Read Valor de ley Online

Authors: Charles Portis

Valor de ley (8 page)

BOOK: Valor de ley
2.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La verdad es que si uno quiere que las cosas se hagan bien, tiene que encargarse él mismo de ellas. Aún hoy, no sé cómo permitieron que un tipo tan raro como Owen Hardy oficiara el servicio. Conocer el Evangelio y predicarlo son cosas distintas. Un baptista e incluso un campbellista hubieran sido preferibles a él. De haber estado yo allí, nunca lo habría permitido, pero no se puede estar en dos sitios a la vez.

Aquella mañana, la actitud de Stonehill no tenía nada de belicosa. En vez de gruñir o resoplar, se encontraba en un estado de depresión y tristeza como el de algunos viejos lunáticos que he visto posteriormente. Me apresuro a decir que el hombre no estaba loco. Mi comparación nada tiene de amable y no la utilizo más que para hacer resaltar su cambio de actitud.

Quiso extenderme un cheque, y aunque yo sabía que la cosa no habría presentado problemas, no deseaba llevar el asunto tan lejos ni correr el riesgo de hacerme un barullo, así que insistí en el pago en metálico. Stonehill dijo que tendría el dinero en cuanto su banco abriera.

—No tiene usted buen aspecto —dije.

—La malaria está haciéndome su visita anual —replicó él.

—Yo también he estado un poco indispuesta. ¿Ha tomado usted quinina?

—Sí, me he atiborrado de ella. Los oídos me zumban bastante. Pero ya no me hace el efecto que me hacía.

—Espero que se mejore.

—Gracias. Ya pasará.

Volví a la Monarch a tomar el desayuno por el que había pagado. LaBoeuf, el texano, estaba sentado a la mesa, afeitado y limpio. Supuse que el remolino de su coronilla no tenía arreglo. Incluso es probable que lo cultivara. El hombre era petulante y malicioso; Mrs. Floyd me preguntó si había llegado la carta. Contesté:

—Sí, ya la tengo. Ha llegado esta mañana.

—Supongo que estarás aliviada —comentó. Y luego, volviéndose a los demás—: Lleva días aguardando esa carta. —Y, otra vez a mí—: ¿Has visto ya al coronel?

—Acabo de hablar con él.

—¿Qué coronel?-preguntó LaBoeuf.

—Pues el coronel Stockhill, el tratante en granos —contestó Mrs. Floyd.

Intervine para decir:

—Se trata de un asunto personal.

—¿Conseguiste lo que querías? —continuó Mrs. Floyd, que para mantener la boca cerrada tenía las mismas dificultades que un pez.

—¿Y qué tienen que ver los granos con todo esto? —preguntó LaBoeuf.

—El coronel se llama Stonehill y no Stockhill, y es tratante de ganado, no de granos. Le vendí unos caballos medio muertos de hambre procedentes de Texas. No hay más que contar.

—Eres muy joven para ser vendedora de ganado —dijo LaBoeuf—. Por no hablar de tu sexo.

—Y usted es muy atrevido para ser un desconocido —repliqué yo.

—Su padre, poco antes de ser asesinado, compró los caballos al coronel —explicó Mrs. Floyd—. Y la pequeña Mattie ha conseguido obligarlo a deshacer el trato y a quedarse de nuevo con los caballos por un precio muy razonable.

A eso de las nueve volví al establo y cambié mi nota de descargo por trescientos veinticinco dólares en billetes. Con anterioridad había tenido cantidades superiores en mi poder, pero había supuesto que aquel dinero me produciría un placer superior a su valor nominal. Sin embargo, no fue así: eran solo trescientos veinticinco dólares en billetes, y el momento estuvo por debajo de mis esperanzas. Advertí esta pequeña desilusión, pero no le di gran importancia. Quizá me sentía afectada por el estado de depresión de Stonehill.

—Bueno —dije—, usted ha cumplido su parte del acuerdo y yo la mía.

—Así es —asintió él—. Te he pagado por un caballo que no tengo en mi poder y he vuelto a comprar unos ponis que no podré vender de nuevo.

—Olvida el caballo gris.

—Carne de matadero.

—Lo mira usted todo desde el lado malo.

—Lo miro desde el lado de la divina y eterna realidad.

—Espero que no piense usted que lo he engañado.

—No, no; en absoluto. Mi suerte ha sido notablemente mala desde que llegué al estado del Oso
[10]
. Este no es más que otro de tantos episodios y, por comparación, bastante feliz. Me dijeron que esta ciudad iba a ser el Chicago del sudoeste. Bueno, amiguita, pues resulta que no es el Chicago del sudoeste. No sé decir con exactitud lo que es. Me gustaría tomar la pluma y escribir un grueso volumen sobre mis desventuras aquí, pero no me atrevo a hacerlo por temor a que me tachen de exagerado.

—La malaria lo hace sentirse deprimido. Pronto encontrará un comprador para los ponis.

—Tengo una oferta de diez dólares por cabeza. Me la ha hecho la fábrica de jabón Pfitzer, de Little Rock.

—Sería un crimen destruir unos animales tan briosos para convertirlos en jabón.

—Sí que lo sería. Confío en que no se cierre el trato.

—Volveré luego a por mi silla de montar.

—Muy bien.

Fui a la tienda del chino, compré una manzana y pregunté a Lee si estaba Rooster. Me dijo que aún estaba acostado. Yo nunca había visto a nadie en la cama a las diez de la mañana a no ser que estuviese enfermo, pero ahí era donde estaba Cogburn.

Se removió al atravesar yo la cortina. Su cuerpo pesaba tanto que el camastro se hundía por el centro hasta llegar casi al suelo. Parecía que estuviese en una hamaca. Bajo las ropas de cama, Rooster estaba por completo vestido. Sterling Price, el gato, estaba hecho un ovillo a los pies de la cama. Cogburn tosió y escupió en el suelo; luego se lió un cigarrillo, lo encendió y tosió un poco más. Me pidió que le llevase café; yo cogí una taza, tomé la cafetera del fogón y se lo serví. Mientras bebía, pequeñas gotas de café se adherían a su bigote, como rocío. Si se los deja solos, los hombres viven como auténticos animales. Rooster no parecía en absoluto sorprendido de verme, así que adopté la misma actitud, poniéndome de espaldas al fogón mientras me comía mi manzana.

—Esa cama necesita más listones —dije.

—Ya lo sé. Eso es lo malo: que no tiene ningún listón. Es no sé qué demonios de cama china de cuerdas. Me entusiasmaría quemarla.

—A su espalda no le conviene dormir así.

—En eso tienes toda la razón. Un hombre de mi edad, aunque no tuviera otra cosa, debería tener una buena cama. ¿Qué tal tiempo hace?

—El viento es frío —contesté—. Por el este se está nublando.

—O mucho me equivoco, o va a caer una nevada. ¿Viste la luna anoche?

—No creo que hoy nieve.

—¿Dónde te has metido, hija? Esperé a que volvieras y luego ya me desentendí. Supuse que habrías regresado a casa.

—No, he estado todo el tiempo en la posada Monarch. He tenido algo muy parecido a la difteria.

—¿Lo tienes ahora? El general y yo te agradeceríamos mucho que no nos lo contagiases.

—Ya estoy casi del todo bien. Pensé que tal vez usted preguntaría por mí o iría a verme mientras estaba mala.

—¿Qué te hizo pensar eso?

—Nada: simplemente, no conozco a nadie más en esta ciudad.

—Quizá creíste que yo era uno de esos predicadores que andan por ahí visitando a la gente enferma.

—No, no creí eso.

—Los predicadores no tienen otra cosa mejor que hacer. Yo debía atender a mi trabajo. Los comisarios de tu gobierno no tienen tiempo para dedicarse a hacer visitas sociales. Están excesivamente ocupados intentando seguir todas las ordenanzas escritas por el Tío Sam. Ese caballero necesita las hojas de cobro debidamente rellenadas, o si no, no suelta un centavo.

—Sí, ya veo que le tienen a usted muy ocupado.

—Lo que ves es a un hombre honrado que se ha pasado media noche trabajando con sus hojas de cobro. Es un trabajo de todos los diablos y ahora Potter ya no está aquí para ayudarme. En este país, si no has ido a la escuela, te la has ganado, hija. Así son las cosas. No, señor, ese hombre carece ya de oportunidades. No importan los redaños que tenga, otros le darán de lado, tipos delgaditos que hablan como tarabillas descompuestas.

—En el periódico he leído que van a ahorcar a ese tal Wharton.

—No podían hacer otra cosa. Lástima que no lo puedan ahorcar tres o cuatro veces.

—¿Cuándo será la ejecución?

—Han fijado fecha para enero, pero el abogado Goudy va a ir a Washington para ver si el presidente Hayes conmuta la sentencia. La madre del tipo, Minnie Wharton, tiene algunas propiedades, y Goudy no parará hasta quedarse con todo.

—¿Cree usted que el presidente lo indultará?

—Eso es difícil decirlo. ¿Qué sabe el presidente de todo este asunto? Yo te lo diré: nada. Goudy asegurará que el chico fue provocado y contará un quintal de mentiras sobre mí.

Al tal Wharton debí meterle un balazo en la cabeza en vez de en el hombro. Pensaba en la recompensa. A veces, uno tiene que permitir que el dinero interfiera con su concepto de lo que está bien y lo que está mal.

Saqué del bolsillo los billetes doblados y se los mostré.

Rooster exclamó:

—¡Por Dios! Pero... ¿cuánto tienes ahí?

—No creía usted que volviese, ¿verdad?

—Bueno, no estaba seguro. Eres difícil de predecir.

—¿Sigue decidido?

—¿Decidido? Yo nací decidido, hija, y confío en morir igual.

—¿Cuánto tardará en estar listo para marcharnos?

—¿Para marcharnos adonde?

—Al Territorio. Al Territorio Indio a atrapar a Tom Chaney, el hombre que mató a mi padre, Frank Ross, frente a la posada Monarch.

—He olvidado cuál era nuestro acuerdo.

—Ofrecí pagarle cincuenta dólares por el trabajo.

—Ah, sí, ahora lo recuerdo. Bueno, pues la cosa sigue igual. Aceptaré cien dólares.

—Muy bien.

—Pues ponlos sobre la mesa.

—Primero hemos de dejar las cosas en claro. ¿Podemos salir para el Territorio esta tarde?

Él se sentó en la cama.

—Un momento, un momento —dijo—. Tú no vas a ir.

—Eso es parte del trato —repliqué.

—Imposible.

—¿Por qué? Se ha equivocado conmigo si cree que soy tan tonta como para darle cien dólares por quedarme aquí viendo cómo se marcha. De eso, nada. Pienso asegurarme de que el trabajo se efectúa.

—Soy comisario jurado de Estados Unidos.

—Eso para mí tiene muy poco peso. R. B. Hayes es el presidente de Estados Unidos y dicen que robó las elecciones a Tilden
[11]
.

—Tú no habías dicho nada de eso. No puedo enfrentarme a la banda de Ned Pepper al mismo tiempo que trato de cuidar de una cría.

—Yo no soy ninguna cría. No tendrá que preocuparse por mí.

—Serías una rémora y no harías más que complicarme la vida. Si quieres que el trabajo se haga, y que se haga rápidamente, déjamelo hacer a mi modo. Concédeme al menos que conozco mi oficio. ¿Y si vuelves a ponerte mala? No podría hacer nada por ti. Primero me tomas por un predicador y ahora por un médico de esos que te andan mirando la garganta a cada cinco minutos.

—No seré ninguna rémora. Sé montar bien.

—No voy a dormir en posadas con camas confortables y tazas de chocolate sobre la mesa. Viajaré deprisa y comiendo muy poco. Lo poco que duerma, lo dormiré en el suelo.

—Una vez ya dormí en el campo. El verano pasado, papá nos llevó a mí y al pequeño Tony a cazar mapaches en el Petit Jean.

—¿Cazar mapaches?

—Pasamos toda la noche en el bosque. Nos sentamos en torno a una gran hoguera y Yarnell contó historias de fantasmas. Lo pasamos muy bien.

—¡Qué cazar mapaches ni qué cuernos! ¡Lo que tenemos por delante no es una excursión de recreo ni se parece en nada a tal cosa!

—Pero, en realidad, viene a ser lo mismo que cazar mapaches. Usted pretende hacer que su trabajo parezca más difícil de lo que en realidad es.

—Olvídate de la caza de mapaches. Lo que te digo es que a donde yo voy no es lugar para una mocosa.

—Lo mismo dijeron de ir a cazar mapaches. Y también de venir a Fort Smith. Y aquí estoy.

—La primera noche que pasáramos a descubierto te pondrías a llorar y a llamar a tu madre.

—Ya no lloro, y tampoco río tontamente. Ahora, decídase. Toda esta charla, sobra. Usted me dijo cuál era su precio y yo estoy dispuesta a pagarlo. Aquí está el dinero. Estoy decidida a atrapar a Tom Chaney, y si usted no se atreve a hacerlo, encontraré a alguien que se atreva. Hasta ahora, solo lo he oído parlotear. Sé que puede usted beber cantidades prodigiosas de whisky y lo he visto matar una rata. El resto, palabrería. Me dijeron que tenía usted coraje y por eso vine a verlo. Yo no pago por hablar. En la posada Monarch puedo hablar cinco veces más que aquí.

—Debería abofetearte.

—¿Y cómo va a hacerlo hundido en ese camastro? A mí me avergonzaría vivir en medio de toda esta mugre. Si yo oliese tan mal como usted, no viviría en una ciudad, sino que me iría a lo alto del monte Magazin, donde solo ofendería a los conejos y las salamandras.

Rooster se levantó bruscamente de la cama, derramando su café y asustando al gato. Se lanzó hacia mí, pero yo esquivé rápidamente sus manos y me puse detrás del fogón. Tomé un puñado de hojas de gastos que había sobre la mesa y, con un gancho, quité una de las tapaderas del fogón. Luego sostuve los papeles sobre las llamas.

—Si estos papeles valen algo para usted, será mejor que se eche para atrás —dije.

—Deja esas hojas en la mesa.

—No lo haré hasta que usted haya retrocedido.

Rooster se retiró un par de pasos.

—No es suficiente —dije—. Vuelva a la cama.

Lee asomó la cabeza por la cortina. Rooster se sentó en el borde del camastro. Coloqué de nuevo la tapadera del fogón y volví a dejar los papeles sobre la mesa.

—¡Vuelve a tu tienda! —dijo Rooster, desahogando su irritación con Lee—. No pasa nada. La chica y yo estamos hablando de negocios.

—Muy bien, ¿qué tiene que decirme? —pregunté—. Tengo prisa.

Él replicó:

—No puedo salir de la ciudad hasta haber rellenado las hojas de cobro. Y hasta que me las acepten.

Me senté a la mesa y trabajé con los papeles durante algo más de una hora. En realidad, la cosa no resultó nada difícil, solo que tuve que borrar la mayor parte de lo que Rooster había escrito. Los formularios tenían espacios para las entradas y las cifras, pero la escritura de Cogburn era tan grande y errática que rebasaba las líneas y se metía en lugares que no le correspondían. A consecuencia de ello, las entradas escritas no siempre correspondían a las cifras de dinero.

Lo que Rooster llamaba sus «comprobantes» eran pequeñas notas escritas de forma chapucera, y la mayoría de ellas ni siquiera llevaban fecha. Eran de este estilo: «Raciones para Cecil 1,25 $», e «Importante conversación con Red, 65 cts».

BOOK: Valor de ley
2.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Darken (Siege #1) by Angela Fristoe
Found by Karen Kingsbury
A Big Sky Christmas by William W. Johnstone, J. A. Johnstone
Second Chance Mates by Sabrina Vance
Killing Eva by Alex Blackmore
Florida Heatwave by Michael Lister
Ubik by Philip K. Dick
Olympia by Dennis Bock