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Authors: Charles Portis

Valor de ley (3 page)

BOOK: Valor de ley
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Me senté a un ángulo de la mesa, entre la patrona y un hombre alto, de cabeza apepinada y dientes prominentes. Él y Mrs. Floyd llevaron la voz cantante en la conversación. El hombre era viajante, y vendía calculadoras de bolsillo. Era el único que llevaba chaqueta y corbata; nos contó algunas historias interesantes sobre sus experiencias, pero los demás le prestaron muy poca atención porque devoraban su comida como cerdos hozando en un cubo.

—Cuidado con ese pudin de pollo —me dijo.

Algunos de los hombres dejaron de comer.

—Te puede perjudicar la vista —siguió el viajante. Un tipo desastrado que se sentaba al otro lado de la mesa y que vestía una apestosa cazadora de piel, preguntó: —¿Por qué?

Con una maliciosa sonrisa, el viajante contestó:

—Le perjudicará la vista si se esfuerza en buscar el pollo.

A mí la broma me pareció graciosa, pero el tipo zarrapastroso barbotó indignado:

—¡Cállese ya, maldito hijo de zorra! —Luego siguió comiendo.

Después de esto, el viajante no dijo nada. El pudin no era malo, pero no comprendí cómo un poco de harina y grasa podía costar veinticinco centavos.

Al terminar la cena, parte de los hombres se fueron al pueblo, probablemente para beber whisky en las tabernas y escuchar las pianolas. Los demás salimos a la galería. Los huéspedes dormitaban, leían periódicos y charlaban de la ejecución, y el viajante contaba chistes sobre la fiebre del oro. Mrs. Floyd trajo las cosas de papá, que estaban envueltas en la lona y yo fui haciendo inventario de ellas.

Todo estaba allí, incluso su cuchillo y su reloj. El reloj era de latón y no muy caro, pero me sorprendió encontrarlo porque la gente que no es capaz de robar cosas importantes roba a menudo bagatelas como aquella. Me quedé un rato en la galería, escuchando la charla, y luego pedí a la patrona que me enseñase mi cuarto. Ella dijo:

—Sigue por ese pasillo hasta el último dormitorio de la izquierda. En el porche trasero hay un jarro con agua y una palangana. El excusado está fuera, justo detrás de la encina. Dormirás con la Abuela Turner.

Debió de notar el desagrado en mi rostro, porque añadió:

—No te preocupes. A la Abuela Turner no le importa. Está acostumbrada a compartir su habitación. Ni siquiera se dará cuenta de que estás allí.

Como la huésped de pago era yo, creí que mis gustos debían tener preferencia sobre los de la Abuela Turner, aunque según parecía, a ninguna de las dos se nos iba a consultar. Mrs. Floyd prosiguió:

—La Abuela Turner tiene el sueño pesado. Eso, a su edad, es una auténtica bendición. No temas: una chiquilla tan menuda como tú no la despertará.

No me importaba dormir con la Abuela Turner, pero me pareció que Mrs. Floyd había abusado de mí. Sin embargo, consideré que organizar un escándalo en aquellos momentos no iba a aportarme ventaja alguna. La mujer tenía ya mi dinero, yo estaba cansada y era ya demasiado tarde para buscar alojamiento en otro sitio.

El dormitorio era frío y oscuro y olía a medicina. El viento invernal se colaba por las grietas del suelo. La Abuela Turner resultó tener el sueño más movido de lo que se me había dado a entender. Cuando me metí en la cama, me encontré con que tenía todas las mantas de su lado. Tiré de ellas. Dije mis oraciones y no tardé en quedarme dormida. Al despertarme, un rato después, me encontré con que la Abuela Turner había repetido la gracia. Yo estaba hecha un nudo y temblando de pies a cabeza por la exposición al frío. Volví a tirar de las mantas. Más tarde, de nuevo lo mismo; así que me levanté con los pies helados y fui a buscar las mantas y la lona de papá para taparme. Luego seguí durmiendo, ya sin problemas.

Mrs. Floyd no me sirvió carne para desayunar; solo sémola y un huevo frito. Cuando hube terminado, me guardé en un bolsillo el cuchillo y el reloj y cogí el revólver que había escondido en el saco de azúcar.

En el Tribunal Federal me enteré de que el primer comisario había ido a Detroit, Michigan, a entregar unos prisioneros al «correccional», según ellos lo llamaban. Un alguacil que trabajaba en la oficina dijo que buscarían a Tom Chaney a su debido tiempo, pero que tendría que esperar que le llegara el turno. Me mostró una lista de forajidos que campaban por el Territorio Indio; aquello parecía la relación de morosos en el pago de impuestos que publica anualmente el
Arkansas Gazette
en una letra muy pequeña. A mí no me gustó el aspecto de aquello, ni hice mucho caso de los pretenciosos modales del alguacil. Al hombre se le había subido el cargo a la cabeza. Eso es lo que uno puede esperar de las autoridades federales, y, para empeorar aún más las cosas, toda aquella gente era republicana y no le importaba en absoluto la opinión de los honrados habitantes de Arkansas, que son demócratas.

En la sala de justicia estaban seleccionando un jurado. Un ordenanza me dijo que Rooster Cogburn llegaría más tarde, cuando comenzara el juicio, puesto que él era el principal testigo de cargo.

Fui a ver a Stonehill. El hombre tenía un buen establo, y detrás de este, un amplio corral y muchos pequeños comederos. Los
cow-ponies
de saldo, unas treinta cabezas, de todos los colores, estaban en el corral. Creí que serían animales en mal estado, pero eran retozones, con ojos claros y el pelaje, aunque polvoriento y apelmazado, de aspecto saludable. Probablemente, nunca habían recibido un buen cepillado. Tenían las colas llenas de marañas.

Yo detestaba a aquellos caballos por su relación con la muerte de mi padre, pero al verlos comprendí lo absurdo de mi sentimiento y que no era justo culpar a aquellas bonitas bestias que no sabían del bien ni del mal, sino solo de la inocencia. Eso pienso de aquellos
cow-ponies
. He visto algunos caballos y gran cantidad de cerdos que, a mi parecer, albergaban malas intenciones. Iré incluso más lejos y diré que todos los gatos son malvados, aunque a menudo resulten útiles. ¿Quién no ha visto al diablo en sus taimados rostros? Algunos predicadores dirán que bueno, que eso son supersticiones. Y yo contesto: predicador, coge tu Biblia y lee a Lucas 8,26-33.

Stonehill tenía su oficina en un rincón del establo. En el cristal de la puerta se leía: coronel g. stonehill. subastador licenciado, tratante en algodón. El hombre estaba dentro, detrás de su escritorio, y tenía encendida una estufa que estaba casi al rojo vivo. El comerciante era calvo y llevaba gafas.

Pregunté:

—¿Cuánto paga por el algodón? Stonehill alzó la vista y me dijo:

—Nueve y medio por el de calidad inferior y diez por el normal.

—Nosotros recolectamos temprano la mayor parte del nuestro y se lo vendimos a los hermanos Woodson de Little Rock a once centavos.

—Entonces te sugiero que sigáis tratando con los hermanos Woodson.

—Ya lo hemos vendido todo. En la última remesa sacamos solo diez y medio.

—¿Por qué has venido aquí a decirme eso?

—Pensé que tal vez el año que viene pudiésemos llegar a un acuerdo, pero creo que Little Rock nos conviene más. —Le mostré la nota del sheriff. Después de leerla, Stonehill abandonó el laconismo con que me había hablado.

Se quitó las gafas y dijo:

—Fue una auténtica tragedia. Te aseguro que tu padre me impresionó por sus muchas cualidades. Era un comerciante difícil, pero se comportaba como un perfecto caballero. A mi vigilante nocturno le saltaron los dientes y ahora solo puede tomar sopa.

—Lo siento mucho —dije.

—El asesino ha huido al Territorio y anda suelto por allí. —Eso he oído.

—Allí encontrará a muchos de su ralea —siguió Stonehill—. Dios los cría y ellos se juntan. Es un lugar lleno de criminales. No pasa un día sin que de allí nos lleguen noticias de que un granjero ha sido apaleado, una esposa ultrajada, o algún inocente viajero robado y apuñalado en una sangrienta emboscada. El civilizador arte del comercio no florece en ese lugar.

Dije:

—Espero que los comisarios detengan pronto al asesino. Se llama Tom Chaney. Trabajaba para nosotros. Intento acelerar las cosas. Quiero verlo ahorcado o muerto a tiros.

—Sí, sí, ya puedes afanarte para conseguirlo. Al mismo tiempo, te aconsejo paciencia. Los valientes comisarios hacen cuanto pueden, pero su número es reducido. Los infractores de la ley son legión y pululan por un enorme territorio que ofrece múltiples escondites naturales. Los comisarios viajan solos por los hostiles parajes de esa nación criminal. Cuantos hombres habitan en ella son enemigos suyos, excepto parte de los indios que se han visto cruelmente invadidos por esos indeseables intrusos.

—Me gustaría venderle de nuevo esos caballos que le compró mi padre —dije.

—Mucho me temo que eso es imposible. Intentaré que los animales te sean remitidos lo antes posible.

—Ahora ya no queremos esos
cow-ponies
. No los necesitamos.

—Eso no es asunto mío —replicó él—. Tu padre compró esos caballos, los pagó, y ahí termina el asunto. Tengo la factura de venta. Si a mí me sirvieran para algo, podría considerar una oferta, pero ya he perdido dinero con ellos, y puedes estar segura de que no pienso perder más. Estaré encantado de ayudarte en su envío. El popular vapor
Alice Waddell
sale mañana para Little Rock. Haré cuanto esté a mi alcance para encontrar pasaje para ti y acomodo para los animales.

—Quiero trescientos dólares por el caballo de silla de papá que fue robado —dije.

—Eso tendrás que discutirlo con el hombre que tiene el caballo.

—Tom Chaney lo robó mientras estaba a su cuidado —repliqué—. Es usted responsable del caballo. Stonehill se echó a reír y dijo:

—Admiro tu entereza, pero me temo que no va a servirte de nada. Permíteme decir, además, que tu tasación del caballo es excesiva por lo menos en doscientos dólares.

Repliqué:

—En todo caso, mi precio es barato. Judy es una espléndida yegua de carreras. Ha ganado premios de veinticinco dólares en la feria. La he visto saltar una valla de más de metro y medio llevando encima a un jinete muy pesado.

—Todo esto es muy interesante, no cabe duda.

—Entonces, ¿no va a hacerme ninguna oferta?

—No te daré nada más que lo que te corresponde. Los
cow-ponies
son tuyos, llévatelos. El caballo de tu padre fue robado por un ladrón y asesino. Eso es lamentable, pero yo había dado al animal una razonable protección según un acuerdo implícito con el cliente. Cada cual debe soportar sus propias contrariedades. La mía es que temporalmente he perdido los servicios de mi vigilante nocturno.

—Recurriré a la ley —dije.

—Puedes hacer lo que mejor te parezca.

—Veremos si una viuda y sus tres hijos pequeños pueden recibir un trato justo de los tribunales de esta ciudad.

—No tienes ninguna posibilidad.

—Puede que el abogado J. Noble Daggett, de Dardanelle, Arkansas, piense de otra forma. Y quizá a un jurado le ocurra lo mismo.

—¿Dónde está tu madre?

—En casa, en el condado de Yell, cuidando de mi hermana Victoria y de mi hermano, el pequeño Frank.

—Entonces, dile que venga. No me gusta tratar con crios.

—Menos le gustará cuando el abogado Daggett se ocupe de usted. Él es un adulto.

—Y tú una descarada.

—No deseo serlo, señor, pero no pienso dejarme avasallar llevando razón.

—Recurriré a mi abogado.

—Y yo al mío. Le enviaré un telegrama y se presentará aquí en el tren de la noche. Él ganará dinero, yo ganaré dinero y su abogado ganará dinero, y usted, señor Subastador Licenciado, será el que lo pague todo.

—No puedo hacer tratos con una chiquilla. Eres menor de edad. No estás capacitada para firmar un contrato.

—El abogado Daggett respaldará cualquier decisión que yo tome. Por eso esté tranquilo. Puede confirmar cualquier acuerdo por telégrafo.

—¡Esto es una condenada molestia! —exclamó Stonehill—. ¿Cómo voy a ocuparme de mis asuntos? Mañana tengo una venta.

—En cuanto salga de este despacho ya no habrá acuerdo posible. Recurriré a la ley.

El hombre jugueteó con sus gafas por unos momentos y luego dijo:

—Pagaré doscientos dólares a la testamentaría de tu padre cuando tenga en mis manos una carta de tu abogado que me libere de toda responsabilidad desde el comienzo del mundo hasta la fecha. Debe estar firmada por tu abogado, por tu madre, y haber sido certificada notarialmente. La oferta es más que generosa y solo la hago para evitar la posibilidad de litigaciones molestas. Nunca debí haber venido aquí. Me dijeron que esta ciudad iba a ser el Pittsburgh del sudoeste.

—Aceptaré doscientos dólares por Judy, más cien dólares por los
cow-ponies
y veinticinco por el caballo gris que dejó Tom Chaney. Por este animal pueden sacarse fácilmente cuarenta dólares. Todo eso hace un total de trescientos veinticinco dólares.

—Los ponis no tienen nada que ver con esto —replicó él—. No pienso comprarlos.

—Entonces me quedaré con ellos y el precio de Judy será de trescientos veinticinco dólares.

Stonehill lanzó un bufido.

—No pagaría trescientos veinticinco dólares ni por el mismísimo Pegaso alado, y además ese penco gris ni siquiera te pertenece.

—Sí que es mío. Papá solo se lo había prestado a Tom Chaney para que lo utilizara.

—Estás acabando con mi paciencia. Eres una cría de lo más cargante. Pagaré doscientos veinticinco dólares y me quedaré con el caballo gris. Los ponis no los quiero.

—Eso no puedo aceptarlo.

—Esta es mi última oferta: doscientos cincuenta dólares. Con ello quedo libre de toda obligación, y la silla de montar de tu padre pasa a mi poder. Además, extenderé una factura por servicio de cuadra. El caballo gris no puedes venderlo porque no es tuyo.

—La silla no está en venta. Me la quedaré. El abogado Daggett puede probar que el caballo gris nos pertenece. Vendrá a buscarlo con una orden de embargo.

—Muy bien, ahora escúchame, porque no pienso regatear más. Me quedaré con los ponis y el caballo gris y te daré trescientos dólares. Puedes tomarlo o dejarlo, me da lo mismo.

—Estoy segura de que el abogado Daggett no aprobaría que yo tomase en cuenta ninguna oferta por debajo de los trescientos veinticinco dólares. Con eso se queda usted con todo menos con la silla, y además se libra de un costoso pleito. Si el abogado Daggett interviene, la cosa le resultará más cara, porque incluirá unos honorarios legales muy altos.

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