado sobre un cajón, junto a una estufa, cortándose el pelo. Era un hombre delgado, de la edad de Rooster. Tanto él como el barbero indio ignoraban la conmoción producida por nuestra llegada. Rooster se acercó al capitán por detrás, lo palmeó en las costillas con ambas manos y dijo:

—¿Cómo va esa salud, Boots?

El capitán dio un respingo e hizo un movimiento hacia su revólver, pero enseguida vio quién era y contestó:

—No se puede uno quejar, Rooster. ¿Qué te trae por la ciudad?

—Pero ¿esto es una ciudad? Creía que eran desmontes.

El capitán Finch se rió de la pulla y comentó:

—Debes de haber viajado muy deprisa si vienes por el golpe de Wagoner's Switch.

—Pues sí: eso es más o menos lo que me trae.

—Fueron el pequeño Ned Pepper y otros cinco. Supongo que eso ya lo sabías.

—Sí. ¿Cuánto se llevaron?

—Mr. Smallwood dice que fueron diecisiete mil dólares en efectivo y una saca de correo certificado de la caja de caudales. Aún no tiene el total de las reclamaciones de los pasajeros. Pero me parece que aquí estás en una vía muerta.

—¿Cuándo viste por última vez a Ned?

—Me han dicho que pasó por aquí hace dos días. El, Haze y un mexicano que montaba un caballo pinto. Yo no los vi. No creo que vuelvan por el mismo camino.

Rooster dijo:

—El mexicano era Greaser Bob.

—¿El joven?

—No, el viejo, el auténtico Bob de Fort Worth.

—Oí decir que fue malherido en Denison y que había abandonado el mal camino.

—Bob es duro de pelar. Con una herida no se lo detiene. Ando buscando a otro hombre. Creo que va con Ned. Es un tipo bajo y con una marca negra en la cara. Lleva un rifle Henry.

El capitán Finch reflexionó unos momentos. Al fin dijo: —No; según me dijeron solo estaban esos tres, Haze, el mexicano y Ned. Vigilamos la casa de su amante. Es una pérdida de tiempo y además no es asunto mío, pero he enviado a un hombre allí.

Rooster asintió:

—Sí que es una pérdida de tiempo, sí. Yo sé dónde encontrar a Ned.

—Sí, y yo también, pero harían falta cien comisarios para sacarlo de su escondite.

—No, no tantos.

—No harían falta tantos choctaws. ¿Cuántos iban en aquella partida de comisarios de agosto? ¿Cuarenta?

—Cerca de cincuenta —replicó Rooster—. Joe Schmidt mandaba aquella partida, o la mal mandaba. Esta la mando yo.

—Me sorprende que el comisario jefe te haya enviado a una misión como esta sin nadie que te supervise.

—Esta vez no ha podido evitarlo.

El capitán Finch ofreció:

—Yo podría llevarte allí, Rooster, y enseñarte cómo sacar a Ned.

—¿De veras? Bueno, un indio hace demasiado ruido y eso no me gusta. ¿No te parece, Gaspargoo?

Ese era el nombre del barbero. El hombre se rió tapándose la boca con la mano.
Gaspargoo
[18]
es también el nombre de un pescado muy sabroso.

—Quizá se pregunte quién soy yo —le dije al capitán.

—Sí, precisamente eso me estaba preguntando —contestó él—. Pensaba que eras un sombrero andante.

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