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Authors: Charles Portis

Valor de ley (13 page)

BOOK: Valor de ley
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Me acerqué con los caballos y LaBoeuf los metió en el cobertizo. Rooster empujó a los dos hombres al interior de la cabaña con la punta de la carabina. Los dos tipos eran jóvenes, como de veintitantos años. El tal Moon estaba pálido y asustado, y no parecía nada peligroso. Había recibido un balazo en el muslo, y la pernera de su pantalón estaba húmeda de sangre. Quincy tenía una cara chupada y ojos pequeños y de aspecto exótico. Me recordó a aquellos eslovacos que vinieron hace años a cortar duelas de barril. Los que se quedaron se han convertido en buenos ciudadanos. La gente procedente de esos países es, por lo general, católica, si es que es algo. Adoran las velas y los rosarios.

Rooster dio a Moon un pañuelo azul para que se lo atase a la pierna, y luego esposó juntos a los dos hombres y los hizo sentarse el uno al lado del otro en un banco. Los únicos muebles de la cabaña eran una destartalada mesa de troncos y unos bancos situados a sus extremos. Yo sacudí una manta en la puerta a fin de que saliera el humo. Habían vaciado una cafetera en la chimenea, pero aún había unas cuantas brasas y tizones en los lados, y conseguí encender otra vez el fuego.

Junto a la chimenea había una gran olla, como de ocho litros de capacidad, llena de un mejunje que parecía maíz machacado. Rooster probó su contenido con una cuchara y dijo que era una comida india llamada
sofky
. Dijo que era bueno y me ofreció probarlo. Pero como el
sofky
estaba lleno de ceniza, decliné la oferta.

—¿Acaso esperabais compañía, muchachos? —preguntó Rooster.

—Eso era nuestra cena y nuestro desayuno —replicó Quincy—. Me gusta desayunar fuerte.

—Me encantaría verte trasegar todo esto.

—El
sofky
siempre crece más de lo que uno espera.

—¿Y a qué os dedicáis, aparte de robar ganado y vender licores destilados ilegalmente? Parecéis nerviosos.

—Has dicho que no tenías ninguna orden de detención contra nosotros —replicó Quincy.

—No tengo ninguna específicamente contra vosotros —dijo Rooster—. Pero tengo unas cuantas John Doe por algunos trabajitos que os podrían colgar perfectamente. Aparte de acusaros de resistiros a un comisario federal. Por eso solo os condenarían a un año.

—No sabíamos que fueses tú. Podía haber sido cualquier chiflado.

—Me duele la pierna —dijo Moon. Rooster asintió:

—Apuesto a que sí. Si te estás quietecito, no sangrará tanto.

—No sabíamos que eras tú —repitió Quincy—. En una noche como esta... Estábamos bebiendo, y este tiempecito nos tenía medio asustados. Cualquiera puede decir que es un comisario. Por cierto, ¿dónde están los otros?

—Eso fue un cuento mío, Quincy. ¿Cuándo viste por última vez a tu viejo compinche Ned Pepper?

—¿Ned Pepper? —preguntó el cuatrero—. No lo conozco. ¿Quién es?

—Yo creo que sí lo conoces. Estoy seguro de que has oído hablar de él. Todo el mundo ha oído hablar de él.

—Yo, no.

—Trabajaba para Mr. Burlingame. ¿No trabajaste tú también para él durante algún tiempo?

—Sí, y lo dejé como han hecho todos los demás. Es un explotador que harta a todos sus buenos colaboradores. ¡El viejo avaro! Me gustaría que estuviese en el infierno con el espinazo roto. Pero no recuerdo a ningún Ned Pepper.

—Dicen que Ned era un excelente vaquero. Me sorprende que no te acuerdes de él. Es un tipo bajo y menudo, nervioso y rápido. Tiene un labio hecho un asco.

—No recuerdo a nadie así. ¿Un labio deformado, dices?

—No siempre lo tuvo así. Creo que lo conoces. Pero hay otra cosa. Ned tiene un nuevo colaborador. Es también bajo y tiene una marca de pólvora en la cara, una mancha negra. Usa el nombre de Chaney o el de Chelmsford. Lleva un rifle Henry.

—No sé, nada de eso me suena —dijo Quincy—. Una marca negra. Una cosa así no la habría olvidado.

—En resumidas cuentas: no sabes nada que me interese, ¿verdad?

—No, y si lo supiera, tampoco te iría con el soplo. —Bueno, piénsalo bien, Quincy. Y a ti te digo lo mismo, Moon.

Moon contestó:

—Siempre intento colaborar con la ley si eso no perjudica a mis amigos. No conozco a esos tipos. Si pudiera, me gustaría ayudarte.

—Si no colaboráis conmigo, os llevaré al Juez Parker. Para cuando lleguemos a Fort Smith, esa pierna estará hinchada e infectada. Tendrán que cortártela. Luego, si vives, pasarás dos o tres años en la prisión federal de Detroit.

—Intentas asustarme.

—En la cárcel os enseñarán a leer y escribir, pero el resto deja mucho que desear —dijo Rooster—. Aunque si no quieres ir, no tienes por qué hacerlo. Dame la información que necesito sobre Ned y mañana te llevaré a McAlester y allí te sacarán esa bala de la pierna. Luego te daré tres días para largarte del Territorio. En Texas hay mucho ganado y allí podrías pasarlo estupendamente.

—No podemos ir a Texas —replicó Moon.

—No te vayas de la lengua, Moon —advirtió Quincy—. Será mejor que si hay que decir algo, lo diga yo.

—No puedo callarme. La pierna me está volviendo loco.

Rooster cogió su botella de whisky y llenó una taza para el joven cuatrero.

—Hijo, si haces caso de Quincy, te morirás o perderás la pierna. A Quincy no le duele.

—No te dejes engatusar, Moon —advirtió Quincy—. Debes portarte como un soldado. Saldremos de esta.

Entró LaBoeuf, trayendo nuestras mantas y otros pertrechos. Dijo:

—En ese cobertizo hay seis caballos, Cogburn. —¿Qué clase de caballos? —preguntó Rooster. —A mí me han parecido de montar. Creo que todos están herrados.

Rooster interrogó a los cuatreros acerca de aquellos caballos, y Quincy aseguró que los habían comprado en Fort Gibson y que pensaban vendérselos a la policía india llamada Caballería Choctaw. Pero no pudo enseñar la factura de compra ni probar de ninguna manera que los animales les pertenecían, y Rooster no dio crédito a la historia. Luego Quincy se calló y no quiso responder a más preguntas.

Me enviaron a buscar madera para el fuego y tomé la lámpara, o mejor dicho la linterna sorda, porque eso era lo que era. Estuve buscando por la nieve y volví con unas cuantas ramas. Como no disponía de hacha, tuve que llevarlas enteras, para lo cual hice varios viajes.

Rooster preparó más café. Me dijo que me pusiera a partir la carne en salazón y los panecillos de maíz, que ahora estaban duros como piedras, y ordenó a Quincy que desplumase la pava y la troceara para freiría. LaBoeuf quería asar el ave sobre el fuego, pero Rooster dijo que la pieza no estaba lo bastante gorda y se quedaría dura y reseca.

Yo estaba sentada en un banco a un lado de la mesa, y los cuatreros se sentaban al otro lado, con las esposadas manos sobre la mesa. Los dos hombres habían preparado sus piltras sobre el sucio suelo, junto a la chimenea, y ahora Rooster y LaBoeuf estaban sentados en aquellas mantas con los rifles sobre las rodillas. En la pared había agujeros por los que el viento entraba silbando, haciendo que la llama del farol fluctuase un poco; pero la habitación era pequeña y el fuego nos daba más que suficiente calor. En conjunto, estábamos bastante bien instalados.

Vacié un pote de agua hirviendo sobre la rígida pava, pero esto no fue bastante para soltar todas las plumas. Quincy las arrancó con la mano mientras con la otra sujetaba el ave. Gruñó por lo incómodo que le resultaba el trabajo. Cuando hubo terminado de arrancar las plumas, descuartizó la pava con su cuchillo Bowie, para freiría, y demostró su resentimiento haciendo una labor de lo más chapucera. En vez de cortes limpios, dio fuertes y descuidados tajos.

Moon bebió whisky y se quejó del dolor de la pierna. A mí me daba pena. De pronto me cogió echándole una mirada y preguntó:

—¿Qué miras tú?

Era una pregunta estúpida, así que no contesté. Él me preguntó:

—¿Quién eres? ¿Qué andas haciendo aquí? ¿Para qué diablos habéis traído a esta chica? Contesté:

—Soy Mattie Ross y vivo cerca de Dardanelle, Arkansas. Ahora voy a hacerte una pregunta. ¿Por qué te convertiste en cuatrero?

Moon insistió:

—¿Qué hace aquí esta chica?

—Viene conmigo —contestó Rooster.

—Con nosotros —corrigió LaBoeuf.

Moon dijo:

—Eso no me parece bien. No lo entiendo.

Expliqué:

—El tal Chaney, el de la cara marcada, asesinó a mi padre. El tipo era bebedor de whisky, como tú. Eso acabó llevándolo al asesinato. Si contestas a sus preguntas, el comisario te ayudará. Yo conozco a un buen abogado, que también te ayudará.

—Todo esto me extraña muchísimo.

Quincy advirtió:

—No andes de palique con esta gente, Moon.

—No me gusta tu aspecto —dije.

Quincy dejó de trabajar.

—¿Me hablas a mí, esperpento? —preguntó.

—Sí, y estoy dispuesta a decirlo de nuevo. No me gusta tu aspecto ni la forma en que estás troceando esa pava. Espero que vayas a la cárcel. Mi abogado no te ayudará.

Quincy sonrió e hizo un ademán con el cuchillo, como si fuese a cortarme. Dijo:

—Pues no eres la más apropiada para hablar de aspectos. Tú eres un adefesio.

—Rooster —dije—, este tipo está dejando la pava hecha un asco. Todos los huesos están hechos astillas.

Rooster advirtió:

—Si no haces las cosas como es debido, Quincy, te haré comer las plumas del bicho ese.

—Es la primera vez en mi vida que hago este trabajo —replicó Quincy.

—Un hombre capaz de desollar de noche un buey tan rápidamente como tú, debería ser capaz de descuartizar una pava —comentó Rooster.

—Necesito un médico —dijo Moon.

—Deja de beber —ordenó Quincy—. El whisky te está volviendo imbécil.

LaBoeuf intervino:

—Si no separamos a esos dos, no conseguiremos nada. Uno de ellos domina al otro.

Rooster contestó:

—No te preocupes, Moon hablará. Un joven como él no tendrá ningunas ganas de perder una pierna. No tiene edad para andar por ahí con una pata de palo. Le gusta bailar y correr.

—Intentas engatusarme —dijo Moon. —Lo único que hago es decirte la verdad —replicó Rooster.

Al cabo de unos minutos, Moon se inclinó hacia Quincy para decirle algo al oído.

—Nada de eso —dijo Rooster, alzando su rifle—. Si tienes algo que decir, queremos oírlo todos.

Moon declaró:

—Vimos a Ned y a Haze anteayer.

—¡No seas estúpido! —gritó Quincy—. ¡Si cantas, te mato!

—No puedo hacer otra cosa. Necesito un médico. Diré todo lo que sé.

Al oír esto, Quincy lanzó el cuchillo Bowie contra la mano esposada de Moon y le cortó cuatro dedos, que saltaron ante mis ojos como astillas desprendidas de un tronco. Moon aulló, y una bala de rifle hizo pedazos el farol que había frente a mí y alcanzó a Quincy en el cuello, haciendo que un chorro de sangre me diese en plena cara. Mi pensamiento fue: «Será mejor que salga de esto». Me arrojé del banco, caía de espaldas y busqué un refugio en el sucio suelo.

Rooster y LaBoeuf saltaron hacia donde yo estaba y, cuando se hubieron asegurado de que no me encontraba herida, se acercaron a los dos ladrones caídos. Quincy estaba muerto o agonizando y Moon sangraba terriblemente por la mano y por la herida mortal en el pecho que Quincy le produjo antes de que ambos cayeran.

—¡Dios, me muero! —gritó Moon.

Rooster encendió una cerilla y me dijo que cogiese una rama de pino de la chimenea. Encontré un tronco largo y delgado, lo encendí y lo llevé junto al caído. Una humeante antorcha para iluminar una tétrica escena. Rooster quitó las esposas de la muñeca de aquel pobre joven.

—¡Haced algo! ¡Ayudadme! —gemía Moon.

—No puedo hacer nada por ti, hijo —murmuró Rooster—. Tu amigo te ha matado y yo me lo he cargado a él.

—No me dejéis tirado. No permitáis que los lobos se coman mi cuerpo.

—Te enterraremos como es debido, aunque la tierra está muy dura —prometió Rooster—. Ahora debes hablarme de Ned. ¿Dónde lo visteis?

—Lo vimos hace un par de días en McAlester, a él y a Haze. Esta noche van a venir aquí, a por caballos y comida. Si la nieve no se lo ha impedido, habrán asaltado el expreso del Katy en Wagoner's Switch.

—¿Cuántos son? ¿Cuatro?

—Necesitaban cuatro caballos, eso es lo único que sé. Ned era amigo de Quincy, no mío. Yo no denunciaría a un amigo. Temía que hubiese un tiroteo y yo no tuviera ninguna oportunidad, maniatado como estaba. En las peleas no soy de los que se echan para atrás.

—¿Viste a un hombre con una marca negra en la cara? —preguntó Rooster.

—No vi más que a Ned y a Haze. Cuando llega la hora de pelear, yo siempre estoy donde mayor es la ensalada de tiros, pero si tengo tiempo de pensar, no soy del todo leal. Quincy odiaba las leyes pero era leal a sus amigos.

—¿A qué hora dijeron que vendrían aquí?

—Ya tenían que estar aquí. Mi hermano es George Garrett. Es misionero metodista en el sur de Texas. Rooster, quiero que vendas mis cosas y envíes el dinero al superior de mi hermano en Austin, para que se lo entregue a él. El caballo pardo es mío; lo compré. Los otros se los robamos anoche a Mr. Burlingame.

Pregunté:

—¿Quieres que le digamos a tu hermano lo que te ha ocurrido?

—Eso no importa. Sabe que yo me eché al monte. Ya nos encontraremos algún día por los caminos de la gloria.

—Pues por esos caminos no busques a Quincy —dijo Rooster.

—Quincy siempre se portó bien conmigo —dijo Moon—. Nunca me hizo una sola jugada, hasta ahora. Dadme un poco de agua fresca.

LaBoeuf le dio agua en un tazón. Moon extendió su mano mutilada para cogerlo, luego lo tomó con la otra y dijo:

—Parece como si aún tuviera dedos, pero no los tengo.

Tomó un largo trago y eso le hizo daño. Habló un poco más, pero incoherentemente y sin sentido. No contestó a las preguntas. Lo que había en sus ojos era confusión. Pronto acabó todo para él y se unió con su amigo en la muerte. Parecía haber perdido por lo menos diez kilos de peso.

LaBoeuf comentó:

—Ya te dije que debimos haberlos separado.

Rooster no contestó nada, puesto que no deseaba reconocer que había cometido un error. Registró los cadáveres de los bandidos y puso todo lo que encontró sobre la mesa. El farol era imposible de reparar y LaBoeuf sacó una vela de la bolsa de su silla y la colocó sobre el tablero. Rooster examinó unas cuantas monedas, cartuchos y billetes de banco y la foto de una bonita chica sacada de una revista ilustrada. Además encontró unos cortaplumas, una bolsa de tabaco y, en el chaleco de Quincy, una pieza de oro californiano.

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